viernes, 16 de abril de 2010

Consulta Portátil en Barcelona (1) Las estatuas vivientes

Barcelona no es Barcelona sin las Ramblas. Las Ramblas no son las Ramblas sin las estatuas vivientes. Los viandantes, catalanes o forasteros, caminan mirando a todos lados para no perderse los maniquíes vivientes que hacen parte de la arquitectura local. Las hay ataviadas como Venus de Mileto con el torso pintado de blanco o totalmente cubiertas con paños como frailes mendicantes, de estilo bizantino o esperpénticas, a lo Beckett o renacentistas, maquilladas o con máscaras, solas o con aditivos como la que esta sentada en el váter.
¿Qué nos dicen estas personas que esperan una recompensa por hacer de estatuas? Mirándolas al pasar, pareciera que el merito o lo interesante, está en sus atuendos, en su maquillaje, en su ocurrencia, en su atrevimiento, y la recompensa (unas monedas que la gente va dejando en el sombrero o la escudilla aposta) es un reconocimiento al decorado, al vestuario, al maquillaje, a veces hasta a la escenografía.
Pero si nos detenemos a verlas a cierta distancia, el campo visual va incluyendo dentro del cuadro a los espectadores. Estoy haciendo la prueba, a unos diez metros enfoco la escena y veo cómo los viandantes, al detectarlas, aminoran el paso, lentifican su marcha, y algunos se detienen ante la estatua viviente que representa una insólita figura, entre ángel y demonio, envuelta en paños pintados de bronce envejecido, con protuberancias y deformaciones que dan la idea de corrupción y óxido, la efigie se abre en dos alas extendidas, amplias, en parte de ave y en parte de murciélago. Tal vez el elemento más sugestivo sea el cuerpo del maniquí viviente que soporta toda la parafernalia sobrenatural, es un cuerpo chiquito, diría que de un enano. La cabeza grande y los ojos de mirada firme sin reflejo de inseguridad alguna, revelan que lo que pensé que pudiera ser un niño, es en realidad un adulto pequeño.
Sigo observando y veo que algunos pocos dejan unas monedas, la mayoría opta por la tacañería, algunos se están más tiempo que otros, hay quien saca fotos, quien se acerca a tocar la estatua y quien se asegura de mantener la distancia con aquel portento sobrenatural, pero al final, todos, absolutamente todos, son sacudidos por un mismo impulso que los sobresalta, como si de pronto las manecillas del reloj hubieran vuelto a moverse después de un pequeño descanso, y volviendo a tener conciencia del pasar del tiempo, arrancan con renovada ligereza, y aceleran para recuperar el tiempo perdido. Los sigo con la mirada y son contados los que vuelven a detenerse ante la próxima estatua. Me parece adivinar que los que andan solos piensan, y los que van acompañados le dicen al otro: «Es tarde, apuremos…»
Vuelvo a concentrarme en la estatua elegida para mi observación y vuelvo a preguntarme ¿Qué nos dicen estas personas que esperan una recompensa por estarse quietas? ¿Qué identificación está logrando el espectador?
En la ciudad de Gaudí no debiera ser el valor estético lo que haga tan significativas estas estatuas, al contrario, Barcelona es una ciudad para el síndrome de Stendhal (el síndrome de Stendhal es una enfermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a una sobredosis de belleza artística, pinturas y obras maestras del arte). Pensando esto se me revela lo evidente (ya sabemos que lo evidente suele ocultarse detrás de su obviedad) y el panorama coge otro valor, y se me ocurre que las monedas recompensan otra cosa:
¡Estarse quieta! ¡Sí!, ¡lo asombroso es su quietud!
Las estatuas representan esa quietud que todos añoran. En las grandes ciudades la quietud es una reminiscencia de utopías pasadas, en las ciudades ya no se duerme la siesta, el citadino clásico no se puede estar quieto ni siquiera después de la cena mientras hace la digestión en el sillón de la sala, porque la tentación de hacer zap-zap con el control remoto del televisor no lo deja. No hay tiempo para detenerse, todo va tan inexorablemente rápido.
El arte es siempre una creación de una realidad alternativa. Y en ese sentido toda obra artística es un delirio (realidad paralela), y « la lentitud» o « la parada» para el citadino de hoy es un delirio tan extraordinario como «El grito» de Munch. Por ello es tan artística la representación viviente de lo estático como la sorpresa del espectador, son «fondo y forma» inseparables: el arte callejero involucra al viandante en la obra. No dudo de que el arte en la calle (¿o debiera mejor decir «la calle en el arte»?) es cómplice de que Barcelona haya sido y sea «parada» obligatoria de tantos artistas.
Sigo mirando a los espectadores y otorgándome licencia telepática imagino lo que están pensando:
—¡Ganarse la vida estándose quieto! ¡Vaya una delicia! —Parece gritar con asombro una neurona de alguien del público (una de esas neuronas que guardan recuerdos de otras épocas más calmadas, de las memorias infantiles o hasta de la memoria colectiva paleolítica, situaciones que en común tienen la falta de prisa).
—¡Y vamos, contribuyamos con esta bella fantasía, démosle dos euros y sigamos a lo nuestro!
Pero tal vez la identificación vaya mas allá, tal vez no esté admirando la nostálgica quietud que ya no puede permitirse, tal vez no sea esa fantasía perezosa el motivo principal del asombro, sino algo más pavoroso aún, reconocer que, aunque pudiera, ya no «quisiera» detenerse, porque lo atraparían quien sabe qué pensamientos. Moverse, ocuparse, es una forma de evadir el ensimismamiento.
De inmejorable manera lo define Kundera:
« Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido. Evoquemos una situación de lo más trivial: un hombre camina por la calle. De pronto, quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese momento, mecánicamente, afloja el paso. Por lo contrario, alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aún demasiado cercano a él.
En matemática existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido
(Milan Kundera. La Lentitud. Tusquets editores. Pag 47 y 48)
—¡Per Déu! ¿Qué pensará este hombre medio ángel y medio diablo durante toda esa quietud? ¡Que tormento! ¡Démosle una moneda, se la merece el pobre!

¿Rendí la idea? Espero que sí, porque ya le he dedicado bastante tiempo a esto de las estatuas vivientes, tengo mil cosas pendientes. Iba a escribir más sobre Barcelona, pero lo dividiré en capítulos, lo que pasa es que uno nunca sabe cuando le va a salir un inconveniente (y por eso los llamamos así), supongo que me entienden… el tiempo no alcanza para nada y todo pasa tan rápido…

domingo, 11 de abril de 2010

Consulta Portátil en París

¿Alguien ha escuchado decir que los parisinos son hospitalarios?
Aunque las veces que he estado en París me han tratado siempre bien, fuera de paso, como invitado, como turista, como estudiante, no me quejo del trato que recibí, pero también se que fui afortunado. Los parisinos no son famosos por ser hospitalarios, me consta que los mismos franceses (del interior) sienten más confianza de hacerle una consulta en la calle a una persona con aspecto de inmigrante que a un parisino en sí. Sentado en un café de Les Champs-Élysées, o como la llaman ellos -modestia aparte- «la plus belle avenue du monde», observo a la gente pasar y pienso que los parisinos cargan en sus espaldas el peso del Siglo de las Luces, de la Ilustración, de Napoleón, del Art Nouveau, y como si fuera poco, no sólo se sienten representantes de su acervo cultural, lo cual es absolutamente válido, no lo critico, sólo digo que parece pesarle, sino que además se han atesorado para sí a Leonardo, Paolo Veronese, el código Hammurabi, esfinges egipcias, y grandes trozos de culturas mundiales con colecciones de antigüedades orientales, griegas, etruscas, romanas, del Islam, lo cual se vuelve un potpurrí rococó, no dudo que sea poco decir que un investigador de la historia jurídica de la humanidad se sienta «desubicado» teniendo que ir al Louvre para ver el Código de Hammurabi. Pues imaginemos entonces cómo debe pesarle a los parisinos ser los tesoreros de tanta cosa propia y ajena. Sigo mirando la gente al pasar y me parece ver ciertas líneas de expresión en sus rostros que denotan un hastío cultural, un fastidio de que el mundo sea tan «ancho y ajeno» y ellos tengan que calarse ser el centro de gravedad ilustrativo, pero, ¿Qué más les queda? Sólo pueden alzar la nariz y seguir adelante con remarcado orgullo, y para aliviar la carga se valen de Louis Vuitton, Cartier, Hugo Boss, entre otros.

Para los parisinos el Esperanto es el francés.

Los parisinos son únicos. Una prueba es que a lo largo de todos los países de la Comunidad Económica Europea la mayoría de los avisos de tránsito, interés histórico, información turística, entre otros, están traducidos al ingles primero y a la lengua de los vecinos después (y no son pocos los vecinos fronterizos de Francia: España, Italia, Bélgica, Suiza, Alemania, y por mar el Reino Unido). Pero en Paris la mayoría de las indicaciones sólo están en francés ¿Son únicos o se creen únicos?
Innúmera es la literatura de latinoamericanos que narran sus vivencias en Paris, Julio Cortazar, Alfredo Bryce Echenique entre otros, que en los sesenta fueron “tocados” por el gusano comunista, y los otros que simplemente se dejaron llevar por la marea; pero dudo que actualmente un latinoamericano pueda pasar una temporada en Paris sin regresar de ella recordando el titulo de Rimbaud: “Una temporada en el infierno”. Y es que para el latinoamericano cuyo acervo cultural está formado ante todo por la hospitalidad, la amistad fácil y por sobre todo la disposición a tratar de entender la lengua de los forasteros, es casi inevitable que al regreso de su estancia en parís, asocien la torre Eiffel con la de Babel.

En casa de herrero cuchillo de palo.
En la cuna del perfume no es justamente un olor agradable el que inunda las calles, el metro, la muchedumbre parisina. De pronto mi esposa se detiene mientras caminábamos por Boulevard Saint-Germain y me pregunta: ¿Pepe L`amour es un zorrillo por ser francés? Imagínense qué estaría pensando u oliendo para haber tenido esa «revelación». A manera de chiste le respondí que para diferenciar los turistas de los autóctonos en París, hay que acentuar el olfato.

Análisis psico-escatológico de los parisienses
Por más alterado que pueda despertarse un día mi narcisismo jamás caería en la trampa de analizar la psicología de la ciudad de Lacan. Pero no puedo olvidar que el sentido de este blog y de cada uno de sus post es colocar un grano de arena en el análisis psicológico del ciudadano del mundo, así que trataré de cuidarme las espaldas refiriéndome a una minima partícula de la psicología parisina, esperando que así de mínimo sea el retruque, y esa mínima partícula a la que voy a referirme es el pedazo de vida que pasan los parisinos en el retrete.
Comencemos por algunos datos de la arquitectura doméstica.
Es sabido por todos que en las grandes ciudades la gente de clase media vive en apartamentos diminutos, pero a mi me da la impresión de que la definición de «diminuto» en París sea aún más diminuta. Dejemos que Paul Auster sea quien lo describa:
«La plaza Pinel, en el distrito trece, donde vivía S; era un barrio obrero, pero aun así uno de los últimos vestigios del viejo Paris, el Paris del cual se sigue hablando aunque haya dejado de existir. S. vivía en un lugar tan pequeño que entrar en él se convertía en un desafío, y daba la impresión de que la habitación se resistía a albergar a alguien más. Una sola persona llenaba la estancia; dos la volvían sofocante. Era imposible moverse en su interior si contraer el cuerpo hasta sus mínimas proporciones y la mente hasta su dimensión más infinitamente minúscula.» (“La invención de la soledad” – Paul Auster) Definitivamente París se presenta como una ciudad no apta para claustrofóbicos. Aprovecho para remarcar que en ese párrafo Auster se refería al París de 1965 y ya hablaba de «el Paris del cual se sigue hablando aunque haya dejado de existir», sí, quien antes ha leído sobre París, luego, al verlo, inevitablemente siente que tanto la ciudad como sus habitantes son un recuerdo melancólico de luces ya extintas.
Pero volviendo a nuestro análisis, ya marcamos lo estrecho del espacio, ahora veamos las consecuencias de esto en el retrete. Trataré de representar lo que fue ocurriendo con los retretes parisinos a partir de la crónica de uno de sus elementos utilitarios: el Bidet.
El Bidet nació en Francia, allí conoció su esplendor y también su decadencia. Fue inventado por el señor John Kennet Bidet, francés y parisino. Napoleón le dio un lugar destacado entre los elementos de su aseo personal. Sin embargo, su uso en Francia comenzó a descender a causa de las dimensiones de los baños cada vez más reducidos, y por la necesidad de ubicar el lavarropas arrancaron el bidet. Recordemos que en los países donde el invierno conlleva a que el aseo personal durante esa época sea en la mayoría de los casos semanal, este artefacto en forma de violín es altamente beneficioso sino indispensable, y por ello es muy utilizado en los países europeos especialmente en Grecia, Italia, España y Portugal. Como verán, la falta de espacio obligó a los inventores del Bidet a no usarlo.
Hemos ido viendo como se han reducido los espacios de los apartamentos y en consecuencia de los retretes, y a esto habría que sumarle la gran cantidad de apartamentos, habitaciones, hoteles, pensiones, que usan baños compartidos. Pero permanezcamos en la descripción de estos cuartos de aseo, la mayoría de los baños no miden más de dos metros cuadrados, y allí debe caber el lavabo, la ducha, el lavarropas, e imaginen cuanto espacio queda para el WC y la incomodidad inherente a su uso. Ahora me surge una duda ¿Será que esas líneas de expresión lánguida que me pareció observar en el semblante de los parisinos y que asocié con el peso cultural que cargaban en sus espaldas, en realidad eran marcas del sufrimiento por estreñimiento? Entiendo que ante tanta incomodidad en los retretes, el estreñimiento pueda ser una tentadora solución. Cuando nuestros amigos Parisinos lean esto espero que no se enojen mucho al comprobar que la motivación de pedirle que nos prestaran el baño en sus casas y apartamentos era la secreta investigación que llevábamos a cabo sobre los retretes de Paris; a esos amigos les digo que recuerden que en la ciencia igual que en el amor jamás hay que decir “lo siento”. C'est la vie.