martes, 19 de julio de 2011

Consulta Portátil de Psicología en Suramérica (De limosnas y mendigos)

Sobre pedir, dar y recibir.


El primer aprendizaje: Pedir

Era muy chico y todavía no terminaba de aprender los números hasta el 10 cuando me llamó la atención el constante intercambio de redondeles de metal y pedacitos de papel entre la gente (pareciera que los niños detectan primero la matemática crematística que la pitagórica).

Al tomar conciencia de que la cotidianidad transcurre en un ir y venir de papelitos colorados (con el tiempo también entendería que los de color verde eran los más substanciales), formulé mi primera y sospechosa reflexión de filosofía social: «La vida se trata de dar y recibir trozos de papel y redondeles de metal».

Y exclamé: ¡Qué cara es la vida!
En verdad no lo recuerdo, pero, conociéndome, supongo muy factible haber pensado en algún momento de mi infancia: «si la gente sufre al dar dinero y se alegra al recibirlo ¿no serian más felices si cada uno se quedara con las monedas que tiene y se dejara de tanta y dolorosa pasadera de mano en mano?». Y también supongo que pronto me daría cuenta de mi errada, por ignorante, percepción, al entender que con los papelitos de colores se obtenían cosas, que existía «el cambio», «el trueque», el ejercicio comercial, pues. Y, por supuesto, a partir de allí tuve la lamentable conciencia de que para desear había que pagar, o peor aún: que no podía desear sin antes tener con qué pagar por lo deseado. Lo remarcaba siempre mi madre (en relación a los deberes escolares y el tiempo de juego): «Primero es el deber y luego el placer». Allí comenzaría a concebir que la vida era una obligación (la de tener dinero) para poder tener deseos (placer). De lo que si estoy seguro es que a mis diez años exclamé por primera vez una de las frases emblemáticas de la especie humana: «¡Qué cara es la vida!».

¡Ah! Y quisiera agregar que luego de la providencial sentencia «primero es el deber y luego el placer», justo cuando yo me preguntaba porqué no podían darse las dos cosas al mismo tiempo, mi madre remataba con: «Los estudios son lo único que vamos a dejarte, hijo», y, podrán imaginarse que nunca le replique (por aquello del respeto a los adultos y en especial a los padres) que prefería que me dejasen algo en metálico. Así es la infancia, un tiempo lleno de represiones, pero también es así el asunto económico y, en fin, la vida.

Crecí observando que pedir dinero (o cualquier cosa de valor) es parte de la vida social. La gente pide tan de corazón y con tanta frecuencia que se pasan la vida haciéndolo sin advertir que al mismo tiempo critican a los demás pedigüeños.

Recuerdo que estaba en mi prehistoria financiera, en mi niñez, o sea, en la época en que era un mantenido al estilo Adán y Eva en el Paraíso, cuando, a pesar de la prohibición de escuchar las conversaciones de los mayores, logré oír algunas discusiones sobre algo que satanizaban con el nombre de «deuda externa», y se trataba, según entendí, sobre lo incorrecto de que unos países-gobiernos-estados (me pareció que utilizaban los términos indiscriminadamente) pidieran dinero a otros. Parecía que algunas personas denominadas «políticos» pedían prestado dinero que luego no pagaban y los demás (mis padres, tíos y amigos de mis padres) de alguna manera heredaban esa deuda y los afectaba. Recuerdo haber sentido pánico, y no era para menos, me imaginaba llegando al quiosco del colegio por un refresco y que me cobraran las chucherías que ciertos «políticos» se habían comido en mi nombre. Pero, simultáneamente, escuchaba a los mismos adultos relatar, como una gran hazaña, la forma en que pedían prestamos a los bancos para comprarse una casa o para hacer negocios (y estos, claro está, también tenían que pagarlos y por ende les afectaba. Por aquella época tuve mi primera impresión de que a los adultos, TODO les afecta).

Sin embargo, es justo que diga que entendía perfectamente tal afectación porque, más domésticamente hablando, mi madre pedía (o más bien reclamaba) dinero a mi padre (y esto me afectaba, en especial cuando la cosa terminaba en discusión). Y el asunto parecía extenderse por todos los ámbitos, los maestros nos pedían colaboraciones para reparar la escuela, lo cual generaba dos tipos de reacciones o comentarios según el pelaje del colegio: 1) En el caso de que los colegios fueran privados, los adultos despotricaban sobre la abusiva mensualidad que cobraban y ¡Oh, desfachatez! ¡Hasta los meses de vacaciones! 2) En el caso de que los colegios fueran públicos, la indignación era aún mayor porque, según decían los adultos, ya «el Estado» les había cobrado los impuestos correspondientes. La noción del «Estado» se me presentaba como un pedigüeño profesional que además de pedir dinero a todos, por lo visto lo hacía de mala manera, porque era «impuesto». Así que mi primera impresión sobre el significado de los dichosos «impuestos» fue, que eran el pago por el derecho de vivir, el cual no lo cobraba dios –esa parte de la deuda se pagaba con el diezmo en la iglesia- sino algunos hombres, que por algún designio que desconocía ostentaban el cargo de testaferros del dueño de la vida.

Y así fue que, de niño, mucho antes de conocer el “ser o no ser” de Hamlet, viví el dilema de “pedir o no pedir”, y era todo un dilema porque no me quedaba claro si el asunto de pedir dinero a los demás era bueno o malo. Bueno debía ser para los curas que pedían diezmo en nombre de Dios en la misa del domingo, pero malo debía ser para mi padre que nos esperaba afuera de la iglesia despotricando sobre los clérigos, acusándolos de mercadear con las miserias de los hombres. Pedir, debía ser bueno para el mendigo hambriento que se llegaba al portón de la casa y mi madre le daba unas monedas y unas provisiones (para el hambriento era bueno porque comía, y para mi madre también porque, con sus actos de bondad, le pagaba a Dios las cuotas de la opción a compra de un rinconcito privilegiado en el Paraíso), mientras, desde adentro de la casa, mi padre gritaba, «¡Que vaya a trabajar ese vago!»

En fin, pedir era bueno para mí porque compraba barajitas y chucherías con las monedas que lograba sacarle a mis padres, pero malo para mis dientes y para la economía familiar, según decía mi madre que siempre se quejaba de lo cara que estaba la vida y de que el dinero no alcanzaba. Aquí nació otra variante de mis incipientes reflexiones sobre filosofía económica: “La vida no tiene precio, y si lo tuviera, a nadie le alcanzaría el sueldo para pagarla”.

El segundo aprendizaje: Dar

Otro asunto que siempre me ha perturbado es la formula: “Dar para recibir”. Mis padres me chantajeaban con que tenía que dar de mí para recibir de ellos. Tenía que barrer el patio a cambio del permiso de ir a jugar a casa de un amigo o para que me dieran unas monedas para comprar barajitas para el álbum de «El maravilloso mundo animal»; hasta allí todo estaba claro y yo lo aceptaba estoicamente, pero en otros contextos la cosa se embrollaba, y con los mendigos era el caso más radical. Cuando mi madre, en la puerta de la iglesia, le daba una moneda al mendigo, el desventurado le respondía: «Que Dios se lo pague». Y, claro está, yo juraba que Dios le iba a regresar el dinero a mi mamá. Sólo tenía que esperar que eso sucediera y pedírselo para mis barajitas de animales. Sin embargo, algo me alertaba que no podía llegar de buenas a primeras a preguntarle a mamá: «Mamá, ¿Ya te pagó Dios?». Intuía que ésa era una de las cosas que no se preguntan, de hecho creo que lo primero que aprendí de Dios es que sobre él no se puede preguntar casi nada. Dios se me presentaba como un tipo melindroso, reservado y receloso, que cuidaba mucho su privacidad. Lo cierto es que mi infantil pensamiento no comprendía esto de dar limosnas endeudando a Dios.

«Mamá, ¿Ya te pagó Dios?»
Por aquellos días me abrieron mi primera cuenta de ahorros donde deposité todo lo que tenía en la alcancía que, lo crean o no, era un clásico cochinito de cerámica que tuve que romper para extraer mi tesoro. Así que, con mi cuenta de ahorros y habiendo conocido la institución bancaria, entendí a la perfección que Dios era un banquero. Pero fue mucho después cuando me enteré de la existencia de los pagarés, lo cual me iluminó el entendimiento e inmediatamente deduje el significado y valor de los rezos y plegarias que se emiten hoy para que, algún día, Dios nos devuelva el favor…con intereses.

Más o menos así marchaban mis descubrimientos sobre la "economía divina" durante los días de esa infancia ya casi toda olvidada, pero de la cual se ha mantenido vívido en mi memoria el recuerdo de las noches que me desvelé por ciertos conflictos que me atormentaban, me preguntaba si dios estaría al tanto de todas las deudas adquiridas a través del «Dios se lo pague» de los mendigos. «¿Quién llevaría el cálculo?» Me preocupaba ver que mi madre no anotaba las cuentas por cobrar, y al mendigo no parecía interesarle llevar control de las cuentas por pagar. Pasé mucho nerviosismo por este asunto, hasta que una idea vino a aliviarme exorcizando toda preocupación:

«Si nadie anota las limosnas, al momento en que le toque pagar es probable que dios prefiera dar de más que de menos, porque todos dicen que dios es un buen tipo que "todo lo da" y siendo el absoluto y todopoderoso propietario de todo cuanto existe, no tiene sentido que sea tacaño, total, ¿qué le hacen a dios unos millones más o menos? Eso significa que en cualquier momento mamá podría ser millonaria y yo podría comprarme toda la serie de barajitas de animales ¡seré la envidia de todos!».

Intermezzo:

El día que descubrí la «Plusvalía» entendí el porqué siempre me pareció que la limpieza del patio valía más de las monedas que me daban ¡Era la Plusvalía! De inmediato me solidaricé con ese tipo de barba larga llamado Marx y fui comunista sin saberlo a eso de los 10 u 11 años. Más tarde, cuando me tocó pagar al jardinero de mi casa boté todos los libros de Marx a la basura.

Confesiones de un mendigo de poca monta

Y regresando al tema de mi aprendizaje sobre la vida crematística, ya dije que muy tempranamente percibí que los adultos pedían y criticaban a los que pedían sin darse cuenta de la contradicción (muchos años más tarde aprendería que este fenómeno se lo denomina «demagogia»), pero también parece que en esta demagogia inconsciente caemos todos, porque cuando yo era niño y observaba estos dimes y diretes entre pedigüeños, ya era yo un incipiente limosnero: desde que pedí pecho recién nacido (el dinero no me hubiera servido de nada entonces), luego la mesada, el dinero para el quiosco del colegio, los regalos a Santa (que a eso de los ocho años empecé a pedirlos en metálico para comprármelos yo mismo, cansado de la incompetencia del anciano Santa Claus para atinarle a mis deseos o, tal vez, a entender mi letra –reconozco que llegué a juzgarlo analfabeta–), y así, cuando niño ya era un experto en pedir y también en criticar y mirar mal a quienes me pedían en el colegio; siempre había algún aprovechador que se acercaba con: «me faltan cinco, ¿me los prestas?, mañana te los pago». Fulminantemente aprendí que prestar dinero a un amigo era perder el dinero y la amistad, y cuidado si no terminaba ganando un enemigo (las caricaturas me enseñaron mucho de esto, me caía muy mal Pilón, el amigo de Popeye, que se la pasaba pidiendo una hamburguesa bajo promesa de pagarla el martes. Yo era muy observador y estoy seguro de no haberlo visto jamás pagar sus deudas).

Bueno, creo que era inevitable que este escrito me llevara a confesar uno de mis más secretos pecados: alrededor de mis doce o trece años fui mendigo por un día. Trataré de relatar la desventurada epopeya.

Entre los amigos de la pandilla había un muchacho larguirucho de unos 16 años que era nuevo en el grupo, era hijo de padres divorciados, él había vivido en España con su madre, pero su padre tuvo que traerlo de emergencia a Venezuela porque el muchacho había tenido problemas de conducta en Galicia. No le fue muy bien acá, la suerte no lo acompañó cuando conoció nuestra pandilla que en nada se parecía a un grupo de rehabilitación. La verdad es que no recuerdo el nombre, y creo que nunca lo supe, porque a este forastero español le apodamos de inmediato "El España".
Un día más aburrido de lo normal, estábamos sentados en las escaleras del centro comercial cuando El España me cuenta su original método para pasarla a lo grande. El asunto era que se iba en autobús hasta Maracaibo (ciudad que quedaba a 60 kilómetros del pueblo donde vivíamos) y pedía dinero a la gente por la calle diciendo que le habían robado la billetera y necesitaba completar el pasaje de vuelta. Con lo recaudado entraba al Bowling, jugaba, comía hamburguesas y lo pasaba a lo grande.
—Vámonos a Maracaibo, —me dijo, mientras se levantaba mirando hacia la avenida en busca de un autobús.
—Me da vergüenza pedir —Le respondí.
—Por eso vamos a Maracaibo, allí nadie te conoce, —sentenció El España con seguridad.
Hoy en día entiendo que El España, con tres años más que yo y habiendo vivido en Europa, no le fue nada difícil manipularme, y que por ello fue que de pronto me encontré en Maracaibo pidiendo por la calle. Me fue mal, no era capaz de mirar a los ojos a la gente y la mayoría me respondía «¿Qué?», pero no por la indignación de que un muchacho hecho y derecho y hasta bien vestido pidiera limosna, sino porque yo, por timidez, hablaba tan bajito que no me escuchaban lo que les decía. Pero al España le fue muy bien, y jugamos Bowling y comimos hamburguesas. Al regresarnos en el autobús, yo estaba saciado, había jugado, comido y bebido, pero el entusiasmo no fue mayor que la pena, sabía que mi carrera como mendigo se terminaba ese mismo día. Nunca más volví a pedir. Años más tarde supe que mientras yo estudiaba en Argentina, El España había sido asesinado en Venezuela por deudas de droga. Hoy en día, cuando veo un adolescente pidiendo en la calle me ruborizo, a veces me he dicho que es por vergüenza ajena, pero en el fondo sé que me abochorno por una pena interna muy personal: mi corta carrera como mendigo me marcó, y aunque haya sido capaz de decir ¡nunca más! en mi primera vez, la vergüenza me persigue hasta hoy día.

Lo cierto es que pedir dinero a otros es parte de la vida, y el ciudadano del mundo debe saber qué hacer ante los limosneros, mendigos, mendicantes de todas las edades, unos más necesitados que otros, que pululan en el planeta. ¿Qué le corresponde hacer ante ello?
Sigamos asediando una respuesta.

Suramérica mendiga

ARGENTINA: Debo decirlo, no puedo callarlo, en mis recorridos de los últimos tres años por Suramérica la ciudad donde más mendigos he visto es Buenos Aires, aunque me duela reconocerlo por el amor que le tengo. En Buenos Aires los mendigos no te dejan caminar por las calles, literalmente te acosan. Recorrer Buenos Aires hoy, implica desarrollar estrategias para evitar la gran ola mendicante. Y cuando aseguro que es la ciudad con más mendigos, la estoy comparando hasta con ciudades de Venezuela, donde, en algunas épocas, la limosna ha llegado a ser parte del folklore. Con lo dicho no creo necesario dar más detalles sobre la mendicidad bonaerense. Pasemos ligeramente a otros países y ciudades.

VENEZUELA: En Venezuela se han desarrollado sistemas especiales de mendicación, un ejemplo serían los cuidadores de automóviles, los cuales, luego de apoderarse de una cuadra se encargan de pedir dinero a cada automóvil que se preste a salir de su estacionamiento, “por habérselo cuidado mientras estuvo estacionado” (el mensaje latente es: «si no me das algo, la próxima vez ya verás lo que te pasa». Una especie de cobro por protección al estilo camorra napolitana, pero sin la organización italiana). Más organizados son los vigilantes de tránsito, la policía y la guardia nacional que piden "coimas" (colaboraciones) a través del chantaje. Su principal modus operandi consiste en instalar alcabalas (puestos de control de transito) en las avenidas, para pedir los documentos a cada vehículo que pase, escrutar con cara de pocos amigos el interior de la cabina, hasta generar una sensación de culpabilidad (a lo Karamazov) entre los automovilistas, y, al final, no encontrando nada reprobable, el oficial se acercará al conductor y le dirá: «hace calor, sería buena una colaboración para los refrescos».
A niveles más PYME se encuentran los que piden con una receta de medicamentos en la mano, los que piden contribución para graduaciones (para tal efecto, a veces también ponen un cono en medio de la calle y detienen el tráfico), contribuciones para reinas de belleza de pueblo, para reparar la carretera (esta modalidad consiste en que uno o varios sujetos con pico y pala se instalan al lado de uno de los innumerables huecos autóctonos de la red vial venezolana, y cobran colaboración a los automovilistas bajo promesa de reparar dicho hueco (tal vez ésta sea una de las razones por la que en Venezuela cada vez hay más huecos en las calles, porque así el estado da sustento a no pocas familias).
En los últimos años se han puesto de moda los «policías acostados» (reductores de velocidad), pequeños muros que detienen al tráfico y en torno a los cuales los mendicantes de toda índole aprovechan para pedir.
Desde un lente gran angular Venezuela pareciera una gran iglesia llena de curas que exigen diezmo y fieles que dan limosna.

CHILE: En Santiago de Chile vi muy pocos mendigos, apenas unas personas a las puertas de las iglesias, pero que en la mayoría de los casos no pedían, vendían estampitas de santos.

URUGUAY: La misma impresión tuve en Montevideo.

PERÚ: En Lima hay bastantes (no en Miraflores, claro está).

ECUADOR: En Guayaquil hallé gran cantidad de mendigos; pero en Quito muchísimo menos, además que es la única ciudad de Latinoamérica donde no encontré villas miserias de cartón y no llegué a ver ni una sola vivienda que no fuera de cemento y ladrillos.

LATINOAMÉRICA: A niveles más profesionales, en Latinoamérica se han desarrollado sistemas sofisticados de mendicación con canales de televisión, radio y edificaciones para reunir grandes masas de personas caritativas; me refiero a los “Pare de sufrir” que piden en nombre de dios. Este grupo es más organizado que los mendigos a los que mi madre les daba una limosna y le respondían «que dios le pague»; los “Pare de sufrir” sí que anotan las deudas que dios adquiere con sus fieles, y se comprometen a hacer que las cumpla.

ISLAS GALÁPAGOS: Sólo he estado en un lugar de Latinoamérica donde no llegué a ver ni un solo mendigo: las islas Galápagos.

Reflexión sobre la mendicidad y la caridad

Si me permiten continuar con la evolución histórica de mis andanzas por estos laberintos del pedir, dar y recibir; me toca contarles que sospecho que mis conflictos infantiles sobre «pedir o no pedir» y luego sobre «dar o no dar» me entusiasmaron en la lectura de Nietzsche a los catorce años. Mi primera y por supuesto equívoca impresión sobre el «Superhombre Nietzscheano» (como son de equivocas todas las primeras impresiones filosóficas y en especial las que yo tuve entonces y probablemente la mayoría de las que tengo actualmente) era que el superhombre del que hablaba Nietzsche "no pedía ni daba nada". Digamos que el superhombre no tenía necesidades, y con ese modelo a seguir quedaba fácilmente resuelta la cuestión. Decidiría emular al superhombre que pasa de todo porque «no mira a las estrellas sino desde las estrellas». Decidí ser autosuficiente, independiente, autónomo, amoral y, lógicamente, al poco rato me había transformado en un San Francisco de Asís ateo (o sea: un solitario desposeído rebelde y sin causa). Pobrecito yo, pobrecito de mi, me da tanta vergüenza recordarme, no tenía ni idea de la inmensa distancia que separa la teoría filosófica de la práctica cotidiana. Pero aquello (mientras duró) fue lindo, bastaba con pensar algo para verlo crecer delante de uno. ¡Que hermoso fue creer!

A medida que fui dejando atrás la ambición de ser superhombre, iba concienciando la necesidad que tenía de los otros. Aquel muchacho que llegó a pensar que se bastaba a sí mismo tuvo que darse cuenta que escuchaba música hecha por otros, viajaba en buses hechos y manejados por otros, comía pan horneado por otros, ¡los otros lo eran todo!, y la revelación no tardó en llegar: «pedimos y damos porque nos necesitamos, el ser humano es un ser necesitado». ¡Bien! Ahora ya podía dedicarme al altruismo y cuando pudiera a la filantropía como finalidad de la vida. Mi existencia sería un postulado de caridad. Pero el entusiasmo y la felicidad duran poco, yo mismo estaba necesitado y tenía que decidir si mis necesidades eran mayores o menores que las de los otros, ¿me ayudaba a mí o al otro primero? Era casi imposible decidir quién estaba más necesitado. Además, no lograba alcanzar a sentir esa sensación sublime que (según los altruistas) se sentía al ayudar sin esperar nada a cambio, y a esto le siguió que a veces obtenía a cambio algo contrario a lo que pudiera esperar, como aquella vez que fui asaltado en la villa miseria donde llevaba una caridad.

Entonces descubrí a Sartre: «L'enfer, c'est l´Autre» (¡El infierno es el Otro!) Sí, los otros, todo lo Otro era la causa de mis angustias (ya andaba yo por los 17 años y había sufrido varios desengaños amorosos y, digan lo que digan, nuestras experiencias amorosas determinan la forma en que vemos el mundo). Vuelta a empezar. ¿A qué apelaría ahora? Era lógico que escogiera pasar (de nuevo) a la acera del frente: al ostracismo.

Pero pronto volví a comprender lo difícil que es estar solo (hoy diría que es imposible), y los otros parecían tan adaptados, tan felices en sus grupos de gente que pensaba igual y sonreían al unísono ante el mismo chiste (tener y compartir el mismo sentido de humor con los otros, para mi, es tan imposible como tener las mismas huellas digitales), no podía comprender a esos jóvenes que parecían tan "adaptados para vivir en un mundo hecho para ellos" y en el que yo no encajaba, y entonces decidí estudiarlos (entré a la facultad de psicología) a ver si podía encontrar respuestas magistrales a mis conflictos personales. Pero la universidad es un proceso largo y yo necesitaba algo inmediato que me conectara a tierra, así que, entretanto, busqué otros tipos de relaciones, otros entes, que fueran menos humanos, menos peligrosos, menos adaptados, menos perfectos…, y busqué en las religiones, credos, sectas, movimientos espirituales, etc. De Jesucristo a Sathya Sai Baba, de Yahveh a Zoroastro, de Siddhārtha Gautama a Mahoma. Sí, fue un extraño y largo camino (pero recorrido aprisa y en poco tiempo), entre vegetarianos, alucinados, delirantes, dementes y mil formas diferentes de megalomanía. Y no estoy seguro del porqué no funcionó (aunque debe haber sido en gran parte por no poderme sentir más que nadie, ni elegido, ni especial…).



«L'enfer, c'est l´Autre»
  Pero me quedaba la psicología como tabla de salvación (seguía estudiando y me gradué y volví a estudiar y graduarme varias veces, ya no se cuantas porque ahora el academicismo me es indiferente). Mientras tanto la cuestión del pedir y el dar empeoraba, las calles estaban llenas de mendigos y mi precario presupuesto no me permitía ayudarlos a todos. Me sentía mal. No sabía si era egoísta por no dar, tonto por dar, negligente por dar peces y no enseñar a pescar, hereje por dudar de todo, pero lo cierto es que me sentía un desastre y ya tenía veinte años largos.

No me quedó de otra que seguir buscando respuestas del lado de la psicología y (como se habrán dado cuenta) aún sigo en eso, tuve que aprender a la fuerza que las respuestas pueden tardar bastante en llegar, y, mientras, la cuestión sigue en pie: dar o no dar, pedir o no pedir, recibir o no esperar nada…




Dar o no dar (limosna)

¿Y qué logré con la ayuda de la psicología en todos estos años? ¡Pues enredar aún más el asunto! Ya que aparte de seguir sin tener claro los pros y contras de «dar limosna para recibir» o «dar limosna sin esperar nada a cambio», y seguir sin ubicar el linde de separación entre la virtud y el vicio; ahora, además de eso, está la sospecha psicopatológica ¡Si!, el gran mal de la psicología es que puede encontrar morbosidad patológica bajo cualquier acción humana, pudiendo hacer que hasta la caridad se vea como una conducta malsana, para muestra unos cuantos botones:
- Dar limosna para ostentar que se tiene para dar (histrionismo histérico)
- Dar limosna por temor a Dios (fóbicos, obsesivos)
- Dar limosna porque nos encontramos en el metro y los demás han dado y nos miran, o sea, dar para que no nos juzguen (fóbicos, histéricos, complejo de inferioridad)
- Dar limosna por comparación conveniente, para sentirse más que el otro. Como diría Nietzsche, el altruismo que esconde el más miserable de los egoísmos, donde se rebaja al otro para resaltar la propia autoestima (narcisismo patológico, psicopatía)
- Dar limosna para ocultar el propio desinterés por los demás (psicópatas)
- Dar limosna para sentirse importantes y subir frescamente la autoestima (egoístas a ultranza).
- Dar limosna para manipular al otro, para generar una deuda impagable y así un compromiso de sumisión (manipulación psicopática, sádicos, políticos)
- Dar limosna porque está de moda ser filántropos, porque «se ve bien y es cool», porque no dar se ve mal (histrionismo histérico)
- Dar limosna para dar el ejemplo (delirio místico, psicosis narcisista, megalomanía)
- Dar limosna por no saber cómo reaccionar ante la petición del mendicante, por paralizarse ante el deseo del otro, por no poder decir que no (distimia, agorafobia, tontos).
- Dar limosna por sentirse un benefactor de la humanidad (delirio místico, megalomanía)
- Dar limosna porque algún día pudiéramos caer en la necesidad de pedir (temor obsesivo a la retaliación, fobia, distimia, melancolía)
- Dar limosna porque hoy por ti y mañana por mí (pensamiento mágico obsesivo).
- Dar limosna por miedo a que si no doy, me puedan quitar lo que tengo (fobia a la retaliación, pensamiento mágico obsesivo, psicosis paranoica).
- Dar limosna para que no piensen que soy avaro (obsesivo, Ebenezer Scrooge).
- Dar limosna para que se me devuelva multiplicado (judío)

La asignatura pendiente: «Dar con sentido» es aportar, colaborar a extirpar el mal.

Si a lo anterior le sumamos el hecho de que la limosna es siempre mucha para quien la da y poca para quien la recibe, parece muy difícil que dar limosna pueda ser bueno, así que habría que desaparecer este asunto, o sea, habría que "dar para dejar de dar (limosna)". Y, para ello, no se me ocurre otro camino que el de colaborar con las estrategias dirigidas a que no existan más mendigos. Y creo que todas las estrategias posibles deben partir de la filosofía de que «siempre debe darse a cambio de algo», al decir de Aristóteles «la expectativa del negocio debe cumplirse para ambos lados»; lo cual, en palabras de andar por casa significa: hay que estar dispuesto a pagar los impuestos pero también a velar que éstos sean correctamente utilizados en obras sociales que supriman la pobreza material y espiritual, así gana tanto el que recibe como quien da. En vez de dar limosnas, colaboremos en las acciones necesarias para que desaparezca la necesidad de mendigar.