miércoles, 1 de mayo de 2013

Consulta Portátil de Psicología en Lisboa. El Fado o Sobre la melancolía.

Cuando llegué a Lisboa en busca del Fado me encontré a mí mismo pensando en el alma, en esa cosa que se mantiene oculta sin derecho a opinar o a mostrarse y que no puede estar sino triste por su aislamiento, tal vez por ello, cuando logra decir algo, lo hace entre lágrimas… el Fado de Lisboa rememora los momentos en que el alma logra hablar, las palabras tristes que logran filtrarse a través del prepotente caparazón que se llama a sí mismo: «yo».


De Buenos Aires a Lisboa (hermanas en melancolía)

En el viaje a Lisboa para encontrarme con el Fado llevaba en mi maleta un tango, en la cabeza a Buenos Aires y en el corazón una pícara ansiedad por lo que resultaría de la comparación entre dos ciudades hermanadas (por mí) en la melancolía.
Aquellos 20 años en Buenos Aires...
Sólo puede estar triste quien ha conocido la alegría,
de lo contrario no reconocería la diferencia.
¡Qué triste debe ser, estar triste sin saberlo!
BUENOS AIRES: Desde que llegué a Buenos Aires a mis 17 años la registré entre mis ideas más concretas como «Capital de la melancolía» con su tango de niebla y calles empedradas, con su nostalgia de inmigrantes y amores frustrados, con su mítico Palermo de Mireya, de malevos, de compadritos y «El Túnel» y «Sobre héroes y tumbas» de Ernesto Sábato. Como estudiante aprendí las enseñanzas que Buenos Aires, sin reticencia alguna, estuvo dispuesta a darme sobre desencuentros, imposibles, fracasos, nostalgias… la vida misma. Desde entonces Buenos Aires ha sido, para mí, un blasón de la melancolía.

LISBOA: Pero en los últimos años, «El libro del desasosiego» de Fernando Pessoa permaneció en mi mesa de noche para ser leído con cuentagotas y hacerme navegar (gota a gota) las historias de otra ciudad que ostentaba la niebla y las calles empedradas de la melancolía, la Lisboa de Pessoa se fue dibujando en mi imaginario como otro gran templo melancólico, y sería 
Con Pessoa...
...con las ciudades melancólicas quedamos endeudados,
 no hay dinero que pague un abrazo en la tristeza…
injusto no mencionar que los libros de Tabucchi y Saramago también colaboraron en la construcción del santuario de la nostalgia lisboeta; pero existía una última y no menos importante colaboración: así como el alma de Buenos Aires se transmuta en tango, los avatares lisboetas se decantaban en el mítico Fado del barrio de Alfama. Todo esto labró mi anhelo de sentir lo que, sobre la tristeza humana, tuviera Lisboa para enseñarme.
La casualidad me llevó a estar en Lisboa justo cuando escribo un libro sobre el amor y el duelo ¡Hay casualidades tan apropiadas!
Dicen que Fado significa Destino. Y la muerte hace que «destino» sea un eufemismo de «fracaso».
Por ello es más fácil soportar la vida burlándose de la semántica.

El Fado
Con mis expectantes asociaciones mentales entre Buenos Aires y Lisboa es obvio que el fado se me antojara como la versión portuguesa del tango.
Así como hay tangos alegres también hay fados movidos, pero en ambos casos son los menos. El fado le canta a la melancolía cotidiana, el fado siempre es recuerdo nostálgico aunque sea nostalgia de los tiempos por venir. El fado se canta con los ojos cerrados mirando hacia dentro, hacia el ensimismamiento, el recuerdo, la oscuridad, el reencuentro con lo perdido. Cantar fado pareciera un ritual de duelo, un recuento de esperanzas pasadas, de anhelos que no alcanzaron el objetivo, de heridas aún abiertas en la piel del destino, de la insistencia de la memoria ante el acoso del olvido. El fado canta al sufrimiento ocasionado por aquello ante lo que nadie está preparado: a perder.
El fado se canta con los ojos cerrados,
tal vez para cantar desde el oscuro destino:
desde la noche eterna en la que todo estará perdido.
Y, es justo en su parecido al ritual del duelo que el fado se distancia de la mera queja para transformarse en una esperanza de alivio, de renacimiento desde la tristeza. Es inevitable que donde termina un fado comience una enseñanza, de la misma manera que donde termina un duelo comienza una nueva pasión.
El fado trata de rellenar con palabras un vacío, pero el vacío existencial necesita estar allí para que las otras piezas del anagrama puedan moverse, el fado lo intenta pero nunca lo logrará y por ello las calles de estos barrios de Lisboa, todas las noches, cantan fado: porque la esperanza nunca acaba ante lo imposible de ser, o, dicho de otra manera, lo imposible eterniza la esperanza.
Las ciudades melancólicas consienten a sus habitantes y los tratan con especial ternura, por culparse de que el moho de sus paredes les recuerde el tiempo pasado, lo perdido.

Lisboa atemporal

Lisboa es una ciudad de barrios comunicados entre sí por túneles del tiempo. Subir o bajar una colina, un paso a la izquierda o a la derecha, el más mínimo desplazamiento..., ¡cambia la fecha!
Sus callejuelas sinuosas con recodos caprichosos y empinadas escaleras son vasos comunicantes entre un multiétnico pasado épico, un presente nostálgico y un futuro incierto. Y en este recorrido intemporal nos cruzamos en la acera, sin censura alguna, con fantasmas de navegantes de otros tiempos (de esos tiempos que se cuentan en siglos) y que, con sus cabellos ondulantes al viento, sus patas de palo, sus ojos de vidrio y su fama de piratas, nos miran al pasar con esa mirada perdida de vista soñadora (que sólo puede tener quien lo ha perdido todo sin nunca tenerlo), mientras intercambian prodigios de ultramar con los espíritus de la bohemia que por ahí siempre andan..., autores auténticos todos, escritores los que aprendieron a escribir, cantantes quienes sabían el alfabeto de oído y poetas quienes al verbo cocinaban, escrito o hablado, para el mismo objetivo: acostarse con las mujeres de aquéllos; pero, al final, bohemios todos, que se resisten a renunciar a su barrio porque la nostalgia es un vicio difícil de dejar. Y basta caminar con la vista dispuesta para entrever en la neblina nocturna las almas en pena de las víctimas de la inquisición que conversan con fantasmas de moros, frailes y algún espíritu vestido de romano antiguo, todos andando a paso de perdedores por las calles empedradas en una Lisboa sin edad. Y así será por los siglos de los siglos porque (lo sabe el más incrédulo) la nostalgia es morada de fantasmas.
Las ciudades melancólicas se dejan amar sin miramientos,
conscientes de los pesares de su pueblo, apiadadas de sus duelos.
Igual que en la melancolía, en Lisboa el tiempo y el espacio habitan fragmentados, al pasar por una portezuela escondida a la vuelta de un recoveco nos encontramos con la ciudad antigua, al subir unas «escadinhas» tropezamos con «freguesias» donde vivieron los descubridores de las américas, si bajamos un poco nos encontramos en la ciudad Baixa, la Pombalina, rehecha con escombros de terremoto y gallardía de Ave Fénix, y cuatro o cinco saltos más allá está la Lisboa nueva y monumental levantada para la Expo del 98. Un rompecabezas con secretas reglas de armado, eso es Lisboa y a eso mismo se asemeja el corazón roto del melancólico. ¡Sí!, eso es el corazón del melancólico: un rompecabezas con secretas (y extraviadas) reglas de armado.

La Lisboa de andar por casa

Lisboa es una ciudad tan de andar por casa que, a los pocos días, en el barrio de Alfama, todos los vecinos me saludan por mi nombre al pasar, es difícil sentirse forastero en este lugar, y qué decir de la intimidad de sus olores, las callejuelas huelen al detergente de la ropa tendida que gotea sobre mi cabeza al pasar, y el olor a pan, o a bacalao salado, o a la Ginja con cerezas que sirven en el bar de la esquina. 
Recorriendo Lisboa he llegado a pensar que la ciudad como tal no existe, que la marcada diferencia entre sus barrios la hacen un racimo de pueblos de fronteras invisibles.
Lisboa no tiene falsos semblantes, su gente no tiene caretas, la gente parece ser igual cuando calza zapatos que cuando anda en pantuflas, caminar por sus barrios observando a los lisboetas me produjo la sensación de que las paredes de las casas eran transparentes, que la vida doméstica se mezclaba con la de la calle, los lisboetas son lo mismo en la casa, en la tienda o la oficina. En Lisboa no hay poses, sólo vida cotidiana..., y ahora que lo pienso mejor... ¿hay otra vida además de la cotidiana?

La bohemia fosilizada

Al llegar por primera vez al barrio de Alfama, barrio de callejuelas que suben y bajan y se enredan entre pequeñas edificaciones de tres o cuatro pisos apiñadas desquiciadamente y que en conjunto con los pasadizos de escaleras y recovecos terminan siendo un laberinto sin más organización que la de un plato de espaguetis, al llegar a este barrio heredero de la bohemia y el fervor artístico de Lisboa, al caminar unas cuantas calles y después de tratar con unas cuantas personas, me invadió un desasosiego que aun siento al momento de escribir estas líneas. 
Desasosiego es una palabra que no basta para definir la sensación de la que hablo, tal vez sería mejor decir que sentía que «faltaba algo», y ahora se me ocurre que no se trataba de una pieza que no encajara en el rompecabezas no, no se trataba de desencajes, el panorama estaba bien armado, el rompecabezas tenia cada pieza en su lugar pero, ahora se me ocurre decirlo así, el intersticio entre los mosaicos del rompecabezas era más grande de lo normal. Todo estaba allí, en su lugar, pero… ¡suelto!
Parafraseando biblias: 
«Un recuerdo suyo bastará para entristecerme».
Las casas de fado, las pequeñas tiendas, la ropa tendida en el balcón y su olor a lavandina, los semblantes pensativos y melancólicos, el final del otoño, las hojas secas, los árboles desnudos, el musgo en las paredes, los adoquines de la calle que, más que juntados con mortero parecían unidos por melcocha de colillas de cigarrillos; los faroles en las calles y la luz amarilla de los bombillos, y el óxido en las balaustradas, las bisagras, y en la piel de todo lo ferroso, el musgo, todo estaba allí; pero algo faltaba. Y esa «falta», esa «nada», ese «vacío» me siguió durante los quince días y noches que pasé allí.
A la melancolía siempre la antecede un adiós,
será por eso que las capitales melancólicas 
son puertos: lugares de despedida.
Ahora que lo veo desde el recuerdo me permito asociar aquella sensación con las «partículas de Higgs» (Higgs), por más que suene a sopa de quimeras con ostentosidad, creo que en el barrio de Alfama sentí la presencia (o tal vez la ausencia) de esas partículas que contribuyen a la formación de la «masa» y que los científicos saben que deben existir, pero todavía han podido descubrir. Y es que el barrio de Alfama se me presentaba como una pared de piedra cuya argamasa hubiera sido lavada por la lluvia; una ostentosa pared de piedra que se levanta altiva a pesar de que un pequeño empujón pudiera derrumbarla. Y en este momento se me ocurre la atroz idea de que esta pared endeble, osteoporósica, es, en el mundo entero, lo que de la bohemia queda.

 Pessoa y el desasosiego

«El libro del desasosiego» de Fernando Pessoa se expresa del  mismo modo que el pensamiento melancólico: fragmentado. Un libro hecho de ideas aisladas, pequeños párrafos, aforismos, donde el mismo autor se queja de no hallar continuidad, de no encontrar un hilo conductor que genere una historia lineal o circular o zigzagueante, pero una historia al fin.
No ha vivido quien no ha conocido la melancolía, no ha crecido quien no ha amado,
perdido y hecho duelo.
El libro del desasosiego se me presenta como una confusión entre metas a corto, mediano y largo plazo; todo mezclado en la misma olla de pensamientos profundos que, aunque brincan al mismo tiempo hacia todos los puntos cardinales, terminan siempre arrumándose hacia el mismo e inevitable lugar: el desasosiego del hombre por saberse limitado, mortal. Y es que esto es la melancolía, una triste y prolongada toma de conciencia de la finitud de la vida. Al perder la razón de vivir el melancólico vuelve a ver la vida sin anteojos, desprovista de color, cruda y gris, sin sentido.
Así narra Pessoa las calles de Lisboa: [...] En ciertos momentos muy claros de la meditación, como aquellos en que, al principio de la tarde, vago observador por las calles, cada persona me trae una noticia, cada casa me ofrece una novedad, cada letrero contiene un aviso para mí. Mi paseo callado es una conversación continua, y todos nosotros, hombres, casas, piedras, letreros y cielo, somos una gran multitud amiga, que se codea con palabras en la gran procesión del Destino.
La peor decepción está reservada a quien se crea una excepción.

La Lisboa nuestra de cada pan
Zapatero a sus zapatos, argentinos a sus asados y lisboeta a sus panaderías. Para mí, Lisboa es la Meca del pan. Cada cuadra hay una o dos panaderías de horno a leña, cuyos panes, merecen que se invente un adjetivo que rebase al «boccato di Cardinale» tradicional para calificarlos, y, siguiendo la tónica católica, se me ocurre que el pan de Lisboa es «de santa hostia papal».
Dificulto que haya en el planeta un pan tan acicalado, augusto, crocante y blando a la vez, consistente y suave, delicado y lleno, y, sobre todo, ¡delicioso!
Una sensación particular: el pan portugués cocinado a leña se me presenta como un pan melancólico, con gusto de antaño.
Almuerzo ensimismado
Lisboa ondea la bandera del ensimismamiento auténtico y humilde. El barrio de Alfama sigue siendo la quimera perfecta de cualquier melancólico tanguero. Por convicción he repetido hasta el cansancio que la comida es alegría, sin embargo, si alguien quiere ver una comida francamente triste vengan a Lisboa y pidan un
Cocido a la portuguesa...melancolía a la carta...
«Cocido a la Portuguesa», no creo que se emplate en el mundo comida más desconsolada que esos trozos lúgubres de hervido.

La melancolía

La melancolía es el tiempo que transcurre entre la pérdida de un objeto amado y la realización del duelo, dicho en otras palabras, entre la pérdida de una razón de vivir y el hallazgo de otra.
La vida es una constante búsqueda de una razón para vivirla. La vida humana no tiene sentido en sí misma, y la prueba de ello está en que debemos buscárselo. Y el sentido último siempre será la búsqueda de la inmortalidad, o mejor dicho la fantasía de inmortalidad, sin embargo esta fantasía le está vedada al melancólico que, por la crudeza cómo se le devela la realidad, se sabe y se siente mortal en cada respiro. Cada inhalación es un Memento Mori.
Lo contrario a la melancolía es ese estado de alivio (a veces alegre) en el que, por estar entusiasmados en alguna pasión, olvidamos momentáneamente el sinsentido de seguir viviendo a pesar de ser mortales. Vista así, la vida se sintetiza en una constante búsqueda de pasiones para apegarse a ella.
Para entender la melancolía hay que partir del duelo.

Duelo y melancolía

El duelo es el proceso que resuelve las alteraciones ocasionadas por la pérdida de un objeto amado o valorado. Y digo «objeto» a propósito, porque la gente asocia regularmente el término «duelo» con lo que debe hacer una persona cuando se le muere un ser querido: el deudo se sentirá triste y decaído hasta que realice el duelo y vuelva a tener ánimos de comerse el pedazo de torta que le corresponde de este mundo. Pero los duelos no se dan sólo ante pérdidas absolutas, también se activan ante la ruptura de relación con el objeto amado-valorado, por ejemplo, en un divorcio. Pero, ojo, también se hará duelo si nos roban el automóvil, será un duelo proporcional al valor que el mismo tenga para nosotros, pero ¿quién no ha conocido a alguien que valora más su vehículo que a su madre?  Y eso es posible porque nada tiene valor propio, ni el automóvil ni la madre tienen valor alguno, ¡somos nosotros que se lo damos!
Y aún más, el duelo no sólo se moviliza ante la ruptura absoluta de la relación con un objeto amado, el duelo también se activa para mantener relaciones. Dentro de esta categoría hay un grupo predominante que denomino «duelos por la pérdida de la imago». En estos casos el objeto perdido es la «imagen» que se tenía de lo amado. Veamos un ejemplo: una madre viene a la consulta para hacer duelo por su hijo de 25 años de edad, la razón del duelo es que el hijo le confesó que es gay. En ese momento la madre pierde «la imagen heterosexual» que tenía de su hijo. Sin embargo, ella no quiere dejar de ser madre de su hijo, aunque en ese momento no lo pueda tolerar. Entonces la señora realiza (terapia mediante) el duelo y termina teniendo una excelente relación con su hijo a sabiendas de que es homosexual.
Llegados a este punto tenemos (por ahora) dos conceptos. Por un lado está el concepto de pérdida, que es el momento en el que se pierde la conexión con el objeto amado; y por el otro lado tenemos el concepto de duelo que en sí mismo no es la pérdida, sino la resolución de la misma, y esto quiere decir que al hacer duelo, todas aquellas ideas relacionadas al objeto del duelo que atormentan los pensamientos, y que van desde ideas de rabia, traición o culpa, hasta ideas de nostalgia por los buenos tiempos vividos, todas esas ideas, al hacer duelo, desaparecen.
Entre el día de la pérdida y el momento en que se realiza el duelo pasa un tiempo, ese tiempo es el que llamamos: melancolía* (*según nuestra Escuela de Psiconomía).
Por razones que no viene al caso explicar aquí, la gente suele relacionar la angustia con el amor, y así, erróneamente, pensar que la cuantía de pesar, dolor o angustia que sienta después de la pérdida es proporcional al amor que sentía hacia el objeto perdido. Este pensamiento es mítico. Absolutamente falso. El amor nada tiene que ver con el dolor. El dolor sólo existe entre aquellos que no han resuelto la pérdida por no haber hecho duelo. Y la controversia en este asunto no la genera sólo el doliente sino también quienes le rodean. El problema principal radica en que hay creyentes de que el dolor es un «valor» y, por ello, lo defienden como una virtud y con patético «virtuosismo» se abandonan a él.
A las ciudades melancólicas le salen ojeras de tanto mirar al mar llorando despedidas.

Sentencias melancólicas 
©Mario Fattorello2013

Sólo puede estar triste quien ha conocido la alegría, de lo contrario no reconocería la diferencia. ¡Qué triste debe ser, estar triste sin saberlo!
—La melancolía transcurre entre la pérdida de una razón para vivir y el hallazgo de otra.
—Para la melancolía sólo hay una condición previa: haber amado algo perdido.
—La melancolía es consecuencia de la erosión del tiempo sobre el amor.
—El amor es un encuentro, la melancolía un desencuentro, y entre los dos, transcurre la vida.
—Es una de las terribles leyes de la vida, ante la que hay que tragar grueso, que todo lo que encontremos, a alguien se le haya perdido (y viceversa).
—El melancólico erróneamente cree que «por estar triste ha dejado de sentir pasiones». Cuando en realidad: «es por dejar de sentir pasiones que el melancólico está triste».
—No ha vivido quien no ha conocido la melancolía, no ha crecido quien no ha amado, perdido y hecho duelo.
—Para crecer hay que cambiar, pero todo cambio implica una crisis previa. Quien tema la crisis, se esconderá en la rutina y desde su cobardía tratará de vender las bondades de una vida sin sobresaltos, ocultando con sonrisas falsas el propio hastío. El miedoso trata de disfrazar su charco de agua estanca con olas de "diáfana turbulencia", mientras envidia, en secreto, a quien nada contracorriente.
—Todos sabemos que la vida está hecha de materia: de agua, tierra, aire y fuego. La vida es un barco en el océano. Vivir es abrir las velas al aguacero, al viento, al relámpago. Triste y aburrido anda por allí quien se cree protegido por el paraguas de la rutina. La pasión es cosa de marineros, no de quien se sienta a esperar en la orilla.
—A todos se nos acabará al viento algún día, pero, no por ello estamos absueltos del "deber de iniciativa", arriesgarse no es una alternativa, es un deber de la vida.
—Disfruto porque he sufrido. Sufro para poder disfrutar. Quien haga lo contrario. ¡Que no se venga a quejar!
—La melancolía nos llena de recuerdos para advertirnos que sólo somos lo que recordamos haber sido. Recuerdo, luego existo.
—Parafraseando biblias: «Un recuerdo suyo bastará para entristecerme».
—Vida farisea la de quien por miedo a perder evite encontrar.
—La peor decepción está reservada a quien se crea una excepción.
—Tomamos una roca e imaginamos su humor, tardamos segundos, horas, años en reconocer su melancolía, el mismo tiempo que tardamos en notar sus vetas de polvo humano ¿Cuántas rocas hemos de mirar para entender que de ellas venimos? Y, ¿cuánta vida debemos recorrer para aceptar que hacia ellas vamos? En este ir y venir de la piedra, sólo se trata de encontrarnos…
Si supiera cuánto voy a vivir, trataría de olvidarlo,
la incertidumbre es el motor de los sueños...
Bacalao a la portuguesa...la comida da alegría...
Video: Sobre el fado, el duelo y la melancolía desde Lisboa