sábado, 27 de noviembre de 2010

Consulta Portátil de Psicología en Buenos Aires (4) La teoría de las ventanas rotas

La teoría de las ventanas rotas

En las ciudades como en el
vidrio, una raja agrieta el resto
«Consideren un edificio con una ventana rota. Si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio, y si está abandonado, es posible que sea ocupado por ellos o que prendan fuegos adentro».
El libro de George L. Kelling y Catherine Coles sobre «La teoría de las ventanas rotas» se fundamenta en la anterior consideración. Pero a su vez, esa consideración se basa en un experimento que realizó Philip Zimbardo, psicólogo de la Universidad de Stanford en 1969:
1. Abandonó un coche en un barrio pobre, en el Bronx de Nueva York, sin placas de matrícula y las puertas abiertas para estudiar qué ocurría. A los 10 minutos empezaron a robar sus componentes. A los tres días no quedaba nada de valor. Luego empezaron a destrozarlo.
2. Abandonó otro coche en las mismas condiciones en un barrio acaudalado de Palo Alto, California. No pasó nada. Durante una semana el coche siguió intacto. Entonces, el psicólogo dio martillazos a la carrocería y esto actuó como señal vandálica para los virtuosos ciudadanos de Palo Alto, porque a las pocas horas el coche estaba tan destrozado como el del Bronx.

Mis propias ventanas rotas
Una ventana rota es
una señal para los vándalos
Recuerdo la fascinación que nos producía en la infancia a mis primos y a mi ver estallar el vidrio de las botellas bajo el proyectil lanzado con nuestras hondas de hule, y el non plus ultra del goce se obtenía al disparar y reventar los cristales de las ventanas. Pero nuestra estricta formación cívica jamás nos habría permitido apuntar a la ventana de una casa. Sin embargo, las veces que en nuestras peregrinaciones de cazadores furtivos por los terrenos baldíos del pueblo encontrábamos alguna edificación abandonada con alguna ventana rota, inmediatamente éramos seducidos por el llamado casi místico a terminar de romper el resto, recuerdo que era una sensación tajante como un imperativo categórico, y el ritual que seguía era siempre el mismo: nos mirábamos los unos a los otros para acordar el procedimiento, luego, hinchados de valor y decisión firme, cargábamos nuestras hondas con sendas piedras y disparábamos como si fuéramos soldados en el frente de batalla cumpliendo con un heroico juramento. Sí, eso era lo que sentía: que un invisible general de tres soles nos había dado una orden y nosotros cumplíamos nuestro deber: no dejar un solo vidrio en pie.
“La teoría de las ventanas rotas” nos alerta sobre la influencia del medio en nuestro comportamiento. Una acera sucia nos incita a olvidar la convicción de cuidar el ambiente de la misma manera que participar en un grupo de gente risueña nos invita a reír y un ambiente melancólico nos pone tristes. ¿Es simple mimetismo? ¿Simple contagio? NÓ, seguro que no. Recibimos señales, avisos y hasta órdenes del ambiente. Cuando entramos a una casa engalanada de blanco, con muebles de revista de decoración, los muebles nos dicen: «¡Mírame y no me toques!» Mientras que si entramos a un baño sucio no sólo nos desmerece cualquier cuidado por dejar alguna gota de agua regada sino que, de alguna manera, colaboramos a ensuciarlo más como si el baño nos estuviera ordenando: «¡Ensúciame!» A este fenómeno me refiero cuando critico los grupos de melancólicos, las asociaciones de gente que ha tenido pérdidas y se agrupa formando agrupaciones al estilo “Mujeres divorciadas” o “Deudos del VIH”, porque la matemática más simple nos alerta que el resultado final será el desaliento elevado exponencialmente a la cantidad de sus miembros.
El ambiente nos habla, nos dice cómo comportarnos, nos dirige, nos manda. No se trata de que sólo nos de permiso para tal o cual cosa sino que ¡nos comanda! ¡Dime en que estado está lo que te rodea y te diré cómo actuarás!

Ciudades Frágiles
Las ciudades latinoamericanas son particularmente frágiles, un político, un decreto, un sindicato, una agrupación vandálica, un simple mal hábito, es suficiente para astillarlas de muerte.
Buenos Aires es un ejemplo de la fragilidad urbana. La otrora Capital de Latinoamérica en pocos años ha cambiado el semblante: indigentes, basura, aceras rotas, autos y buses descarburados, contaminación deliberada, y mendigos, muchos mendigos, muchísimos mendigos ¡demasiados mendigos! Caminar por sus calles me rememoró continuamente la fábrica de mendicantes de “El callejón de los milagros” de Naguib Mahfuz. Y, al anochecer, Buenos Aires se transforma en un gran basurero, los “cartoneros” (personas que se dedican a la recolección y venta de cartones y metales para reciclaje y que están respaldados por un grupo mafioso) rompen las bolsas de basura y dejan las calles regadas de desperdicios que el viendo y los autos desparraman por dondequiera. De verdad que la cosa es tan triste que la tristeza desplaza y empequeñece la otrora melancolía romántica del tango (sí, ya ni la nostalgia del tango es igual, la avidez por chupar la billetera de los turistas lo ha despojado de su mística).
Los cartoneros riegan la basura,
el sucio genera más sucio
Y ni hablar de que en la ciudad del los cafés y los bistrós la salubridad pública brilla por su ausencia, unos años atrás se podía comer en cualquier restaurante confiando en la higiene porque parecía que todos los porteños siguieran el mismo patrón de mi madre: «pobres pero limpios». No, nada de eso, ahora (agosto del 2010) los bares y restaurantes de clase media, las fondas y tabernas cotidianas han sucumbido a la desidia y distan mucho de ser higiénicamente confiables, con cocinas sucias y pisos mugrientos con baños destrozados e infuncionales tapizados de melaza de orín resecado. Hoy Buenos Aires es smog, ruido, sucio, basura, mendigos y cartoneros que transforman la melancolía romántica de antaño en simple desaliento. La ciudad se está quebrando, la extrema vulnerabilidad de su equilibrio está cayendo bajo «el efecto de las ventanas rotas» (contagio de las conductas inmorales o incívicas), lo que hace que la altanería porteña que antes era tolerada por los foráneos por considerarla una curiosa particularidad de su idiosincrasia, ahora se vea ridícula: «se están hundiendo con la nariz respingada».

Cercos y controles represivos: inocentes intentos de rellenar
los vacíos políticos y de conciencia ciudadana
Los organismos encargados de la limpieza y el orden hacen lo inhumano, me consta, pero ninguna ciudad puede soportar el peso de la falta de conciencia ciudadana.
Un taxista, enojado por el embotellamiento causado por piqueteros (los piqueteros son mercenarios de la protesta de calle) que trancaban la Av. 9 de Julio, exclamó con rabia (sin saber de mi relación con Venezuela) «¡Es que ahora somos todos chavistas!».

Los "piqueteros" mercenarios urbanos de la infelicidad.
Y si, parece cierto, en los tres años que falto de Buenos Aires pareciera que hubiese pasado el mismo vendaval que vi llevarse lo poco de buen vivir que quedaba en Venezuela, tal vez esa sea la causa principal del desafuero: la transvaloración de los valores que gira por Latinoamérica con la desquiciada intención de cambiar la pobreza, pero no eliminándola sino dándole un nuevo estatus: «si todos embasuramos, si todos escupimos en el piso, si todos enfermamos de amibiasis si a todos nos da dengue y mal de Chagas ya la pobreza no se notará». Tentación de ventanas rotas.

Buenos Aires, ciudad frágil, no permitas que te cambien del todo el significado del estribillo: “Mi Buenos Aires querido ¿Cuándo te volveré a ver?...

BUENOS AIRES, CIUDAD DE CIELOS AMBIVALENTES (vídeo)


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