sábado, 27 de noviembre de 2010

Consulta Portátil de Psicología en Buenos Aires (5) Sobre la amistad

El Ego exaltado, un invento argentino

La amistad le da color
al blanco lienzo de la vida
Sé que generalizar no trae nada bueno y menos aún algo cierto, y, sin embargo, algunas veces es inevitable. En el caso de los bonaerenses es muy difícil que alguno de ellos desmienta la generalización de que: todos los porteños (habitantes de Buenos Aires) comienzan cualquier conversación con el pronombre “Yo”… «Yo hice, yo hago, yo haré, yo sé, yo supe, yo soy, yo seré...»
Para evitar conflictos y poder llegar al punto en que la conversación con un candidato a nuevo amigo en Buenos Aires llegue a algo, hay que resignarse a que recién en la cuarta o quinta entrevista el monólogo se transforme en diálogo.
Si un extranjero quiere hacer un amigo en Buenos Aires debe aceptar  lo que ellos llaman “derecho de piso” que significa escuchar mínimo tres veces la historia de su vida (con todas las mentiras que sólo cuentan a los extranjeros porque no podrían desmentirlos), y recién durante la cuarta conversación, el candidato a futuro nuevo amigo (que continuará contando por cuarta vez su biografía), se dignará a preguntarnos de vez en cuando «¿Ya te conté qué…?» Y ante nuestras repetitivas respuestas «si, ya me lo contaste varias veces» el candidato a nuevo amigo argentino se irá desalentando de su afán biográfico y comenzará poco a poco a permitirnos hablar y después del décimo u onceavo encuentro tal vez inicie a escucharnos. Hacer amigos en Buenos Aires implica paciencia. Pero les aseguro que, al final, vale la pena.

Lo bueno de las reglas son las excepciones: Una amistad llamada Enrique
Yo estudié en Buenos Aires y por ello la mayoría de mis amigos hoy también son colegas, pero yo no sólo era estudiante, ante todo era adolescente, que al contrario de lo que los adultos tendemos a pensar, no es poco decir. La adolescencia y primera adultez es la época más desquiciada, temeraria y sin sentido de la existencia (¡claro! para quien la viva, porque hay muchos que sólo la pasan a la sombra de sus padres, para ellos no es esta reflexión), la adolescencia es un principio, un principio de algo que nadie sabe qué es y mucho menos hacia dónde va, por ello, emprender un camino sin dirección, empezar a caminar a ciegas de por sí es una locura y por ende quien no pasa por loco en su adolescencia pues simplemente no la vivió.
Todo inicio es loco
La primera carta del Tarot de Marsella es “El Loco”, y simboliza algo cierto: todo inicio es una locura y toda invención es un inicio; y a los 18 años mi amigo Enrique Venancio y yo estábamos inventándonos, supongo que con el mismo ímpetu que Einstein puso en sus formulas (consideradas locas al principio) o con el que Graham Bell inició la invención del teléfono (considerado un artilugio loco e innecesario por sus coetáneos), nosotros éramos jóvenes y locos pero por sobre todo, amigos.
¡Que grande es la amistad cuando se está perdido! Uno es la tabla de salvación del otro, es cosa de supervivencia, es cosa de vida o muerte, ¡que grande es la amistad a muerte! Lo curioso es que con Enrique no compartía el interés por la psicología, él no formaba parte de mis compañeros de universidad o del grupo de estudio psicoanalítico, Enrique era uno de los pocos amigos con quien compartía simplemente la incertidumbre curiosa de la adolescencia. No hablábamos de Freud ni de Lacan (temas recurrentes con mis otras amistades), hablábamos de nuestras familias, de lo jodidos que eran nuestros padres, de religiones, de política y de las chicas (tema preferido por encima de cualquiera).
"Mateando" con Enrique Venancio
Yo admiraba de él su inventiva para ganar dinero, él decía que admiraba de mí que, después de un fin de semana de boliches y farra, apenas estudiando unas horas por la mañana, trasnochado y con Led Zeppelin a todo volumen, lograba la más alta calificación en el examen del lunes. Pero si tuviera que declarar cuál era la mayor destreza que compartíamos en aquella época, sin lugar a dudas era la de encontrar cómo pasarla bien sin un centavo en el bolsillo, ¡cómo añoro aquella creatividad!

Las épocas van quedando atrás, no está dicho que pase lo mismo con la amistad
Pero las responsabilidades estaban esperando a la vuelta de la esquina y al graduarme, al trabajar y viajar se perdió el contacto. En el momento que dejé de ver a Enrique apenas pasábamos la veintena, ya éramos adultos, pero seguíamos siendo rebeldes sin causa. ¿No es lógico que cada uno pensara del otro que terminaría hundiéndose, naufragando en los vicios o fracasando en una vida sin rumbo? (en realidad no había rumbo cuando nos dejamos de ver, así que era casi un pronóstico probado lo del naufragio).
Veinticinco años después nos reencontramos por Internet. La conversación fue intermitente y parca, difícil es que tanta historia acepte un mail como intermediario.
Unos meses más tarde, volví a Buenos Aires y se dieron muchos reencuentros con colegas. Pero ¡bueh!, los años pasan y las cosas en común cambian o se pierden o se descubre que no habíamos compartido nunca los mismos valores. Me reencontré con varios ex compañeros de estudios con los que intercambiamos ideas, además tenía reuniones pautadas previamente con conocidos por asuntos de trabajo y proyectos.
¡Cuantos reencuentros poco afortunados tuve! ¡Más bien debería llamarlos desencuentros!, con ex amigos de la vida (en un tiempo) y ahora amigos de la melancolía, gente que de entrada me apesadumbró con sus pesares, donde el reencuentro quedaba en segundo plano ante sus preocupaciones usuales de «tal plan que voy a hacer, de tal dinero que debo pagar, de tal problema que debo resolver».
«¿Y yo qué? ―me preguntaba por dentro―, también tengo cosas de qué quejarme pero no vienen al caso en este momento, ¿no debiera ser el reencuentro mismo lo más importante ahora? ¿No debiera ser nuestro centro de interés la sorpresa de volver a vernos con las curiosidades que el tiempo ha esculpido en cada uno?» De nuevo se hizo presente el narcisismo exaltado (del que hablé en el primer párrafo de este post), estas personas que algunas vez consideré amigas ya no les importaba la amistad (o no la valoraban tanto), sus problemas cotidianos opacaban cualquier intercambio, su egoísmo les impedía disfrutar del reencuentro con un viejo amigo, y, por sobre todo, les impedía darse cuenta que yo no tenía ningún interés en escuchar sus cuitas maritales, sus proyectos financieros, sus quejas domésticas, sus planes de comprar casa nueva o coche del año.
Erróneamente pospuse el reencuentro con Enrique. Mi esposa me hizo ver algo que no había concienciado: tenía miedo a cómo encontraría a Enrique a cómo estaría, y por ello me había dedicado primero a los reencuentros con colegas con los que por lo menos estaba seguro de tener la profesión en común.
Alegría de reencontrase vivos
Aquí en "Plaza Mayor"
en el barrio de Monserrat
Pero Enrique fue Enrique, la amistad estaba allí esperando. ¡Sólo Enrique Venancio estuvo dispuesto a celebrar la alegría de que estábamos vivos! y que, en contra de todas las estadísticas, no habíamos sucumbido ante los avatares del mundo.


La vida es para "brindarla"
El reencuentro con Enrique Venancio fue una fiesta, un vivir el momento, un verdadero reencuentro que borró cualquier vestigio de lo que uno pudiera tener aún perdido. ¡Sí!, es verdad que hablé de mí mismo, pero sólo fue para hacerle saber que estaba bien, y él también habló de sí pero sólo porque yo le pregunté qué hacía y así me enteré de sus éxitos, de la próspera empresa que dirigía y de su tesoro familiar (esposa y dos hijos); 
En el Café Tortoni
(fueron 3 botellas de Champagne)
pero ante todo nos escudriñamos para recomponer en nuestra memoria el semblante del otro: yo tuve que incluir en mis recuerdos su actual expresión seria de empresario y padre de familia, y supongo que él haya tenido que redefinir en los suyos mi talante tal vez más pausado, más asentado, ¿menos loco?
Escribo esto para aportar a quienes me leen alguna pista sobre la amistad. Estoy convencido de que sólo si un amigo hace del reencuentro una fiesta, sólo si logramos que nuestros pesares pasen a segundo plano en ese momento, sólo si estamos seguros que, aún estando en el propio lecho de muerte, de reencontrarnos con esa persona, lo primero a sentir sería la alegría y la sonrisa y el abrazo y la euforia de volver a vernos, sólo si estamos seguros que el placer del momento vendría antes de contarle cuanto dolor padecemos y de cómo nos estamos muriendo, sólo si sentimos que así sería el reencuentro, podríamos asegurar que en esta vida tuvimos un amigo.


Lis, siempre alerta tratando de inmortalizar los momentos
El "ciudadano del mundo" de seguro tiene claro que: sólo al momento de morir sabremos si una amistad lo fue siempre o nunca, porque se puede amar u odiar por un momento, por un día, por veinte años o por toda la vida, pero amigos, amigos de verdad, se es siempre o nunca se lo fue.

Consulta Portátil de Psicología en Buenos Aires (4) La teoría de las ventanas rotas

La teoría de las ventanas rotas

En las ciudades como en el
vidrio, una raja agrieta el resto
«Consideren un edificio con una ventana rota. Si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio, y si está abandonado, es posible que sea ocupado por ellos o que prendan fuegos adentro».
El libro de George L. Kelling y Catherine Coles sobre «La teoría de las ventanas rotas» se fundamenta en la anterior consideración. Pero a su vez, esa consideración se basa en un experimento que realizó Philip Zimbardo, psicólogo de la Universidad de Stanford en 1969:
1. Abandonó un coche en un barrio pobre, en el Bronx de Nueva York, sin placas de matrícula y las puertas abiertas para estudiar qué ocurría. A los 10 minutos empezaron a robar sus componentes. A los tres días no quedaba nada de valor. Luego empezaron a destrozarlo.
2. Abandonó otro coche en las mismas condiciones en un barrio acaudalado de Palo Alto, California. No pasó nada. Durante una semana el coche siguió intacto. Entonces, el psicólogo dio martillazos a la carrocería y esto actuó como señal vandálica para los virtuosos ciudadanos de Palo Alto, porque a las pocas horas el coche estaba tan destrozado como el del Bronx.

Mis propias ventanas rotas
Una ventana rota es
una señal para los vándalos
Recuerdo la fascinación que nos producía en la infancia a mis primos y a mi ver estallar el vidrio de las botellas bajo el proyectil lanzado con nuestras hondas de hule, y el non plus ultra del goce se obtenía al disparar y reventar los cristales de las ventanas. Pero nuestra estricta formación cívica jamás nos habría permitido apuntar a la ventana de una casa. Sin embargo, las veces que en nuestras peregrinaciones de cazadores furtivos por los terrenos baldíos del pueblo encontrábamos alguna edificación abandonada con alguna ventana rota, inmediatamente éramos seducidos por el llamado casi místico a terminar de romper el resto, recuerdo que era una sensación tajante como un imperativo categórico, y el ritual que seguía era siempre el mismo: nos mirábamos los unos a los otros para acordar el procedimiento, luego, hinchados de valor y decisión firme, cargábamos nuestras hondas con sendas piedras y disparábamos como si fuéramos soldados en el frente de batalla cumpliendo con un heroico juramento. Sí, eso era lo que sentía: que un invisible general de tres soles nos había dado una orden y nosotros cumplíamos nuestro deber: no dejar un solo vidrio en pie.
“La teoría de las ventanas rotas” nos alerta sobre la influencia del medio en nuestro comportamiento. Una acera sucia nos incita a olvidar la convicción de cuidar el ambiente de la misma manera que participar en un grupo de gente risueña nos invita a reír y un ambiente melancólico nos pone tristes. ¿Es simple mimetismo? ¿Simple contagio? NÓ, seguro que no. Recibimos señales, avisos y hasta órdenes del ambiente. Cuando entramos a una casa engalanada de blanco, con muebles de revista de decoración, los muebles nos dicen: «¡Mírame y no me toques!» Mientras que si entramos a un baño sucio no sólo nos desmerece cualquier cuidado por dejar alguna gota de agua regada sino que, de alguna manera, colaboramos a ensuciarlo más como si el baño nos estuviera ordenando: «¡Ensúciame!» A este fenómeno me refiero cuando critico los grupos de melancólicos, las asociaciones de gente que ha tenido pérdidas y se agrupa formando agrupaciones al estilo “Mujeres divorciadas” o “Deudos del VIH”, porque la matemática más simple nos alerta que el resultado final será el desaliento elevado exponencialmente a la cantidad de sus miembros.
El ambiente nos habla, nos dice cómo comportarnos, nos dirige, nos manda. No se trata de que sólo nos de permiso para tal o cual cosa sino que ¡nos comanda! ¡Dime en que estado está lo que te rodea y te diré cómo actuarás!

Ciudades Frágiles
Las ciudades latinoamericanas son particularmente frágiles, un político, un decreto, un sindicato, una agrupación vandálica, un simple mal hábito, es suficiente para astillarlas de muerte.
Buenos Aires es un ejemplo de la fragilidad urbana. La otrora Capital de Latinoamérica en pocos años ha cambiado el semblante: indigentes, basura, aceras rotas, autos y buses descarburados, contaminación deliberada, y mendigos, muchos mendigos, muchísimos mendigos ¡demasiados mendigos! Caminar por sus calles me rememoró continuamente la fábrica de mendicantes de “El callejón de los milagros” de Naguib Mahfuz. Y, al anochecer, Buenos Aires se transforma en un gran basurero, los “cartoneros” (personas que se dedican a la recolección y venta de cartones y metales para reciclaje y que están respaldados por un grupo mafioso) rompen las bolsas de basura y dejan las calles regadas de desperdicios que el viendo y los autos desparraman por dondequiera. De verdad que la cosa es tan triste que la tristeza desplaza y empequeñece la otrora melancolía romántica del tango (sí, ya ni la nostalgia del tango es igual, la avidez por chupar la billetera de los turistas lo ha despojado de su mística).
Los cartoneros riegan la basura,
el sucio genera más sucio
Y ni hablar de que en la ciudad del los cafés y los bistrós la salubridad pública brilla por su ausencia, unos años atrás se podía comer en cualquier restaurante confiando en la higiene porque parecía que todos los porteños siguieran el mismo patrón de mi madre: «pobres pero limpios». No, nada de eso, ahora (agosto del 2010) los bares y restaurantes de clase media, las fondas y tabernas cotidianas han sucumbido a la desidia y distan mucho de ser higiénicamente confiables, con cocinas sucias y pisos mugrientos con baños destrozados e infuncionales tapizados de melaza de orín resecado. Hoy Buenos Aires es smog, ruido, sucio, basura, mendigos y cartoneros que transforman la melancolía romántica de antaño en simple desaliento. La ciudad se está quebrando, la extrema vulnerabilidad de su equilibrio está cayendo bajo «el efecto de las ventanas rotas» (contagio de las conductas inmorales o incívicas), lo que hace que la altanería porteña que antes era tolerada por los foráneos por considerarla una curiosa particularidad de su idiosincrasia, ahora se vea ridícula: «se están hundiendo con la nariz respingada».

Cercos y controles represivos: inocentes intentos de rellenar
los vacíos políticos y de conciencia ciudadana
Los organismos encargados de la limpieza y el orden hacen lo inhumano, me consta, pero ninguna ciudad puede soportar el peso de la falta de conciencia ciudadana.
Un taxista, enojado por el embotellamiento causado por piqueteros (los piqueteros son mercenarios de la protesta de calle) que trancaban la Av. 9 de Julio, exclamó con rabia (sin saber de mi relación con Venezuela) «¡Es que ahora somos todos chavistas!».

Los "piqueteros" mercenarios urbanos de la infelicidad.
Y si, parece cierto, en los tres años que falto de Buenos Aires pareciera que hubiese pasado el mismo vendaval que vi llevarse lo poco de buen vivir que quedaba en Venezuela, tal vez esa sea la causa principal del desafuero: la transvaloración de los valores que gira por Latinoamérica con la desquiciada intención de cambiar la pobreza, pero no eliminándola sino dándole un nuevo estatus: «si todos embasuramos, si todos escupimos en el piso, si todos enfermamos de amibiasis si a todos nos da dengue y mal de Chagas ya la pobreza no se notará». Tentación de ventanas rotas.

Buenos Aires, ciudad frágil, no permitas que te cambien del todo el significado del estribillo: “Mi Buenos Aires querido ¿Cuándo te volveré a ver?...

BUENOS AIRES, CIUDAD DE CIELOS AMBIVALENTES (vídeo)


viernes, 26 de noviembre de 2010

Consulta Portátil de Psicología en Buenos Aires (3) Escatología porteña.

Buenos Aires bajo excrementos
Así como en mi época de estudiante en Buenos Aires una canción de Miguel Mateos (Zas) lanzaba el grito en las radios «En la Argentina hacen falta huevos», creo que llegó el momento de decir que «en las calles de Buenos Aires hacen falta huevos y bastan los de codorniz» porque de lo que se trata es de tener la mínima bravura de poner una ley, pero no una ley con la altivez de la ley de policías de Macri, sino una simple ordenanza decente contra la mierda, sí, así como lo digo, una ley de mierda, porque no se puede decir de otra manera, las aceras de Buenos Aires están llenas de mierdas que ameritan regulación. Y es que las aceras de Buenos Aires están plagadas de excremento de perro.
No puede ser que los canes en Buenos Aires tengan derecho de anarquía (escatológicamente hablando), no puede ser que la gente pasee impunemente su mascota dejando un rastro de excremento delante de las puertas ajenas. Tuve oportunidad de detenerme a ver una viejita encapotada con tapado de piel de zorro gris que paseaba su perrito enano y que sonreía mientras el can de cuatro pulgadas dejaba un sorete más grande que él frente al zaguán de entrada de un edificio. La viejita del tapado hecho con las pieles de toda una familia de primos de su perro ¡Sonreía contenta por la gran hazaña de su perrito! ¡Que narcisismo escatológicamente alterado! ¡Esa misma señora probablemente sea (en su casa) una maniática de la limpieza y obligue a sus invitados a descalzarse para no rayar o ensuciar sus pisos de parquet plastificado!
Un día, mi esposa y yo decidimos seguir por unas cuadras a uno de esos muchachos que se ganan unos pesos paseando perros ajenos y que van por la acera llevando de la correa a tomar aire fresco a una veintena de canes, al principio lo observamos recoger calmosamente animales en las casas y edificios del barrio de San Telmo, luego tuvimos que apurar el paso porque el muchacho empezó a caminar ligero halando a los canes como para no darles tiempo de accionar sus esfínteres y así siguió su marcha nerviosa hasta cruzar la Avenida Independencia. Ya del otro lado, o sea, cruzando la frontera del barrio donde viven los dueños de los perros que llevaba, se detuvo a que los animales hicieran de las suyas. Se paró en la primera esquina y los canes depositaron unos diez regalos secos y cinco húmedos, luego se detuvo a mitad de la cuadra siguiente y fueron tantos los secos y húmedos que nos dio asco contarlos (el lector tiene todo el derecho en pensar que el matrimonio Fattorello no tiene nada que hacer si anda persiguiendo jaurías de perros y estudiando sus procesos intestinales, pero me defiendo recordándoles que la búsqueda de la “ciudad mundial” y del “ciudadano del mundo” es algo que nos hemos tomado muy en serio y por ende debemos ser escrupulosos en todas nuestras observaciones). Lo cierto es que pudimos comprobar que este delincuente múltiple (así como hay condenas especiales para los Serial Killers debiera existir leyes y penas especiales para estos enmierdadores masivos), llevaba a los canes a depositar sus excrementos en el barrio de al lado.

El "paseador" de perros en realidad es un valet de váter.
Así como hay leyes que prohíben que un país contamine con sus desechos tóxicos a otro, debiera estar prohibido que el can de un barrio deje su caca en el barrio vecino. ¡Vamos, es cosa de sentido común, tanto el que cada quien se haga cargo de su propia miseria como el que nadie se quiera hacer cargo de la miseria del otro! Pero seguramente la cosa no pasa a mayores porque los del barrio donde los perros de San Telmo defecaron, llevan a sus perros a defecar en San Telmo. ¡Lo que es igual no es trampa! ¿Entienden esta filosofía barata? ¡Todos pisan mierda, pero como no es la propia….!
Lo cierto es que Buenos Aires Capital está bajo el dominio fecal de los perros.
Esto debe ser regulado. Y me siento con especial derecho a denunciarlo porque pertenezco a esa gran cantidad de latinoamericanos que nos hemos pasado la vida hablando bien de Buenos Aires, soy parte de los que hemos contribuido a crear (en el imaginario colectivo) la idea de que Buenos Aires es la eterna París de La Belle Époque, la capital latinoamericana del buen gusto y las aceras para caminar. En fin, nadie espera que las aceras de Caracas estén limpias, ni las de Guayaquil, ni las de La Paz, pero Buenos Aires es un ícono y eso implica una responsabilidad.
El rastro excrementicio perturba lo que la ciudad puede ofrecernos, Buenos Aires tuvo la suerte de que en su periodo de planificación como ciudad capital a finales de 1800 el encargado de la programación urbanística se inspirara en los bulevares de París, y propulsara la construcción de amplias aceras para que la gente pudiera pasear y admirar la arquitectura de los edificios (que fue proyectada para que representara las tendencias del momento), y que hoy nos muestra una colección inigualable de art nouveau, neoclásico y ecléctico que pareciera puesto allí sólo para el disfrute de los viandantes. Pero la poesía se acaba cuando tenemos que caminar mirando al piso para no pisar una caca de perro.
Trataré de ilustrar la idea con una anécdota: camino del brazo con mi esposa, vamos lo más cercanos posibles para generar ese halo de calor que contribuye a disminuir el frío del invierno austral (esa es la excusa, la verdad es que no hay nada mejor que andar juntito al ser amado), y vamos conversando, y voy diciendo: «Mira esa fachada neoclásica parece que fuera...» «¡Merd!» ―prorrumpe mi esposa―» (“merd” es la señal de alarma para evitar pisar una caca de perro). Después del correspondiente saltito, trato de continuar la conversación, «¿te diste cuenta que los porteños no pierden oportunidad para…» «¡Merd!».
«¡No! ¡Así no se puede sostener una conversación!»
Por más que se vista de seda....
Al momento de editar este escrito de Agosto de 2010, (ahora es noviembre del 2010) acabo de regresar a Venezuela de un viaje corto a España. Y fue el hecho de encontrarme en Barcelona con el mismo problema lo que me motivó a editar este escrito de hace meses. ¿Es que la anarquía fecal de los perros está desatada? No, seguramente tiene que ver con algunas de estas tendencias actuales a querer más a los animales que a tu prójimo. Pues espero que este post sirva para levantar un grito más contra quienes no se apiadan del hambre del vecino y compran pellets de salmón ahumado para el gato de la plaza. Está bien la solidaridad con la vida en general, pero las amebas que mataron a mi vecino también eran cosas vivas y sinceramente mi vecino hubiera preferido que fueran cosa muerta antes que morirse él, ¡Ah, y él también tenía un perro!
Se dice que «quien tiene tienda que la atienda». Pues creo que quien tenga mascota debe atenderla y entender que sus inmundicias son parte de ella.
Buenos Aires ¡Date tu lugar! ¡No nos hagas quedar mal! Hay otros países, hay otras ciudades de las que no se espera más de tanto, es más, de algunas no se espera absolutamente nada, como el caso de las ciudades de Venezuela donde las prioridades son otras, como lograr regresar a tu casa sin que te asesinen en el camino y por ello la suciedad en las calles es una nimiedad secundaria. Pero Buenos Aires tiene otra responsabilidad, la de ser un patrimonio de todos y todos esperamos mucho de ella.
Injusto sería no mencionar que hay ciudadanos concientes que pasean a sus perros con bolsas para recolectar sus residuos

martes, 9 de noviembre de 2010

Buenos Aires (2): La “Psicorentabilidad”. Nueva pandemia entre psicoterapeutas

Psicología enlatada

No debiera ser necesario aclarar que soy responsable de todo lo que escribo en este blog y que si alguien se siente ofendido o aludido por mis notas tiene derecho a réplica en la sección de comentarios. Aún así lo aclaro porque al sentarme a escribir este post presiento que la indignación que me atribula dificultará que encuentre eufemismos al momento de dar mis opiniones sobre cierta situación actual de la psicoterapia en Buenos Aires.
Pero antes debo aclarar que los psicoanalistas, neurólogos, psiquiatras y psicólogos argentinos que fueron mis profesores en Buenos Aires los tendré siempre en un pedestal de honor, valor y agradecimiento por no haber sido nunca reticentes en enseñarme todo lo que sabían, mi deuda con los profesores argentinos es impagable, mi reconocimiento es inmarcesible y mi admiración casi mística. Y es justamente esta admiración hacia los profesionales de la salud mental de Argentina la que hizo que me indignara con la actitud de algunos colegas bonaerenses en el reencuentro de este año (2010).
Para reasegurarme, vuelvo a enfatizar que de ninguna manera las observaciones que haré sobre algunos psicoterapeutas en las próximas líneas son atribuibles a la mayoría de los profesionales de la salud mental de Buenos Aires, al contrario estoy seguro que corresponden a una minoría, pero una minoría que trata a muchos pacientes y de allí su trascendencia.
Y para que mi juicio no sea visto de entrada como una calumnia, comenzaré hablando de las causas antes que de las consecuencias.
Resulta que en Buenos Aires, por ser desde hace mucho una capital mundial de la psicología ha logrado incluir la psicoterapia como componente de la “cesta básica” de la familia porteña (un altísimo porcentaje de la población acude a consulta psicoterapéutica), y así las “obras sociales” han incluido en sus programas de salud el tratamiento psicológico. Seguros sociales del estado como Pami (seguro social para jubilados), y seguros privados como OSDE (Organización de Servicios Directos Empresarios), entre otros, ofrecen a sus afiliados consultas con los psicoterapeutas de su staff. Estos psicoterapeutas (psiquiatras, psicólogos) perciben unos 8 -10 dólares por paciente visto, con lo que, para redondear su salario, los terapeutas se transforman en ballenas con la boca abierta tratando de tragar todo el krill (léase pacientes) que puedan. ¿El resultado de esto? ¡Imagínenselo! ¡Una docta salvajada!
El elemento común de todos los sucesos que ocasionaron mi indignación, fue la frecuente utilización, por parte de algunos psicoterapeutas que trabajan en estos sistemas masivos de salud, del término “rentabilidad” al referirse a la atención de pacientes y a las terapias utilizadas. Allí donde yo esperaba que se hablara de «efectividad terapéutica», «remisión de síntomas», «curación», «alivio», «investigación» y «descubrimiento», se repetía el comentario «esto no es rentable» o « aquello es más rentable».
Para muestra un botón, hablando con un psiquiatra de uno de estos servicios le pregunto:
—¿Y qué tipo de psicoterapia haces con tus pacientes, acaso psicoanalítica?
A lo cual me respondió:
—No, no, para nada, la psicoterapia no es rentable, se necesita demasiado tiempo, para bancarme esto debo ver por lo menos cuarenta pacientes diarios, yo les doy medicamentos, con psicoterapia no me daría la base.
¿Se entiende lo que trato de decir? Otro psicoterapeuta me cuenta: «Bueno Mario, yo trabajo 16 horas al día para que me den los números y preparo algunos talleres, tú sabes, “enlatados” y ese tipo de pavadas que le vendemos a organizaciones gubernamentales, fundaciones, etc
¿Dieciséis horas al día atendiendo pacientes? ¡Eso no es psicoterapia, es un desquiciado maratón! ¿Enlatados y pavadas? Por definición estas cosas nada tienen que ver con la psicología, ya está dicho, son pavadas enlatadas, pero la cosa no es tan sencilla, porque en estos discursos hay un gran ausente, que es el personaje principal del asunto: el paciente, que es quien se traga el botulismo de los enlatados.
Un colega me propuso, de buena fe, trabajar con su equipo (para atender cientos de pacientes en tiempos impensables) y antes de poder negarme cortésmente, comenzó a mencionarme los tramites que debía realizar para ingresar y en primer lugar mencionó: «Necesitás el “Seguro de mala praxis» (un seguro para resguardarse de una demanda por mala práctica profesional). Sentí una alarma entristecedora por dentro (la pena ajena no me permitió expresar lo que pensaba). «¡Qué cola de paja! Lo primero que piensa es en resguardarse de ser juzgado por el cadáver que ya guarda en el refrigerador-pensé a lo Breton-». Deshonestidad premeditada. ¡Y, claro!, con un sistema que propone psicoterapia para todos pagando una miseria a los terapeutas es lógico que se propague la mala praxis. Pero he aquí el centro de gravedad del asunto: debieran ser los psicoterapeutas mismos los que no aceptaran en posición genuflexa la aberración propuesta. ¿Cuánto cuesta la conciencia de un psicoterapeuta?
Desde este momento me declaro militante de la cruzada para que la “Psicorentabilidad” se incluya en la semiótica psiquiátrica como una enfermedad grave (y peligrosa) a la que están expuestos los trabajadores del área de la salud mental (en especial los que trabajen en sistemas públicos de salud en Latinoamérica).

Al final, el psicoanálisis sigue con la ética en alto

Cuando en 1993 tomé la decisión de alejarme del psicoanálisis lo hice con firme convicción de que debía emprender un camino hacia una psicoterapia más efectiva para el paciente. En aquél momento dije en un congreso psicoanalítico que me alejaría porque lo que ellos llamaban “psicoanálisis” a mi se me iba pareciendo cada día más a un romance entre el terapeuta y el paciente (en el psicoanálisis clásico la duración de la terapia era calculada en años de tratamiento de cuatro sesiones a la semana). El motivo principal de mi búsqueda de terapias más breves y rechazo a los tiempos psicoanalíticos radicaba en que reconocía “la velocidad y la efectividad” como los valores más evidentes de fin de siglo, y ante estas demandas culturales las terapias de larga duración eran anacrónicas, mi intención era crear una terapia más concreta, acorde a las exigencias del mundo del momento porque estaba claro que el psicoanálisis no marcaba las pautas del mundo, y que la gente pedía algo diferente y de no acudir a esta llamada habría sido como escupirle en la cara a Darwin.
Hoy en día siento que fui demasiado prepotente en mi aseveración, a pesar de que lo pronosticado terminó siendo cierto, me arrepiento del tono crítico y peyorativo con que denigré del psicoanálisis, porque hoy en día los psicoanalistas siguen siendo los más fieles a la investigación y a la vocación científica. Los psicoanalistas son los únicos que se han podido deslindar del mercado de la autoayuda, de los enlatados y de la “Psicorentabilidad” (el psicoanálisis es una terapia cara pero muy profesional y basada en el paciente, y nunca se podría someter a sistemas perversos de atención masiva).
Al desligarme del psicoanálisis automáticamente estaba entrando al bando de “los demás”. Pero tristemente debo reconocer que algunos de “los demás” son “ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario”, la mayoría se dicen “eclécticos” (ser ecléctico significa saber un poco de todo y mucho de nada), dicen ser descendientes del psicoanálisis y de que estudiaron Lacan antes de darse cuenta que el mundo había cambiado (yo diría que dejaron de ser Lacanianos cuando se dieron cuenta que no lo podían entender si lo estudiaban mientras sacaban cuentas domésticas para cambiar el modelo de automóvil). Pero lo cierto es que pareciera que de Lacan les quedó lo que no entendieron. Lacan enfatizó: “Hagan como yo, no me imiten”. Pero el consejo no cundió y pareciera que hicieron lo contrario, porque terminaron imitándolo sin comprenderlo, y así se aislaron del mundo científico y entraron al sueño de contar lingotes, como dijo de Jacques Lacan la revista L'evénemente du Jeudi (que como la mayoría de las voces de la época, también desapareció): “El chamán del psicoanálisis, el gurú de los años setenta terminó su vida en el mutismo, coleccionando lingotes de oro, ávido de silencio y de dinero”. Así parecen haber decidido terminar varios de mis colegas “eclécticos”, esos colegas que “no son ni uno ni lo otro sino todo lo contrario” y que en general cayeron en la tentación pesetera de pensar la psicoterapia en términos de mercancía. La muerte de toda mística. La vocación ahogada por la finanza doméstica, el ocaso de ídolos que no llegaron a ser ni estatuillas de cerámica.
«Desubicados» los llamaría si estuviéramos hablando de una posición ideológica en una agora griega, pero como hablamos de atención a pacientes en un blog personal de alguien que cree en la ética, no hay alternativa en el calificativo: «criminales».

Por otro lado sale el Sol

Respiro hondo y me tranquilizo al recordar las fructuosas reuniones que pude departir en Buenos Aires con gente seria e interesada sobre los estudios e investigaciones que en la Escuela de Psiconomía hemos realizado, y de cuánto me nutrí del interesante trabajo que muchos colegas están haciendo en importantes campos de la psicología; lamento ahora la rabia implícita en los párrafos anteriores, lamento que lo malo tienda a opacar lo bueno así como una indigestión desvirtúa un suculento almuerzo.
Innumerables fueron los gratos tratos y enseñanzas que recibí en Buenos Aires, y repito, los buenos son los más, por ejemplo: Juan Carlos Feole, que dirige una comunidad terapéutica para droga-dependientes en la provincia de Buenos Aires, un trabajo de trincheras, soldados que se saben en guerra contra el flagelo de la droga y que como en cualquier guerra saben que «vale todo» y por ello deben inventar sobre la marcha estrategias nuevas y cada terapeuta termina volviéndose una eminencia anónima en lo particular de su enfoque.

Con el Psic. Genaro Juan Carlos Feole
Y como ellos son muchos los doctos batalladores que acrecientan las ciencias psicológicas en Buenos Aires. Muchos recién graduados y jóvenes terapeutas me enseñaron sus ganas de trabajar por la vanguardia científica y en general para colaborar en hacer del mundo un lugar mejor, muy especial fue conocer psicólogos que ayudan a los inmigrantes sin techo: todos héroes. Tuve la suerte de conocer al director de la revista “Actualidad Psicológica” que desde hace 30 años se mantiene en la vanguardia con un esfuerzo y calidad digno de un premio Nacional de las Artes y Ciencias. Me reencontré con profesores que recordaban discusiones filosóficas serias que habíamos sostenido 20 años antes: fue maravilloso.

Y es por eso que...

Y justamente porque existe esta gente honesta, proactiva, humana y seria, es tan grande la indignación por los que ven la profesión psicoterapeutica como una mercancía. En una relación medico-paciente, el paciente es un ser indefenso que pone su vida en manos del médico, por ello, la ética profesional es tan importante, porque la relación médico-paciente se presta para el abuso.
Y quiero terminar volviendo a enfatizar que “La Psicorentabilidad” es una enfermedad pandémica entre los profesionales de la salud mental, ahí se lo dejo a la ciencia para que trate de curarla ¿Cual ciencia? ¿La política? ¿La psicología? ¿La economía? ¿La ética?...