sábado, 27 de noviembre de 2010

Consulta Portátil de Psicología en Buenos Aires (5) Sobre la amistad

El Ego exaltado, un invento argentino

La amistad le da color
al blanco lienzo de la vida
Sé que generalizar no trae nada bueno y menos aún algo cierto, y, sin embargo, algunas veces es inevitable. En el caso de los bonaerenses es muy difícil que alguno de ellos desmienta la generalización de que: todos los porteños (habitantes de Buenos Aires) comienzan cualquier conversación con el pronombre “Yo”… «Yo hice, yo hago, yo haré, yo sé, yo supe, yo soy, yo seré...»
Para evitar conflictos y poder llegar al punto en que la conversación con un candidato a nuevo amigo en Buenos Aires llegue a algo, hay que resignarse a que recién en la cuarta o quinta entrevista el monólogo se transforme en diálogo.
Si un extranjero quiere hacer un amigo en Buenos Aires debe aceptar  lo que ellos llaman “derecho de piso” que significa escuchar mínimo tres veces la historia de su vida (con todas las mentiras que sólo cuentan a los extranjeros porque no podrían desmentirlos), y recién durante la cuarta conversación, el candidato a futuro nuevo amigo (que continuará contando por cuarta vez su biografía), se dignará a preguntarnos de vez en cuando «¿Ya te conté qué…?» Y ante nuestras repetitivas respuestas «si, ya me lo contaste varias veces» el candidato a nuevo amigo argentino se irá desalentando de su afán biográfico y comenzará poco a poco a permitirnos hablar y después del décimo u onceavo encuentro tal vez inicie a escucharnos. Hacer amigos en Buenos Aires implica paciencia. Pero les aseguro que, al final, vale la pena.

Lo bueno de las reglas son las excepciones: Una amistad llamada Enrique
Yo estudié en Buenos Aires y por ello la mayoría de mis amigos hoy también son colegas, pero yo no sólo era estudiante, ante todo era adolescente, que al contrario de lo que los adultos tendemos a pensar, no es poco decir. La adolescencia y primera adultez es la época más desquiciada, temeraria y sin sentido de la existencia (¡claro! para quien la viva, porque hay muchos que sólo la pasan a la sombra de sus padres, para ellos no es esta reflexión), la adolescencia es un principio, un principio de algo que nadie sabe qué es y mucho menos hacia dónde va, por ello, emprender un camino sin dirección, empezar a caminar a ciegas de por sí es una locura y por ende quien no pasa por loco en su adolescencia pues simplemente no la vivió.
Todo inicio es loco
La primera carta del Tarot de Marsella es “El Loco”, y simboliza algo cierto: todo inicio es una locura y toda invención es un inicio; y a los 18 años mi amigo Enrique Venancio y yo estábamos inventándonos, supongo que con el mismo ímpetu que Einstein puso en sus formulas (consideradas locas al principio) o con el que Graham Bell inició la invención del teléfono (considerado un artilugio loco e innecesario por sus coetáneos), nosotros éramos jóvenes y locos pero por sobre todo, amigos.
¡Que grande es la amistad cuando se está perdido! Uno es la tabla de salvación del otro, es cosa de supervivencia, es cosa de vida o muerte, ¡que grande es la amistad a muerte! Lo curioso es que con Enrique no compartía el interés por la psicología, él no formaba parte de mis compañeros de universidad o del grupo de estudio psicoanalítico, Enrique era uno de los pocos amigos con quien compartía simplemente la incertidumbre curiosa de la adolescencia. No hablábamos de Freud ni de Lacan (temas recurrentes con mis otras amistades), hablábamos de nuestras familias, de lo jodidos que eran nuestros padres, de religiones, de política y de las chicas (tema preferido por encima de cualquiera).
"Mateando" con Enrique Venancio
Yo admiraba de él su inventiva para ganar dinero, él decía que admiraba de mí que, después de un fin de semana de boliches y farra, apenas estudiando unas horas por la mañana, trasnochado y con Led Zeppelin a todo volumen, lograba la más alta calificación en el examen del lunes. Pero si tuviera que declarar cuál era la mayor destreza que compartíamos en aquella época, sin lugar a dudas era la de encontrar cómo pasarla bien sin un centavo en el bolsillo, ¡cómo añoro aquella creatividad!

Las épocas van quedando atrás, no está dicho que pase lo mismo con la amistad
Pero las responsabilidades estaban esperando a la vuelta de la esquina y al graduarme, al trabajar y viajar se perdió el contacto. En el momento que dejé de ver a Enrique apenas pasábamos la veintena, ya éramos adultos, pero seguíamos siendo rebeldes sin causa. ¿No es lógico que cada uno pensara del otro que terminaría hundiéndose, naufragando en los vicios o fracasando en una vida sin rumbo? (en realidad no había rumbo cuando nos dejamos de ver, así que era casi un pronóstico probado lo del naufragio).
Veinticinco años después nos reencontramos por Internet. La conversación fue intermitente y parca, difícil es que tanta historia acepte un mail como intermediario.
Unos meses más tarde, volví a Buenos Aires y se dieron muchos reencuentros con colegas. Pero ¡bueh!, los años pasan y las cosas en común cambian o se pierden o se descubre que no habíamos compartido nunca los mismos valores. Me reencontré con varios ex compañeros de estudios con los que intercambiamos ideas, además tenía reuniones pautadas previamente con conocidos por asuntos de trabajo y proyectos.
¡Cuantos reencuentros poco afortunados tuve! ¡Más bien debería llamarlos desencuentros!, con ex amigos de la vida (en un tiempo) y ahora amigos de la melancolía, gente que de entrada me apesadumbró con sus pesares, donde el reencuentro quedaba en segundo plano ante sus preocupaciones usuales de «tal plan que voy a hacer, de tal dinero que debo pagar, de tal problema que debo resolver».
«¿Y yo qué? ―me preguntaba por dentro―, también tengo cosas de qué quejarme pero no vienen al caso en este momento, ¿no debiera ser el reencuentro mismo lo más importante ahora? ¿No debiera ser nuestro centro de interés la sorpresa de volver a vernos con las curiosidades que el tiempo ha esculpido en cada uno?» De nuevo se hizo presente el narcisismo exaltado (del que hablé en el primer párrafo de este post), estas personas que algunas vez consideré amigas ya no les importaba la amistad (o no la valoraban tanto), sus problemas cotidianos opacaban cualquier intercambio, su egoísmo les impedía disfrutar del reencuentro con un viejo amigo, y, por sobre todo, les impedía darse cuenta que yo no tenía ningún interés en escuchar sus cuitas maritales, sus proyectos financieros, sus quejas domésticas, sus planes de comprar casa nueva o coche del año.
Erróneamente pospuse el reencuentro con Enrique. Mi esposa me hizo ver algo que no había concienciado: tenía miedo a cómo encontraría a Enrique a cómo estaría, y por ello me había dedicado primero a los reencuentros con colegas con los que por lo menos estaba seguro de tener la profesión en común.
Alegría de reencontrase vivos
Aquí en "Plaza Mayor"
en el barrio de Monserrat
Pero Enrique fue Enrique, la amistad estaba allí esperando. ¡Sólo Enrique Venancio estuvo dispuesto a celebrar la alegría de que estábamos vivos! y que, en contra de todas las estadísticas, no habíamos sucumbido ante los avatares del mundo.


La vida es para "brindarla"
El reencuentro con Enrique Venancio fue una fiesta, un vivir el momento, un verdadero reencuentro que borró cualquier vestigio de lo que uno pudiera tener aún perdido. ¡Sí!, es verdad que hablé de mí mismo, pero sólo fue para hacerle saber que estaba bien, y él también habló de sí pero sólo porque yo le pregunté qué hacía y así me enteré de sus éxitos, de la próspera empresa que dirigía y de su tesoro familiar (esposa y dos hijos); 
En el Café Tortoni
(fueron 3 botellas de Champagne)
pero ante todo nos escudriñamos para recomponer en nuestra memoria el semblante del otro: yo tuve que incluir en mis recuerdos su actual expresión seria de empresario y padre de familia, y supongo que él haya tenido que redefinir en los suyos mi talante tal vez más pausado, más asentado, ¿menos loco?
Escribo esto para aportar a quienes me leen alguna pista sobre la amistad. Estoy convencido de que sólo si un amigo hace del reencuentro una fiesta, sólo si logramos que nuestros pesares pasen a segundo plano en ese momento, sólo si estamos seguros que, aún estando en el propio lecho de muerte, de reencontrarnos con esa persona, lo primero a sentir sería la alegría y la sonrisa y el abrazo y la euforia de volver a vernos, sólo si estamos seguros que el placer del momento vendría antes de contarle cuanto dolor padecemos y de cómo nos estamos muriendo, sólo si sentimos que así sería el reencuentro, podríamos asegurar que en esta vida tuvimos un amigo.


Lis, siempre alerta tratando de inmortalizar los momentos
El "ciudadano del mundo" de seguro tiene claro que: sólo al momento de morir sabremos si una amistad lo fue siempre o nunca, porque se puede amar u odiar por un momento, por un día, por veinte años o por toda la vida, pero amigos, amigos de verdad, se es siempre o nunca se lo fue.

Consulta Portátil de Psicología en Buenos Aires (4) La teoría de las ventanas rotas

La teoría de las ventanas rotas

En las ciudades como en el
vidrio, una raja agrieta el resto
«Consideren un edificio con una ventana rota. Si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio, y si está abandonado, es posible que sea ocupado por ellos o que prendan fuegos adentro».
El libro de George L. Kelling y Catherine Coles sobre «La teoría de las ventanas rotas» se fundamenta en la anterior consideración. Pero a su vez, esa consideración se basa en un experimento que realizó Philip Zimbardo, psicólogo de la Universidad de Stanford en 1969:
1. Abandonó un coche en un barrio pobre, en el Bronx de Nueva York, sin placas de matrícula y las puertas abiertas para estudiar qué ocurría. A los 10 minutos empezaron a robar sus componentes. A los tres días no quedaba nada de valor. Luego empezaron a destrozarlo.
2. Abandonó otro coche en las mismas condiciones en un barrio acaudalado de Palo Alto, California. No pasó nada. Durante una semana el coche siguió intacto. Entonces, el psicólogo dio martillazos a la carrocería y esto actuó como señal vandálica para los virtuosos ciudadanos de Palo Alto, porque a las pocas horas el coche estaba tan destrozado como el del Bronx.

Mis propias ventanas rotas
Una ventana rota es
una señal para los vándalos
Recuerdo la fascinación que nos producía en la infancia a mis primos y a mi ver estallar el vidrio de las botellas bajo el proyectil lanzado con nuestras hondas de hule, y el non plus ultra del goce se obtenía al disparar y reventar los cristales de las ventanas. Pero nuestra estricta formación cívica jamás nos habría permitido apuntar a la ventana de una casa. Sin embargo, las veces que en nuestras peregrinaciones de cazadores furtivos por los terrenos baldíos del pueblo encontrábamos alguna edificación abandonada con alguna ventana rota, inmediatamente éramos seducidos por el llamado casi místico a terminar de romper el resto, recuerdo que era una sensación tajante como un imperativo categórico, y el ritual que seguía era siempre el mismo: nos mirábamos los unos a los otros para acordar el procedimiento, luego, hinchados de valor y decisión firme, cargábamos nuestras hondas con sendas piedras y disparábamos como si fuéramos soldados en el frente de batalla cumpliendo con un heroico juramento. Sí, eso era lo que sentía: que un invisible general de tres soles nos había dado una orden y nosotros cumplíamos nuestro deber: no dejar un solo vidrio en pie.
“La teoría de las ventanas rotas” nos alerta sobre la influencia del medio en nuestro comportamiento. Una acera sucia nos incita a olvidar la convicción de cuidar el ambiente de la misma manera que participar en un grupo de gente risueña nos invita a reír y un ambiente melancólico nos pone tristes. ¿Es simple mimetismo? ¿Simple contagio? NÓ, seguro que no. Recibimos señales, avisos y hasta órdenes del ambiente. Cuando entramos a una casa engalanada de blanco, con muebles de revista de decoración, los muebles nos dicen: «¡Mírame y no me toques!» Mientras que si entramos a un baño sucio no sólo nos desmerece cualquier cuidado por dejar alguna gota de agua regada sino que, de alguna manera, colaboramos a ensuciarlo más como si el baño nos estuviera ordenando: «¡Ensúciame!» A este fenómeno me refiero cuando critico los grupos de melancólicos, las asociaciones de gente que ha tenido pérdidas y se agrupa formando agrupaciones al estilo “Mujeres divorciadas” o “Deudos del VIH”, porque la matemática más simple nos alerta que el resultado final será el desaliento elevado exponencialmente a la cantidad de sus miembros.
El ambiente nos habla, nos dice cómo comportarnos, nos dirige, nos manda. No se trata de que sólo nos de permiso para tal o cual cosa sino que ¡nos comanda! ¡Dime en que estado está lo que te rodea y te diré cómo actuarás!

Ciudades Frágiles
Las ciudades latinoamericanas son particularmente frágiles, un político, un decreto, un sindicato, una agrupación vandálica, un simple mal hábito, es suficiente para astillarlas de muerte.
Buenos Aires es un ejemplo de la fragilidad urbana. La otrora Capital de Latinoamérica en pocos años ha cambiado el semblante: indigentes, basura, aceras rotas, autos y buses descarburados, contaminación deliberada, y mendigos, muchos mendigos, muchísimos mendigos ¡demasiados mendigos! Caminar por sus calles me rememoró continuamente la fábrica de mendicantes de “El callejón de los milagros” de Naguib Mahfuz. Y, al anochecer, Buenos Aires se transforma en un gran basurero, los “cartoneros” (personas que se dedican a la recolección y venta de cartones y metales para reciclaje y que están respaldados por un grupo mafioso) rompen las bolsas de basura y dejan las calles regadas de desperdicios que el viendo y los autos desparraman por dondequiera. De verdad que la cosa es tan triste que la tristeza desplaza y empequeñece la otrora melancolía romántica del tango (sí, ya ni la nostalgia del tango es igual, la avidez por chupar la billetera de los turistas lo ha despojado de su mística).
Los cartoneros riegan la basura,
el sucio genera más sucio
Y ni hablar de que en la ciudad del los cafés y los bistrós la salubridad pública brilla por su ausencia, unos años atrás se podía comer en cualquier restaurante confiando en la higiene porque parecía que todos los porteños siguieran el mismo patrón de mi madre: «pobres pero limpios». No, nada de eso, ahora (agosto del 2010) los bares y restaurantes de clase media, las fondas y tabernas cotidianas han sucumbido a la desidia y distan mucho de ser higiénicamente confiables, con cocinas sucias y pisos mugrientos con baños destrozados e infuncionales tapizados de melaza de orín resecado. Hoy Buenos Aires es smog, ruido, sucio, basura, mendigos y cartoneros que transforman la melancolía romántica de antaño en simple desaliento. La ciudad se está quebrando, la extrema vulnerabilidad de su equilibrio está cayendo bajo «el efecto de las ventanas rotas» (contagio de las conductas inmorales o incívicas), lo que hace que la altanería porteña que antes era tolerada por los foráneos por considerarla una curiosa particularidad de su idiosincrasia, ahora se vea ridícula: «se están hundiendo con la nariz respingada».

Cercos y controles represivos: inocentes intentos de rellenar
los vacíos políticos y de conciencia ciudadana
Los organismos encargados de la limpieza y el orden hacen lo inhumano, me consta, pero ninguna ciudad puede soportar el peso de la falta de conciencia ciudadana.
Un taxista, enojado por el embotellamiento causado por piqueteros (los piqueteros son mercenarios de la protesta de calle) que trancaban la Av. 9 de Julio, exclamó con rabia (sin saber de mi relación con Venezuela) «¡Es que ahora somos todos chavistas!».

Los "piqueteros" mercenarios urbanos de la infelicidad.
Y si, parece cierto, en los tres años que falto de Buenos Aires pareciera que hubiese pasado el mismo vendaval que vi llevarse lo poco de buen vivir que quedaba en Venezuela, tal vez esa sea la causa principal del desafuero: la transvaloración de los valores que gira por Latinoamérica con la desquiciada intención de cambiar la pobreza, pero no eliminándola sino dándole un nuevo estatus: «si todos embasuramos, si todos escupimos en el piso, si todos enfermamos de amibiasis si a todos nos da dengue y mal de Chagas ya la pobreza no se notará». Tentación de ventanas rotas.

Buenos Aires, ciudad frágil, no permitas que te cambien del todo el significado del estribillo: “Mi Buenos Aires querido ¿Cuándo te volveré a ver?...

BUENOS AIRES, CIUDAD DE CIELOS AMBIVALENTES (vídeo)