lunes, 30 de diciembre de 2013

Ciudad Ojeda (1) Sobre la Distopía o ¿Qué es el autoestima?


Mario Fattorello
Con Godot en Ciudad Ojeda

Al atardecer, caminaba a cuatro ojos (que es la manera como deben transitarse las calles de Ciudad Ojeda: sondeando los cuatro puntos cardinales al mismo tiempo, pendiente de que un delincuente no nos salga al paso), como decía, caminaba en actitud maniática por una calle desolada de Ciudad Ojeda cuando oigo que alguien me llama: «Psss. Doc, oiga Doc…». Una sobredosis de cortisol disparó mi alerta y en segundos divisé de dónde venía la voz. Alguien metido en un recolector de basura me llamaba con la mano, tenía un sombrero de explorador y tapaboca de cono, las manos enguantadas de blanco sostenían un par de binoculares. ¡Pánico! Debía ser un asaltante y, con esa vestimenta, loco de remate.
Suspiré de alivio cuando me dijo: «soy yo Doc, Godot».
― ¡Casi me matas del susto! ¿Qué haces allí metido?
― Estoy haciendo una doble investigación, por un lado trato de entender la esencia de este pueblo analizando su basura; y por el otro lado, desde este magnífico puesto de observación, analizo el modus operandi de los asaltantes de carretera y la reacción de las víctimas. Se sorprendería de todo lo que he visto. Este pueblo es digno de estudio.
― ¿Qué puede tener de tan interesante una ciudad minera venida a menos en un país tercermundista con una mayoría de personas cuyo interés más auténtico es el de parecerse al vecino?
― Mi querido amigo, este es "el pueblo al revés" con la cola sobre los hombros y la cabeza entre las piernas.
― ¿Por qué dices eso, Godot?
― ¿No se ha dado cuenta que esta gente se la pasa hablando de política, criticando la corrupción del gobierno, sus malversaciones, incapacidades, como preocupados de que jamás llegara a lograr su objetivo?
― Si claro, el gobierno sólo habla de juicios hipotéticos y la gente repite como guacamayo. No hay tema u objetivo que no se ahogue en chácharas, y si habláramos de su incapacidad administrativa, no terminamos más.
― ¡Pues eso es pensar al revés! El problema no está en sí la revolución es capaz o incapaz, o si se tardan demasiado en alcanzar el objetivo. El problema está en que ¡el objetivo mismo es una distopía!
― ¿Distopía?
― Le he advertido muchas veces que se le está atrofiando la lengua por pasar tanto tiempo entre gente que no valora el lenguaje, gente para quien una silla, una mesa, un dressoire Luis XVI, un sillón mecedora, un sillón Chester, un diván, o un sofá, son todos "muebles". Las cosas tienen su nombre, querido amigo.
 ― Mea culpa, lo reconozco.
― Distopía es la antítesis de utopía. Los dos conceptos pertenecen a la misma categoría: son situaciones hipotéticas, estados imaginarios. Pero su sentido antitético radica en que "utopía" es el ideal de una situación deseable, mientras que "distopía" es el ideal de una situación indeseable. El objetivo de este gobierno con sus pretensiones de "socialismo agarrado por los pelos" es acabar con la propiedad privada, quitarle a cada individuo del pueblo sus pertenencias para dejárselas sólo "al cuido", mientras el estado (léase: unos pocos) es el dueño y señor de todo.
― Pero…, por ejemplo, ¿Consideras distopía el ideal de darle una vivienda a cada desposeído?
―No, no, no. Usted sigue sin entender. Facilitar al pueblo la adquisición de vivienda no es exclusividad de un gobierno socialista, es tarea de cualquier gobierno sin importar la ideología que profese. Así que, la construcción de viviendas populares no es algo distintivo de ideología política alguna, tal vez usted lo entienda mejor si se lo explico en términos de la semiología clínica. En semiología se dice que un síntoma es patognomónico cuando el mismo asegura la presencia de determinada enfermedad; así la fiebre no es un síntoma patognomónico de la amigdalitis, pero la infección de las amígdalas sí lo es. Pudiéramos decir entonces que los signos y síntomas patognomónicos de este socialismo a la machimberra son: la expropiación de empresas prósperas, de las tierras productivas, de la propiedad privada, bajo excusa (las excusas no son razones) de luchar contra el capitalismo y de que el estado como patrón funciona mejor que quien levantó los cimientos de dicha empresa. Pero favorecer la salud, la educación, la vivienda y seguridad del pueblo no es patognomónico de ningún gobierno en particular, es un derecho humano. Lo que puede considerarse propio de cada gobierno es la forma, el método en cómo hacer las cosas.
―Pero, suponiendo que lo haga bien, y que esto traiga bienestar a todos, el asunto terminaría realizando una bella utopía.
― ¿Y usted se llama a sí mismo psicólogo? ¡No ha entendido nada! ¿Utopía sin propiedad privada? La propiedad privada es esencial para la vida de los seres humanos, ¿es que no se ha dado cuenta que "propiedad privada" es el termino usado en jurisprudencia para denominar lo que en psicología se llama "autoestima"? Y supongo que usted estará de acuerdo que sin autoestima el ser humano no puede soportar la vida, a menos, claro está, que esté dispuesto a perder su condición humana misma. Sin autoestima sería inevitable caer en una melancolía que llevaría al sujeto a una degradación mortal. Dígame ¿Qué cosas componen la autoestima?
―La autoestima es aquello que el sujeto siente que le da importancia a su vida, es todo lo que el sujeto valora y da sentido a su existencia. La autoestima está compuesta de lo que la persona sabe, hace, tiene y es. Por pensar en lo que sabe y quiere saber, en lo que hizo, en lo que hace y en lo que quiere hacer; por pensar en lo que tiene y quiere tener; y en lo que es y quiere ser, por pensar en todo eso le encuentra sentido a la vida. La autoestima es lo que alguien puede llamar «suyo» (su-"yo", o sea, todo lo que sea parte del "yo" de él). Sin autoestima no hay voluntad de vivir porque a la persona le daría igual todo, lo que es lo mismo que no importarle nada.
― ¿Me entiende ahora porque digo que este pueblo piensa al revés? Porque de alguna manera tanto el gobierno como quienes lo aúpan están pensando en un objetivo distópico, indeseable, terrible para el ser humano: eliminar la autoestima. El futuro no existe querido amigo, tal vez sólo existe el pasado y fugazmente puede que exista el presente, lo cierto es que si usted en el presente destruye, en el futuro cosechará destrucción.
—Es cierto que el discurso político de este país pareciera desconocer el presente. Como un satélite destinado a no encontrarse nunca con el planeta que orbita, su discurso sataniza al pasado y propone un futuro cada vez más lejano.
—Es insulso pretender armar un sistema de pensamiento cambiándole el nombre a las cosas, cambiando los dueños, sin darse cuenta que las expropiaciones destruyen el pasado de la nación, en el pasado no se puede construir, sólo se puede construir en el presente. Los pobres se creen iluminados por haber descubierto que es más fácil apoderarse de lo que otros han hecho que hacer algo nuevo. Es lícito derrumbar edificios viejos e inseguros para sustituirlos por nuevos en el mismo terreno, pero eso sólo es válido cuando no hay más terreno y éste, amigo mío, es un país baldío.
—Lectura desafortunada de «Rebelión en la granja» de Orwell.
—Ojalá sólo fuera una lectura desafortunada, mi querido amigo. Ahora me despido porque voy a seguir estudiando la basura para tratar de entender esta cultura.
Como si estuviera en un ascensor, mi amigo Godot se fue hundiendo entre los desechos hasta que sólo quedó en la superficie su sombrero y los binoculares por los que supongo seguiría su observación del "pueblo al revés".
Continué mi caminata hasta darme cuenta que no iba a ningún lado y regresé a casa sumido en cálculos imposibles: ¿cuánto tiempo nos pasamos caminando hacia ninguna parte?

Ciudad Ojeda (2) Sobre el anti-ciudadano del mundo

EL ANTI-CIUDADANO MUNDIAL

En el fondo siempre sospeché que en mi búsqueda del «ciudadano del mundo» encontraría primero su antítesis: el «anti-ciudadano mundial». Este asunto de encontrarse primero con lo opuesto es usual en las búsquedas. Ya me había sucedido, por ejemplo, que al buscar la pareja de mi vida me encontrara primero (y en repetidas ocasiones) con la pareja de la vida de otro.
En el estado Zulia de Venezuela encontré un gentilicio con la capacidad de dar la espalda al mundo. Personas ajenas a los conflictos de la humanidad. Una idiosincrasia de vivir «aparte», que les permite ver el calentamiento global, el pensamiento verde, la conservación ambiental, como intereses ajenos originarios de «otras partes». Este gentilicio ha desarrollado la habilidad de aislarse del interés común como si la humanidad perteneciera a otra especie lejana geográfica y genéticamente. Este egoísta linaje zuliano logra vivir desentendido de los lenguajes universales, no sabe y no le interesa saber sobre capas de ozono, o especies en extinción, o reciclaje de la basura, y por ello viven en islas personales en las que ya no hay iguanas porque las matan en período de reproducción para comerse sus huevos, y donde cualquier suelo es bueno para tirar la lata o el vaso de plástico. 
(En el estado Zulia se acostumbra a comer iguana. La época preferida para cazarlas es el mes de enero porque las iguanas están cargadas de huevos (enhuevadas). Mi amigo Godot se encontró con un lugareño que le comentó que ya no se conseguían iguanas. Godot le preguntó «¿Por qué enero es el mes preferido para cazarlas?» A lo cual el lugareño respondió «en enero las iguanas están enhuevadas. Lo huevos son lo más sabroso». A esto mi amigo Godot responde «¡Qué astutos! ¡Váyase a saber por qué escasean!». El lugareño asiente con resignación ante el comentario de Godot «¡Sí, es un misterio de Dios!».)
Resulta entendible (aunque pueda parecer paradójico) que este tipo de carácter tenga la predisposición a ser demagógico criticando al vecino de la izquierda que le tira la basura en su patio, al tiempo que ellos mismos tiran sus desperdicios al patio del vecino de la derecha. Cada quien se deshace de su inmundicia arrojándosela al otro. Y se gritan «¡Sucio! ¡Cochino!» unos a otros desde la más alta cima de su pocilga.
Pero no se crea que lograr tal aislamiento egoísta sea cosa fácil o gratuita. Tal actitud implica grandes esfuerzos y entre ellos el primero es el de no tener juicio propio sobre cosa alguna de carácter social. Temas como el derecho a la eutanasia, la protección ambiental, la ley de desarme, el aborto, los derechos de los homosexuales, la legalización de la marihuana, Greenpeace, son tabúes que no se tocan y que si llegan a encontrárselos de frente, cada quien estará dispuesto a defender su posición de no tener posición vociferando al viento «ya todo está escrito en la Biblia y si no lo está debería estarlo, en fin, no es mi problema» (esta gente cree en un dios responsable de cuanto pasa, un dios-chivo-expiatorio).
El anti-ciudadano del mundo asegura que los otros (la humanidad) están puestos en el mundo para hacer lo que él no hace. Es por ello que se siente con todo derecho a echar la basura donde le plazca porque «ya habrá alguien que la recoja». El anti-ciudadano del mundo se siente con derecho de comerse cualquier animal por más amenazado de extinción que se encuentre porque piensa «ya deben haber muchos que no se lo comen e impidan que se extingan». El anti-ciudadano del mundo supone que en «alguna otra parte» alguien se encargará de reproducir las iguanas (en probeta) mientras él las mata en su época de reproducción para comerse los huevos. En «alguna otra parte» alguien debe estar limpiando el océano para que siga siendo azul y por ello él puede limpiar el motor de la lancha con gasolina en la playa, o echar al lago de Maracaibo el kerosén con el que limpian las gabarras petroleras, al tiempo que, desde tierra, se echan al mismo lago todas las aguas cloacales, y todo esto sin resquemor alguno de conciencia porque piensan «ya se encargarán los gringos de otra parte de descontaminar la mierda antes de que les llegue al cuello».

Pero no sólo los excrementos del anti-ciudadano del mundo afectan a la humanidad. La falta de empatía (no me cansaré nunca de repetirlo) es el enemigo número uno de la humanidad, no tanto porque el egoísta no se ponga en los zapatos del otro sino porque piensa que el otro sólo existe para servirle de zapatero a él. Y en este gentilicio del que hablo, el ejemplo más resaltante (por devastador) de amenaza al mundo es que siendo un pueblo que vive del petróleo además cree que le hace un favor vendiéndoselo, y, a veces, hasta se jactan de benefactores de la humanidad haciéndose los desentendidos cuando se les quiere hacer ver que la extracción del petróleo les cuesta 12 dólares por barril y lo venden a 100 dólares, o sea, con 833% de ganancia. Los países petroleros como Venezuela son los primeros generadores de pobreza en el mundo. Usureros todos. Pero es imposible que este gentilicio examine su conciencia porque el pobre que muere de frío en invierno por el prohibitivo costo de la calefacción a petróleo, o quien muere de hambre en el mundo por el encarecimiento de la comida debido al gasto energético, ese pobre muere en «otra parte» y no es su problema.
Tal vez sea lo anteriormente dicho la razón por la cual este gentilicio profesa el egoísmo que le transforma en anti-ciudadano del mundo. Tal vez sea su manera de escabullir su responsabilidad criminal. Y ahora que lo pienso, no deja de ser posible que en el fondo estos anti-ciudadanos del mundo escondan el secreto anhelo de abrazarse con el resto de la humanidad y sentirse parte del impulso que mueve la rueda del mundo, es muy posible que por las noches sueñen con ser Nelson Mandela, Gandhi o miembros de Médicos sin frontera, pero al despertar no pueden eludir la necesidad de vestirse de anti-ciudadanos del mundo para deshacerse de su auto-conciencia de criminalidad.
Siendo el «ciudadano del mundo» el prototipo de un ser empático, alegre y feliz; su antítesis «el anti-ciudadano del mundo» no podría sino ser egoísta, triste e infeliz. ¡Si! ¡Ahora estoy seguro! El anti-ciudadano del mundo debe soñar (en secreto) con ser lo que no es.

Mario Fattorello, hacer la cruz

Ciudad Ojeda (3). La ciudad más fea del mundo. O sobre la afasia simbólica.

Pensando...Mario FattorelloAFASIA SIMBÓLICA

Erase una vez una ciudad llamada Ojeda en donde las cosas simbolizaban otras. Nada era en sí mismo nada particular, porque todo podía ser otro todo. Un huevo podía significar desayuno, o simbolizar la Rusia de Fabergé, o una reina calva o Cristóbal Colón; el número 1 significaba el primero, el único, o la soledad, o el lunes o el yo. Nada era en sí mismo, todo se desbordaba y trascendía de si, efervescente, incontenible, dispuesto a ser lo que necesitáramos que fuera. Hasta que, para la ciudad, el mundo se detuvo. Y la ciudad enfermó de melancolía, y la melancolía la llevó a la muerte, y los cuerpos se contrajeron, y el huevo fue de la gallina, y el uno fue un número, y al morir los signos y símbolos murió el arte y con él la magia, y la vida perdió todo color quedando reducida a escala de grises, y cada cosa fue la cosa misma, sólo eso y nada más.
Los primeros síntomas de la enfermedad que terminaría necrosando a la ciudad comenzaron con la afasia simbólica.
En una hemorragia se fue perdiendo el sentido, los elementos se vaciaron de su plasma simbólico, de su alma de signo y dejaron de significar otras cosas. La historia clínica cuenta que en ese momento se perdió el encanto simbólico de cuando el día lunes significaba esperanza de alcanzar una meta, el martes hacía honor al dios de la guerra y era el día de la lucha por alcanzar la victoria, el miércoles representaba la mitad del camino, el jueves era la antesala de la celebración del guerrero victorioso, el viernes representaba la celebración del justo (independientemente de cómo hubiera sido la semana), el sábado era la guinda del helado y el domingo simbolizaba el armisticio y la reflexión. La enfermedad hizo que cada día de la semana significara lo mismo y la gente dejó de recordar el calendario. Desde ese día la agenda sólo tendría una anotación repetida todos y cada uno de sus días: «lo mismo».
Otro de los síntomas de esta afasia simbólica es la sequía degenerativa y acumulativa del corazón. Las arrugas mutaron en grietas y desapareció la lozanía del deseo para dar paso a la opaca obligación de soportar, soportar, resistir, soportar. Ojeda pasó a ser una ciudad sin signos. Al perderse los signos desaparece el futuro y el pasado cobra solidez de palabra escrita, perdiendo la capacidad de ser redecorado por el arte mágico con que la memoria embellece los recuerdos, y así también desaparece el alivio del melancólico que ya no puede ni siquiera refugiarse en decir que todo tiempo pasado fue mejor. Y en este callejón sin salida sólo queda el tiempo presente que siempre es lo mismo y en su inmovilidad se vuelve piedra y polvo será.

LA CIUDAD MÁS FEA DEL MUNDO

Si no existe algo así como un premio Pulitzer a la ciudad más fea del mundo entonces los ediles de Ciudad Ojeda están desquiciados, porque sólo si están compitiendo por el galardón coge sentido la intención destructiva que mantienen contra esta pobre ciudad.
Los forasteros que visitan al tercer mundo, miran a su gente, a su trastornado urbanismo con ojos que parecen decir «¡Perdónalos Dios, no saben lo que hacen!».
Pero en Ciudad Ojeda, quien observe con más detenimiento se da cuenta que no es inocencia sino maldad perversa la que mueve los hilos de este desquiciado funeral de ciudad.
Actualmente en Ciudad Ojeda llegó la última herramienta de la mala intención: el cinismo. Los ediles se burlan de la gente con placer morboso, se le ríen en la cara como los villanos de películas de tercera que planifican destruir el mundo sobándose las manos y carcajeándose con risa patán. Resulta que mientras destruyen calles, rompen sobre lo roto, alientan a la policía corrupta, aumenta el hampa obligando a la gente a encerrarse en su casa al atardecer; mientras los asesinatos por robo están a la orden del día y la gente por la calle camina con actitud paranoica cuidándose las espaldas, todos con semblante de desconfianza porque además de los atracos y los robos, los secuestros dejaron de ser temor exclusivo de ricos para volverse endémicos a través del “Secuestro Express” (modalidad en la que lo raptores se conforman con reclamar el sueldo del mes del padre de familia como rescate), mientras pasa todo esto, en una de las entradas principales a la ciudad el gobierno colocó una pancarta gigante que muestra la foto del alcalde sonriente con el sarcástico lema: "Ciudad Ojeda, el lugar IDEAL para vivir". Y en otra de las entradas en un letrero idéntico el lema dice: "Ciudad Ojeda, el lugar seguro para ti". Definitivamente, la mala intención ha sobrepasado sus límites, pasando a ser cinismo patológico.
Ciudad Ojeda, la ciudad más fea del mundo, ¿IDEAL? ¡CÍNICOS!
¡Cínicos!
Muchos piensan que tercer mundo significa llegar tres veces más tarde que los demás, pero, si el “llegadero” es la muerte, estos pueblos parecen estar más bien tres veces más adelantados (vivir aquí favorece una muerte precoz al estrellarse por caer en un hueco en medio de una avenida o por una bala delincuente).  Y sin embargo hay todavía más, la miseria no acaba allí, porque la muerte, la desaparición física, pudiera representar el descanso, la paz, o la resurrección al estilo fénix, pero en el caso de estos pueblos les espera una muerte de zombies, porque además les caracteriza una tozudez sin límite, por ejemplo: cuando una casucha construida sobre una ladera es arrasada por un alud de barro en época de lluvia, los sobrevivientes la vuelven a construir, apenas sale el sol, en el mismo lugar y encima de los cadáveres de quienes quedaron sepultados en el fango. La tozudez no es inocencia sino prepotencia a ultranza.
Y he aquí que entramos al ámbito de lo particular de nuestros pueblos: la «prepotencia a ultranza». Este síntoma lo traduzco lingüísticamente en una respuesta automática que representa al tozudo: «¡Ajá! ¿Y qué?»
Si le explicamos a alguien que no debiera haber tirado el vaso de plástico al piso, recibiremos un «¡Ajá! ¿Y qué?». Después de esa respuesta lo mejor es seguir camino, porque insistir pudiera ser peligroso, el individuo en cuestión pudiera sentirse ofendido (es otro síntoma de los tozudos: se ofenden si alguien les muestra un error, si reciben un consejo, si le sugieren una actitud más provechosa o si alguien se atreve a tratar de enseñarle una forma diferente de comportarse que vaya en beneficio de todos), y después del  «¡Ajá! ¿Y qué?» vendría un «¿Y quien te crees tú? ¡Estas buscando lo que no se te perdió!». La violencia es todo el argumento de la prepotencia a ultranza.
Tengo años diciendo que a estos pueblos (y me refiero en especial al zuliano), no le falta educación como muchos sostienen, sino que le sobra "mala" educación. No es difícil aprender algo nuevo, lo difícil es desaprender lo viejo, y nada se le puede enseñar a quien no quiere aprender. Los optimistas aseguran que «loro viejo aprende a hablar», los pesimistas dicen que «loro viejo no aprende a hablar»; los realistas aseguramos que «viejo o joven el loro hablará si quiere aprender».
Mientras tanto, mientras siempre, Ciudad Ojeda parece que seguirá esperando que abran el Premio a la ciudad más fea e inhóspita del mundo, o, por lo menos, que le otorguen el reconocimiento de “Patrimonio (de lo invivible) para la humanidad”.

VIVIR ERA OTRA COSA

Aquella Ciudad Ojeda en la que con un poco de magia (de la que suele sobrar en el Caribe) se podía pasar por alto las incomodidades del clima, la negligencia de los servicios públicos, las consecuencia propias de un pueblo petrolero con su cultura de campamento temporal; aquella Ciudad Ojeda pluricultural, con tantos forasteros como autóctonos (¿se puede hablar de autóctonos en un asentamiento petrolero que en aquel entonces tendría 70 años de fundado?), una ciudad de plumas de pavo real, que todavía irradiaba el brillo del «Boom Petrolero» del primer cuarto de siglo veinte, aquella ciudad de pronto empezó a declinar, y nadie parecía darse cuenta o a nadie parecía importarle, hasta que desapareció y lo que queda en su lugar es otra cosa, algo sin nombre que ni siquiera pudiera llamarse fósil de lo que fue porque no guarda relación con su pasado, como si el ADN original se hubiera alterado, lo cierto es que esta cosa que queda no tiene, o peor, no le interesa tener posibilidad de volver a ser lo que fue.
La falla no estuvo en la época, no tuvo que ver ni con el tiempo ni con el lugar, el falseo no estuvo en la música ni en sus instrumentos sino en sus intérpretes. Y así los comercios fueron perdiendo su característica de servicio para trasformarse en un «sálvese quien pueda», ya nadie daba las «gracias por su compra» detrás del mostrador; y todos comenzaron a esperar que le agradecieran para devolver la cortesía, y esperando se fueron quedando atrás el buen humor y las buenas costumbres, y «las gracias», los «por favor», los «buenos días», los «disculpe» fueron irreparablemente sustituidas por las maldiciones, y tanto se maldice algo que termina maldito. Ciudad Ojeda no es ni siquiera el recuerdo de lo que fue, es apenas un resabio amargo sin memoria, tan inmerso en la calamidad diaria que cada día se olvida de ayer.
Y llegó el momento en que en ese lugar ya no era posible sobrevivir. Todo se venía abajo sin importarle a nadie.
La gente, toda, detestaba trabajar porque el trabajo es llevadero cuando se siente que con él se mueve la rueda del futuro y cuando una ciudad se estanca la primera parte que se marchita es el futuro, esto pudiera hacer pensar que las ánimas en pena de Ojeda desearan intensamente la llegada del viernes, del fin de semana, pero los deseos de llegar al viernes con ánimos de celebrar los logros de la semana desaparecieron porque el sábado y el domingo se volvieron rutina de no hacer nada encerrados en casa, y no podía ser de otra manera ya que las calles estaban tomadas por el hampa (virus mortal que prolifera en la podredumbre del cadáver de la esperanza). Así la gente comenzó a odiar tanto su trabajo como el tiempo libre y empezó la desesperación de no saber qué desear, cada sábado deseaban que fuera lunes, cada lunes deseaban que fuera sábado, la monotonía alcanzó entonces su cenit, el electrocardiógrafo del pueblo marcaba una línea recta, sin sístoles ni diástoles que pulsaran esperanza alguna de entusiasmo vital: el pueblo había muerto y de esto hace años, pero parece que falta mucho aún para que la gente se entere de su fallecimiento. Este es el único fósil poético que aún se puede exhumar en Ciudad Ojeda: la semejanza lejana con el Pedro Páramo de Rulfo, el pueblo de fantasmas que se hacen los desentendidos de estar muertos. El gentilicio de Ciudad Ojeda demostró poca resistencia a morir, dejando al descubierto su gran capacidad de desentendimiento, su falta de espejo, de reflejo, de verse a sí mismo en su funeral, ni cuenta se dieron cuando estaban agonizantes y, ya muertos, pues era simple cosa de mirar a otra parte y, aunque los ojos se les hayan podrido, con el rabillo de la testarudez lo siguen haciendo, siguen mirando hacia otra parte. Una característica básica de los zombies es que no tienen conciencia de serlo. Y así Ojeda comenzó a ser un pueblo de Zombies desentendidos.
El vandalismo desanimaba cualquier tipo de esperanza, mejora o ánimo de progreso, tan pronto como se colocaba un cable para el alumbrado, una casilla de correo o una cañería nueva, era dañada o robada. Asaltaban a la gente mientras abría el portón de su casa, encañonaban con pistolas de película a las personas mientras se subían al auto o en sus camas mientras soñaban con vivir en otra parte, más que pocos murieron del susto al despertarse por el frío del cañón de la pistola en la frente. Salir era cosa de animales, porque la paranoia es normal entre los animales, estar alerta es la condición natural de la selva. Y pensar que las ciudades fueron planificadas bajo la promesa de dar seguridad. La promesa fracasó. Los  hampones en bicicleta arrancaban de un manotazo las bolsas a las señoras y las cadenas del cuello a los desprevenidos que dejaron el pellejo allí mismo por desangrarse con la yugular cercenada. La delincuencia era una lluvia de palos y piedras. Rompían las ventanas, destrozaban los teléfonos públicos, las vitrinas de los negocios, los jardines de quien se atrevía a sembrar algo. Y todo pasillo se volvió antro de drogas. Las verjas fueron perdiendo los barrotes para ser usados como lanza o palanca, la guerra se declaró de uñas y dientes, de palos y pedradas, de que nadie saldrá vivo de aquí, de que no tomaremos prisioneros ni habrá banqueta de plaza que quede parada, las tapaderas de las alcantarillas eran robadas para venderlas como chatarra. Y la gente ya no bebía agua. Los tanques de agua de las casas y los edificios amanecían hechos letrina o depósitos de cadáveres, hubo casos de quien bebiera las últimas supuraciones de sus seres queridos que, por cierto, nada tiene de parecido a la comunión con la hostia y el vino que simbolizan la carne y sangre del cadáver de Cristo. La iglesia nada pudo hacer contra la blasfemia, a ella también la desvalijaron y los curas, aunque se habían dado cuenta hace tiempo de la ineficacia de sus oraciones, tuvieron que reconocerlo por primera vez en acto público pidiendo a las autoridades que pusieran freno al demonio ante el que el mismo Dios tiraba la toalla. Pero no hubo súplica ni destinatario que valiera. Siguieron incendiando los setos de las plazas y robando cables y desmantelando alcantarillas Siguió el asesinato por capricho en ese empeño de los vándalos por demostrar que son más dueños de la vida que el mismo destino. Y así llegamos a la falta de fe absoluta, al sinsentido. La gente desesperada quiso irse, empezar en otra parte, en otra ciudad, con otra gente y tal vez con otro credo. A nadie importaba el nombre de Dios con tal de que fuera bueno y por sobre todo fuera policía. La gente fantaseaba con empezar de nuevo en otro lugar con las cosas que pudieran llevarse. Trataron de vender las propiedades, pero nadie compraba nada, no había comprador para la miseria, y la gente tuvo que resignarse a vivir como muertos o morir del todo para intentar renacer en otra parte, y así los edificios se fueron vaciando y deteriorando por la peor de todas las desidias: la ausencia.
Hoy la ciudad parece haber sobrevivido a una catástrofe, a un cataclismo, Ciudad Ojeda parece las ruinas de una imitación barata de Pompeya, los restos de un saqueo barbárico. Restos del paso de Atila. Calles grises y desoladas, basura apilada en cualquier sitio, objetos abandonados, gente abandonada, indigentes, enjambres de moscas verdes, gusaneras, un infierno terrenal con mucho calor para la fermentación, y cada vez más caliente sin la sombra de los árboles que han sido cortados, y de los techos de antaño, ahora desvencijados, cada vez con más zamuros revoloteando en el cielo o posados en las antenas esperando “la hora de la carroña” que su olfato pronostica. Y a lo lejos, al final de la calle, muy de vez en cuando, un soplo de brisa perdida remueve un cartel de la alcaldía que reza: «Ciudad Ojeda, el lugar ideal para vivir».
Si el cinismo pasa desapercibido quiere decir que no entendemos nada. 
A veces, como hoy, me asomo a la ventana y me quedo contemplando el desolado panorama, una mujer muy gorda con ajustados pantalones de plástico verde fosforescente vende pequeños platitos de plástico con mango verde y sal «¡Viagra, la Viagra!» vocea con tono de esclavo de varios siglos atrás. A media cuadra el mendigo esquizofrénico que vive en la casilla de basura del edificio está quieto en su función catatónica del día, quieto, completamente quieto mira al cielo como implorando que Dios se apiade de él y…mate a todos los demás.
Ya nadie, de los que siguen creyéndose sanos y productivos, saben de dónde sacan fuerzas y ganas para levantarse cada mañana para ir a trabajar. No sólo se trata de lo peligroso (al despertarse se suele ser más optimista y se olvida al familiar o amigo que ha sido víctima del hampa), sino  de lo deprimente y aburrido que se ha vuelto la existencia. La desgracia personal ha sustituido las tertulias literarias, «¡a buena hora!» pensarán algunos, «ya no se habla estupideces, más real que esto, pues nada».
Y cada quien pretende protegerse de lo inevitable con lo que tiene a la mano, los que pueden pagan guardaespaldas a sabiendas que el 80% de los secuestros tienen complicidad con los guardaespaldas, los que se creen muy listos cargan un arma y se desentienden de la estadística de que el 50% de los muertos son asesinados con la misma arma que portaban, otros salen con una llave inglesa en el maletín, o con un puñal en el calcetín, pero lo unánimemente cierto es que todos hemos olvidado, que existía un tiempo y un lugar donde vivir era otra cosa...

Y...HASTA MORIR ERA OTRA COSA (el cementerio más feo del mundo)

Si vivir en Ciudad Ojeda se ha vuelto miserable, morir en Ciudad Ojeda es vergonzoso. Al entrar a su cementerio nos invade una sensación de indigencia, de que en aquel lugar sólo pueda reseñarse un paso por la vida sin pena ni gloria. Y tal vez, sólo tal vez, sea esta imagen pusilánime la que en retrospectiva alimenta la indolencia de la ciudad, con un camposanto tan blasfemo pareciera que no hay logros en la vida que pudieran sobrevivir al desencanto final de este cementerio deplorable, irrespetuoso en todos los sentidos, más feo que la muerte misma, árido, desvencijado, con la cerca caída, poco se diferencia de una fosa común de desastre natural, invadido por los sin techo, guarida de malvivientes de toda índole, un cementerio donde los entierros se hacen en la hora de más calor para evitar que el atardecer facilite las fechorías de los delincuentes dispuestos a asaltar a los deudos que dan el último adiós a sus seres queridos. La peor delincuencia es la que se nutre del dolor ajeno. Y delincuentes somos todos por permitir esto, cómplices del mal vivir y el mal morir. 
Mario Fattorello...uno y el otro...
FINAL
Pero ahora que me acerco al punto final de este lamento nostálgico, creo darme cuenta que tal vez la ciudad nunca cambió, que todo ha sido un error mío, que esta Ojeda siempre ha sido así y que la de mis recuerdos es otra ciudad. Creo estarme dando cuenta que he pensado en dos ciudades distintas que por casualidad se llaman igual. O tal vez, me haya equivocado de persona, que el Mario que vivió en Ojeda hace años no es el mismo que describe la ciudad actual, tal vez sean dos personas diferentes que casualmente se llaman igual, en este caso el problema es saber cuál de los dos está escribiendo esto. Y ahora que lo pienso mejor, puede que sea usted el que se equivoca creyendo haber conocido dos ciudades o dos Marios y se está inventando una historia para ignorar su insomnio, o su aburrimiento o su soledad…, en cualquier caso para olvidar una realidad que ya no se parece a lo que era.