Quito es una cornucopia repleta de arte histórico que hace historia. |
Guayasamín de Quito
(En el 94° aniversario de su nacimiento)
(En el 94° aniversario de su nacimiento)
Imposible andar por Quito sin ser observado por los ojos de Guayasamín.
En calles, plazas, ferias, mercados, por donde se mire te
observan los ojos pintados por Guayasamín. Pintores y buhoneros venden sus
cuadros en litografías, serigrafías, réplicas, homenajes, fotografías…,
iconografía del alma ecuatoriana y del indígena suramericano. Los imitadores exponen
sus «cuadros Guayasamín» autoproclamándose discípulos del maestro.
No encontré
registro de que Guayasamín haya tenido discípulos directos, aprendices educados
por él; pero la tristeza de sus retratos es patrimonio de todos (Guayasamín consideraba
al arte "Patrimonio de los pueblos"). De alguna manera, todos somos
sus colegas, de alguna manera, todos somos sus discípulos, de todas las maneras
todos somos los personajes de sus cuadros.
A Guayasamín es difícil no mirarlo porque sus obras te miran.
Los ojos tristes te llaman, las grandes manos te atrapan. Mención aparte
merecen sus murales. Recuerdo que en el aeropuerto de Barajas, trasnochado
después de un vuelo de nueve horas y en tránsito hacia Barcelona, caminaba
rápido para hacer la conexión cuando, de pronto, me encontré con el mural de
veinte metros de Guayasamín. Casi pierdo el avión. Con Guayasamín no se puede
ser indiferente.
Guayasamín y la Auto
Conciencia de Muerte (ACM)
No hubo una primera vez que mirara un Guayasamín. Hubo una
primera vez en que fui mirado por uno de sus cuadros. Dos grandes ojos, dos
ojos muy grandes, custodios de toda la sabiduría humana. ¿Cabe en dos ojos toda
la sabiduría humana? ¡Claro que sí! No hay dificultad alguna en ello. Un solo
ojo es capaz de contenerla y sobrarle mucho espacio. Lo dificultoso es atraparla
con los pinceles y colocarla allí. Toda la sabiduría humana cabe en un suspiro,
pero los pinceles no pueden pintar suspiros sabios.
La primera vez que fui mirado desde los ojos de un cuadro de
Guayasamín supe que, desde el interior de aquellos párpados, me miraba toda la
humanidad, porque la sabiduría humana es una, de uno y para todos, la misma
sentencia multiplicada tantas veces como integrantes tiene la humanidad. La
sabiduría no es elocuente, no necesita muchas palabras, es lo que es y nada
más. La sabiduría no está hecha de libros, ni de lo que se enseña en las aulas,
todo eso no es sabiduría, es su consecuencia, un relleno para amortizar el
fragor del silencio que queda después de saber.
El ojo que me miraba desde el cuadro sabía lo único que sabe
todo ser humano: que morirá.
Al salir del trance hipnótico, al despegarme de la Auto
Conciencia de Muerte que colmaba la esclerótica de aquellos ojos encantadores,
vi las manos. Era inevitable que donde terminara aquella mirada erudita,
comenzaran las manos laboriosas. Como si fuera una ley de causa y efecto que al
saberse mortal las manos se junten en una plegaria. Porque la muerte mueve al
trabajo y el trabajo mueve a la vida. Sé que moriré, luego, quiero hacer, luego,
vivo.
Guayasamín fue un sabio Grande. Todos somos sabios y por eso
todos pintamos ojos y manos; pero él pintaba grandes ojos y grandes manos. Guayasamín
fue un sabio Grande.
Los ojos de la
humanidad
Los ojos pintados por Guayasamín están ensamblados sobre
rostros indígenas, como representando el antiguo linaje de la sabiduría que
albergan, como tratando de recordarnos aquel primer hombre cavernario anterior
a las razas que un día se enfrentó a la gran revelación, la revelación que lo
exiló del reino animal para transformarlo en Adán, el primer hombre sapiens de
su muerte. Después de treinta y cinco mil años el asombro de aquel primer
cavernario sapiente, aquella expresión, sobrevivió a las fatuas negaciones de sus
descendientes y volvió a ser plasmada sobre el lienzo por quien fue capaz de
ver en la vida de un ser toda la historia humana, las manos de Guayasamín, que
pintaron ojos tristes para que no olvidemos que somos hijos de la gran
revelación, de la Auto Conciencia de Muerte, y que, más que tenerle miedo,
sepamos que le debemos todo.
No hubo una primera vez que mirara un Guayasamín. Hubo una
primera vez en que fui mirado por uno de sus cuadros.
Y atrapado por esa mirada quedé paralizado mientras me atravesaban
los millones de ectoplasmas ancestrales que componen lo que soy, porque soy
35.000 años de humanidad, y en ese instante de hipnosis recordé que soy, aunque
parezca otra cosa, el primer cavernario melancólico que supo la verdad, recordé
que soy, aunque no me guste la idea, un "hijo de nadie" que disputó
las tierras de Babilonia tras la muerte de Hammurabi, recordé que soy, aunque me
cueste creerlo, descendiente de Gilgamesh y aprendiz de obra en la construcción
de la pirámide de Gizeh, recordé que soy, aunque ya no lo parezca, uno de los
tesoreros del secreto de Luperca y la edad de leche de Rómulo y Remo, recordé
que soy, a pesar de mi mala memoria, morador de Lu y discípulo de Confucio; y
los recuerdos más cercanos en el tiempo llegaron a mí con mayor precisión y
supe que soy porque fui cruzado, soy porque fui apostólico romano, soy porque
fui, me guste o no, misionero americano, y es evidente que soy lo que fui,
indio, negro, mestizo, inmigrante, amigo y traidor. Fui y soy todo lo que aquel
cuadro de Guayasamín ve en mí, que es lo mismo que aquellos ojos tienen pintado
de ocre en sus pupilas: soy y somos puntas de rama del mismo árbol de ilusiones
al que pertenecieron aquellos que antes de nosotros soñaron para no resignarse ante
la Auto Conciencia de Muerte.
Del homo mortale al
indígena de Guayasamín
El grito
El cavernario despertó y salió de la cueva. En su corta vida
había visto morir hombres, mujeres y niños del clan. Los había visto morir y
nada más. Morir era algo que podía sucederle a quien se descuidara, de la misma
manera que les sucedía a los animales que mataba. Morir era algo que él podía evitar, una
alternativa, una posibilidad y nada más. Lo que moría desaparecía y nada más.
Lo que moría se dejaba atrás, se lo dejaba de ver, de pensar y nada más, como
deja de interesar un árbol cuando ya no da frutos, algo así y nada más. Pero esa mañana el
cavernario despertó recordando todos los «nada más». Trató de no pensar, sacudió la cabeza, se
golpeó la frente, se restregó los ojos, pero no pudo cambiar sus pensamientos,
trató de dirigir la atención hacia el agua corriente del riachuelo y no pudo
concentrarse, pateó una piedra con su pie desnudo y le dolió, pero aun así no
pudo pensar en nada más que los «nada más». Y era de pensar que de tanto pensar
se le revelaría la verdad. Y entonces el cavernario gritó la iniciación de la
humanidad: «¡Moriré!».
Desde ese día, y a lo largo de los 35.000 años que han
pasado, aquel grito se repite en el despertar de cada niño que se hace adulto
mortal. Por efecto secular, de grito individual pasó a ser algarabía de «nemento
moris» hasta transformarse en el viento que empuja la vela del barco de la
humanidad. Y el grito trabajó construyendo ciudades. Y el mismo grito, hecho
viento y transformado en tormenta, destruyó ciudades. Hecho aire, en calma o agitado,
como brisa o ventarrón, fue silencioso e invisible, estruendoso y tangible… omnipresente.
Motor de la civilización. Su poderío gravita en su moto perpetuo, el grito se
grita a sí mismo y, con cada niño que nace, grita una vez más. No hay manera de
ser sordo, ya no es cosa de oírlo o no, como la madera del árbol que creció de
la piedra y la arena termina volviéndose mineral, la humanidad proveniente de
aquel grito inicial ya es el grito mismo. Del grito venimos y hacia el grito
vamos. Grito somos y grito seremos.
El ojo que ve al
grito (ACM)
Guayasamín sabía que no hay manera de ser sordo, porque el
grito (¡moriré!) viene de adentro. Guayasamín lo decía: «Estoy en el mismo
punto, pero cada vez más hondo. Siempre golpeando hacia adentro. Pintar es una
forma de oración al mismo tiempo que de grito. Es casi una actitud fisiológica,
y la más alta consecuencia del amor y de la soledad».
Los ojos pintados por Guayasamín gritan su Auto Conciencia
de Muerte (ACM). En un intento desesperado, las manos de sus pinturas tratan de
hacer algo, y lo hacen, a conciencia de no poder cambiar el semblante de la
mirada.
Guayasamín: Pintor universal. Curador de los tristes ojos y
huesudas manos de la sabiduría humana.
Cuando salimos de “La capilla del hombre” íbamos a tomar un
taxi, pero de pronto cambié de idea y preferí caminar unas cuadras. No tenía
ganas de hablar.
El animal se transforma en humano después de saberse mortal. |
La capilla del hombre se presenta como un símbolo muy directo,
un lugar donde el hombre es el centro, donde el hombre se espejea en su
semejante. El hombre que le rinde honores al hombre. Una capilla para pensarnos
a nosotros mismos y tal vez orar al hombre por el hombre. La construcción de un
templo a la empatía es admirable, digna. Pero mi silencio albergaba otro tipo
de reflexiones. Al principio me pareció estar divagando, pero poco a poco las
ideas se fueron juntando en las escasas neuronas que dentro de mi cerebro
estaban dispuestas a pensar en el cristianismo. Pensé en Cristo, se me presentó
su imagen clásica, crucificado, con corona de espinas, clavos, sangre y todo
aquello con que lo pintan. Y pensé que quien le venera está venerando un
hombre, un hombre muerto. Me senté en la acera de un callejón desierto y seguí
pensando. Pensaba en hombres que adoran un hombre muerto, o mejor dicho, que
adoran a un hombre que sabía que iba a morir, un hombre que sabía que las
escrituras sentenciaban su muerte. Pensé en los hombres que veneran al hombre
que tiene Auto Conciencia de Muerte. Pensé en la pasión de Cristo. Pensé en la
pasión de vivir hasta último momento a pesar de cargar una cruz, la Cruz de la
Auto Conciencia de Muerte. Y todas estas imágenes pasaban por el Norte de mi
mente mientras al Sur de mis reflexiones reverberaban ideas sobre mensajes
incomprendidos, misterios que no son tales, símbolos que no pretenden
simbolizar nada sino decir exactamente lo que dicen: «¡Morirás!». Y mientras
sucedía esto en el Norte y Sur de mi mente, en el Este amanecía la idea de que
tal vez todas las capillas, templos, iglesias, mezquitas, sinagogas, son oratorios
de fervor hacia el hombre con Auto Conciencia de Muerte.
Más tarde, en el Oeste de mi pensamiento, justo a la hora
del ocaso, comenzó a vislumbrarse la idea de que ser inmortal no tiene gracia
alguna. La heroicidad, y por lo tanto la admiración y el respeto, son méritos
exclusivos de quienes viven a pesar de saber que morirán. Guayasamín estaba
claro, por eso le hizo un altar a la humanidad.
Es por ello que cada vez que subo o bajo las escaleras de mi
casa, en cuyas paredes cuelgan las serigrafías compradas en la fundación Guayasamín,
y siento que me miran, volteo y les guiñó un ojo. (>‿◠)✌
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