viernes, 1 de enero de 2010

Consulta Portátil en el Lago D`Orta




El Nirvana

En el norte de Italia, las provincias de Piamonte y Lombardía están sembradas de lagos, algunos famosos por su historia, otros por su belleza (aunque en este aspecto toda tipificación sea improbable), otros hasta lo son por quien vive en ellos, el sponsor del Lago Di Como fue George Clooney en los últimos tiempos.
El año se terminaba y yo buscaba un lugar donde aislarme por lo menos quince días a terminar de editar un libro; las infinitas y tentadoras ofertas de Milán no me lo habrían permitido, así que después de unas vueltas por los Alpes piamonteses, escogimos quedarnos en una casa a orillas del lago Orta, considerado uno de los lugares más románticos y pintorescos del mundo.


Un pueblo medieval ubicado a orillas de un lago plácido con la isla de San Giulio en el centro (del que se dice que como San Jorge lidió con dragones), y al pie de un Sacro Monte, rodeado de centros de retiro para curas y monjas; un pueblo con 400 habitantes constantes (aunque llegan a 1100 durante el periodo turístico en primavera y verano), y un laberinto de callejuelas que transpiran oscurantismo, además pronosticaban un metro de nieve para navidad. Aquello se nos presentó como apropiados molinos de viento para la siempre quijotesca pretensión de ordenar un libro sobre las hondonadas del pensamiento.
La bruma del lago, los árboles deshojados, la brisa sibilante confabulaban una atmósfera de misterio infantil. Mi esposa lamentó que yo no estuviera escribiendo un cuento de hadas. Le respondí que a la psicología le cuesta poco parecerse a una fábula.
El Invierno marcó su territorio el 21 de Diciembre, justo el día del solsticio cayó una gran nevada. Al otro día por la tarde, después de 7 horas lidiando con las palabras, fuimos al pueblo por un chocolate caliente.


La otra cara de la moneda

Una hora más tarde ya habíamos conocido a medio pueblo. El Café estaba en Piazza Motta, la plaza central de Orta, éramos lo únicos forasteros, y como una presentación trae a la otra, terminamos estrechando manos con los aldeanos que estaban congregados en la plaza rindiéndole honores a la nevada, fue inevitable que de un momento a otro nos encontráramos en el centro de una batalla campal con bolas de nieve. Cinco o seis aldeanos cuarentones se me acercaron al enterarse que vivíamos en Venezuela y me hablaban al mismo tiempo de las bondades del trópico, todos parecían decir al unísono: «¡Ah Venezuela!, adoro Margarita».
Me figuré como anfitrión de aquella gente en Venezuela, e imaginaba la desilusión que habrían tenido en las playas margariteñas (claro está que yo las estaba comparando mentalmente con Mochima o Morrocoy). La discreción que a veces logro asumir mantuvo mi boca cerrada impidiendo que saliera algún comentario imprudente que perturbara el entusiasmo con el que aquellos piamonteses dueños de hoteles, restaurantes, vinotecas, cafés, y demás establecimientos turísticos, describían el paraíso tropical margariteño. No tardaron en aparecer las invitaciones al bar a tomar una grappa, porque en aquellas regiones la amistad se firma con grappa. Así que, grappa viene y grappa va, empezaron las confesiones más o menos íntimas, que aparentemente es el segundo paso en la fundación de una amistad en cualquier parte del mundo donde el asunto es mezclado con alcohol.
Como las confesiones de amigos van respetadas y yo sigo en mi (poco frecuente) fase discreta, no voy a contarles lo que hablamos, pero resumo el contenido así: todos deseaban vivir en Margarita el resto de sus vidas. De una u otra manera el discurso, con sus bemoles diferentes, era el mismo: primero se aseguraban de dejar en claro que a ellos les iba muy bien allí, estaban económicamente estables, buena calidad de vida, ni hablar de la comida y el sistema sanitario, en fin, no se quejaban en específico de nada pero, estaban cansados de una plácida y organizada vida a orillas de un maravilloso lago donde se bañaban en aguas cristalinas en verano, caminaban en bosques plagados de flores en primavera, tomaban vacaciones a donde quisieran en otoño (porque era la época de menor afluencia turística y ellos vivían del turismo), y de pasar el invierno tomando chocolate caliente frente a la chimenea, jugar a tirarse nieve, ir a esquiar, entre otras muchas cosas. En otras palabras, estaban fastidiados de lo que para cualquier latinoamericano sería una vida de cuento de hadas.

Ese día mi esposa y yo regresamos a nuestra casa del lago con ánimos disímiles. Ella estaba eufórica, con sólo tres días en el pueblo ya todos nos habían regalado cosas, nos habían invitado a cenas y noches de tragos, habíamos conocido desde el barrendero hasta el síndico del pueblo; pero yo no estaba tan animado, un «bicho triste» estaba rompiendo el cascarón en mi cabeza, y cuando pude sentarme en el balcón de la casa a mirar el anochecer del lago calmo, el «bicho» estiró las patas y terminó de salir de su cascarón con un chillido de monstruo recién nacido. Aquél esperpento sónico retumbó en mi conciencia en forma de pregunta: ¿Es que a nadie satisface lo que tiene?
Entiéndanme, fue un golpe de karate en la traquea escuchar que los aldeanos del pueblo al que habíamos escogido para vivir un cuento de hadas, envidiaran vivir en el tercer mundo, y ¡en Margarita! En este momento estoy obligado a aclarar que no me afecta ninguna aversión particular contra la isla de Margarita y su gente. Mi hijo estudia allá biología marina, y lleva una vida normal margariteña, de hecho ha sido asaltado por maleantes varias veces, y me mantiene informado sobre sus playas y el nefasto futuro de sus aguas y fauna marina, y de cómo los margariteños se quejan de la decadencia de la isla.
El punto en cuestión es que en el Caribe estamos acostumbrados a que las quejas tengan un sustento real. En Venezuela son muy pocas las cosas que andan y ni hablar de si el «sistema» funciona, porque ni sistema tenemos. Pero lo aceptamos como cuestión de matemática simple, de la misma manera que nos resignamos a que un terremoto de 7,0 grados en Haití cause más de 200.000 muertos y en Chile uno de 8.8 grados con varias repeticiones de 5 y 6 grados, cause menos del 0,25% de víctimas en comparación; es matemática simple porque el que está peor siempre tenderá a ser más débil y desafortunado. Entiendan el desconcierto de mi cabeza cuando ese «bicho triste» nacido de la observación de los habitantes del paradisiaco «paesino» de Orta, pegó el grito: ¿Es que a nadie satisface lo que tiene?
En ése momento no pude hacer otra cosa que abandonar el libro que estaba escribiendo y sentarme ante la portátil a trazar las bases de otro ensayo (en el que sigo trabajando actualmente) que trata de la posibilidad de que tal vez haya algo que la evolución de la especie humana nos esté obligando a hacer. Sí, una especie de complot evolutivo que trata de llevarnos hacia la «estandarización de la insatisfacción». Hoy, tres meses después de aquél conato de cuento de hadas, pienso que es posible que la naturaleza haya instaurado en nosotros la orden de ser infelices. Al ensayo sobre esto lo he intitulado (por ahora) «Algoritmo Neurótico». Espero que pronto pueda anunciarles su salida a las librerías.
En cuanto a Orta, apenas podamos, volveremos.

Consulta Portátil en Milán


Duomo di Milano
  Milán, la nodriza.
Si en Roma es difícil encontrar romanos entre la multitud de turistas, en Milán el asunto se vuelve un juego de escondite, los milaneses se sospechan, se intuyen, al igual que el bistec debajo del empanizado de la milanesa, pero no se los ve tan fácilmente. Sin embargo aquí la razón no son los turistas, el empanizado que esconde a los citadinos lombardos está hecho de inmigrantes que le otorgan a la ciudad una identidad incierta, o más probablemente una identidad en evolución hacia una orbe al estilo de la legendaria Babel o al futurismo de ciencia ficción versión Blade Runner, y si ahora sólo lo parece, en pocos años lo será cuando en el 2015 sea sede de la Exposición Mundial.
Después de las nueve de la noche de un día de semana, el metro, el tranvía, los buses, parecen venir de todas partes del mundo trayendo sus culturas, la verdad es que en Milán, más que en Roma, sí que se pudiera decir que todos los caminos llegan a ella. Tomamos un tranvía con una docena de pasajeros y no exagero al decir que todos eran senegaleses o nigerianos, lo curioso en que en las diversas paradas subían otros pasajeros africanos.
OK, aceptemos que las coincidencias de que vuelan, vuelan; pero el azar se nos volvió sospechoso cuando nos sucedió lo mismo en un vagón del metro donde casi la totalidad de los pasajeros que subían y bajaban eran albaneses. Una cosa es que haya un barrio chino o un barrio latino, pero muy diferente es un metro albanés en Milán. De todas formas digamos que fueron sólo casualidades. Pero el elemento central es que la faceta multiétnica de la ciudad hace que hoy día Milán sea más que nunca un emporio de cultura, cada día más enriquecida por el mundo todo, en Milán verdaderamente se siente lo que es ser «ciudadano del mundo».

El Gran Terapeuta de las calles
Sin duda alguna la oferta de trabajo de la Milán industrial es el motor que mueve a la inmigración milanesa, pero me atrevo a pensar que la fuerza de gravedad que atrae a tantos de tantas partes depende en un gran porcentaje de que Milán se preocupa por su gentilicio.
Las metrópolis tiene funciones prácticas, la reunión de una gran cantidad de personas en un mismo sitio es ventajosa para la producción, pero genera inevitables inconvenientes y la ciudad debe encargarse de compensar aquello, es como si hubiera un Gran Terapeuta de las calles que se encarga de minimizar los efectos de la neurosis citadina.
Para muestra un botón, a las once de la noche de un lunes 28 de Diciembre con poca gente en la calle, pudimos presenciar un espectáculo de luces proyectadas sobre la fachada del Teatro La Scala. Este Festival Internacional de las Luces (FIL) no es para turistas, es para todos los milaneses, porque la ciudad piensa en su gente, teniendo claro que su norte debe ser la felicidad de sus habitantes. Además de lo gratificante de elevar el ánimo y hacernos sentir felices de ser personas, se percibía el sutil humor presente en la latente ironía que el espectáculo representaba, la de contrariar a la peyorativa opinión de que La Scala de Milán no dice nada por fuera, que el edificio no rinde honor a su majestuosidad interna; pues esa noche y durante todo diciembre y parte de enero 2010 un espectáculo de luces metamorfoseaba la fachada de La Scala como mostrando su alma, lo que no está dicho entre mármoles y columnas, lo que se puede leer entre líneas. Así es Milán, una ciudad terapéutica.