SER OTRO
En Atenas me propuse, cual delincuente, eludir la vigilancia
para recorrer la Acrópolis en horario de cierre al público. Así logré estar a
solas en el teatro de Dionisio para abandonarme a mi vicio preferido: imaginar
que no soy yo.
Y, por supuesto, en aquel lugar tenía que aprovechar para
ser Sócrates y figurarme que andaba por Atenas, con postura de ignorancia,
interrogando a la gente para poner al descubierto las incongruencias de sus
afirmaciones. Hoy quiero pensar que no he tenido momentos más plenos que los
vividos sabiendo que no sabía nada.
LAS MIL Y UNA VIDAS
¿Quién no ha querido vivir otras vidas? ¡Vamos! Sé que no
soy el único que después de ver The Shining fantasea con pasar unas semanas
cuidando un hotel de lujo cerrado por temporada invernal (sin Jack Nickolson,
claro); o que se imagina estudiando gorilas en la niebla africana (sin perder
la cabeza por ello, se entiende) o hasta pasar las penurias de un náufrago con una
pelota Wilson como único compañero ¡Cuántos sueños! ¡Cuántas vidas por vivir! Ser
explorador, bucanero, chef, polizonte, Mozart, Charles Darwin, tabernero, ermitaño
o Rock & Roll Star. En la vida hay tantas opciones, que el aburrimiento
sólo puede concebirse como la indecisión ante la abundancia de alternativas.
Soñar es un lugar común, también lo es tener alternativas,
sin embargo, el aburrimiento no es igual para todos, unos se aburren más que
otros, unos son más indecisos que otros. Pero, ¿que ocasiona la parálisis ante
las alternativas? Aún a riesgo de parecer pedante, debo decir que mis
observaciones son concluyentes, el origen del aburrimiento por incertidumbre es:
el pensamiento comprometido.
COMPROMETER EL
PENSAMIENTO ES VENDER (BARATA) EL ALMA AL DIABLO
El proceso comprometedor del propio pensamiento se inicia en
secreto, de incógnito, a espaldas de quien se compromete. Desde el nacimiento
los padres reclutan a los hijos en la reglamentaria religión doméstica, en el
folklore nativo, tradiciones familiares, moralismos del abuelo, complejos de la
madre o frustraciones del padre, en fin, todas esas patrimoniales formas de pensar
que componen la herencia parental. Luego de unos años, el hijo recibirá la
orden de emanciparse y hacerse cargo del pago de alquiler por el espacio que
ocupa en el planeta, lo cual, en un primer momento, será recibido con
entusiasmo por el novato que siente aquello como un aliento de libertad. Es a
la mañana siguiente que toma conciencia de ser prisionero sin cárcel ni
condena. Es a la mañana siguiente cuando el joven se da cuenta de no poder
pensar por sí mismo, de que las decisiones ya están tomadas antes de poder resolverlas,
y entonces se consternará por haberle vendido, o más bien regalado, el alma al
diablo, y allí caerá en cuenta de que a cambio de la herencia, durante su
domesticación, ha sido desalmado. Y en una heladería, para aliviar el sofoco elegirá
un helado de cualquier sabor menos el de fresa, porque alguna vez su padre sentenció
que el color rosado no era de hombres.
Y así, el muchacho, sin elegir y sin alternativa, escogerá y
escogerá los gustos del padre, las preferencias de la madre, lo que la religión
le permita y lo que el abuelo no critique. Y escogerá y escogerá, sin elegir. Para
siempre hipotecado «porque así me lo enseñaron, porque siempre ha sido así,
porque soy italiano, comunista o fascista, o porque soy musulmán, budista o simplemente
soy hijo, lo que no es poca deuda». El contrato hipotecario con la enseñanza impuesta
no tiene cláusulas escondidas en letras pequeñas, directamente no tiene nada
escrito porque lo obliga todo, cuando se vende el alma se firma un papel en
blanco, porque el papel, aunque dicen que aguanta todo, tiene un límite, y el
horizonte del pensamiento comprometido no acepta límites, porque no hay «más
allá» en el compromiso.
SIN SABERLO
Lo más frecuente es que la falta de pensamiento propio pase
desapercibida, y los hijos actuemos sin darnos cuenta de que no elegimos al
decidir, la naturaleza es así, manipuladora. A la naturaleza no parece gustarle
que sepamos por qué hacemos las cosas, por eso suele comportarse como niña aficionada
a las escondidas, y, en esa actitud, la naturaleza se parece mucho al dios que
castigó a su creación por arrimarse al árbol de la sabiduría, dejando claro su
primer mandamiento «haz lo que yo digo sin chistar». A la naturaleza llana y
salvaje, como a ciertos dioses, parece venirle bien la ignorancia. Y así, un
muchacho (supuestamente emancipado) evitará leer “Una temporada en el infierno”
de Rimbaud porque su madre juraba que «a las cosas del demonio basta nombrarlas
para que aparezcan», y vivirá en secreto el temor de enloquecer porque un maestro
prostático aseguró en la clase que «la masturbación hace perder la razón», se
suicidará estrellando un avión contra el World Trade Center de New York porque un tío sentenció que «nació para ser
mártir» o tendrá hijos a los diecinueve años porque su bisabuela «necesitaba» ser
tatarabuela. Y todo esto lo hará, sin saberlo.
Vivimos entusiastas de nuestro libre albedrío, juramos sobre
nuestra libertad, y en ella trabajamos la jornada de ocho horas despertándonos
a las seis de la mañana cada día, cumpliendo con desayunar a las siete,
almorzar a las doce y cenar según lo dicte la ocasión, vistiéndonos según las
tiendas de descuento, oscuro de noche y claro de día, y todos los años
vacacionamos en la misma fecha por la misma cantidad de tiempo. Somos
verdaderamente libres, libres de no darnos cuenta de no serlo.
¿COMPROMISO O
CHANTAJE?
Uno de los compromisos más terrible que con frecuencia me
toca presenciar es el del hijo comprometido a respetar a sus padres a ultranza.
El meollo del asunto es que el respeto es algo que se tiene que ganar y también
tiene límites que, de trasponerlos, puede obligar al “respeto mismo” a
transmutarse en “defensa propia”. Pero el pensamiento comprometido a la ligera
forja historias donde algunos hijos, luego de narrar las atrocidades del propio
padre, luego de describir las humillaciones, vejaciones y demás maltratos
recibidos, se sienten comprometidos a terminar el discurso aclarando «pero yo
lo amo igual». Ni hablar de la posibilidad de denunciar al maltratador, su
pensamiento está demasiado comprometido con la enseñanza que sus padres,
previendo lo que pudiera suceder, le inculcaron convenientemente «honrar a dios
y a los padres por sobre todas las cosas». «Y claro —dirá el hijo maltratado—,
si Jesucristo aceptó con resignación el ensañamiento parricida del propio padre
¿quién soy yo para juzgar al mío?». Y si seguimos en la categoría de
compromisos familiares, nos encontramos con esas parejas que viven juntas a
pesar de odiarse y tratarse a zapatazos. Parejas que se hacen la vida imposible
por estar comprometidos con aquello de que «lo que dios ha unido nadie lo puede
separar» ¿Dónde termina el compromiso y comienza el chantaje?
PENSAMIENTO PROPIO
«Somos uno y muchos», escribió Jorge Luis Borges. Admiro a
Borges, pero no le puedo perdonar no haberle puesto exclamativos a su
afirmación para darle visos de advertencia «¡Somos uno y muchos! (exhortándonos
así a tomar precauciones)». Quien sabe, hasta él puede que tuviera el
pensamiento comprometido. Borges comprometido con ser Borges…, jajá, muy digno
de él. Pero nuestro tema exige dejar de lado las excepciones como Borges, para
ser más terrenales, o sea, más paradójicos, como aquel dios que luego de
imponer mil condiciones se llena la boca regalándonos el libre albedrío ¿Es
una broma? ¿Cómo se puede pensar con tanto compromiso? ¿Cómo puede nuestro
pensamiento ser libre debiéndole pleitesía a tanto instructivo?
Y por otro lado ¿cómo es posible que existan libre
pensadores si el compromiso es inevitable por comenzar a imponérsenos antes de
tener voluntad propia?
Pido disculpas por lo presuntuoso que pueda parecer (de
nuevo) el responder estas preguntas con otra conclusión categórica: para liberarse
de lo establecido, previamente debe conocerse a fondo los compromisos (culturales
y sociales) en boga. Sólo después de aprender a barajear los naipes del
imaginario colectivo, es factible vencer el miedo de pasar por la puerta de un
itinerario propio. Beethoven tuvo que aprender hasta el tuétano las reglas
musicales de la época de manos y látigo de su autoritario padre para luego
renacer. La música de Beethoven renació de la muerte de lo establecido. Para
influir en el futuro hay que tener plena conciencia del presente. El ateísmo de
Schopenhauer vence el miedo a través de su conocimiento del catolicismo y las
religiones orientales. Freud pudo ser un librepensador porque conocía, o por lo
menos trató de conocer, la psicología, la neurología, antropología, filosofía y
literatura que colmaba su época, sólo después de ello pudo pasar más allá. Si
Freud hubiese estado comprometido con la religión judía, con la psicología del
momento, con el puritanismo victoriano, el psicoanálisis no habría despuntado. Pero
hoy día los músicos deben conocer a Beethoven para superarlo, y no puede
llamarse científico quien repita como papagayo a Freud. De no dejar de ser
papagayo no habría novedad. Al repetir como urracas a un librepensador, aunque
lo hagamos por propia voluntad y sin intervención alguna del librepensador
emulado, también caemos en el pensamiento comprometido. Al repetir no se avanza,
la repetición camina en círculos. Para avanzar no hay que ser como los
librepensadores, sino hacer lo que ellos hicieron, tener pensamiento propio.
COMPROMISO DE
COMPROMETERSE
Pero, los hombres de a pie, parecen estar propensos al «compromiso
de comprometerse», con lo cual trancan la cerradura de entrada al libre
pensamiento y quedan aislados en un infinito pasillo de puertas cerradas: el
aburrimiento. Razonemos la metáfora ¿quién puede considerar divertido un
pasillo de piso de hotel con cientos de cerrojos idénticos y cerrados?
Piénsenlo, el que se queja de aburrimiento se queja de
laberintos con puertas trancadas, de callejones sin salida. El aburrimiento
está condicionado a un previo abandono al destino y es por ello que los
comprometidos se lamentan con estoicismo «… ¿qué le voy a hacer? Hago todo lo
que puedo para ser un buen… padre, hijo, cristiano, miembro del partido,
patriota… (la lista será tan larga como compromisos sean posibles)».
Comencé este escrito hablando de las aventuras que
quisiéramos vivir además de la propia y ahora el reto parece ser otro mucho más
elemental: lograr que la única vida que tenemos sea «propia». En consecuencia el
concepto de aburrimiento también cambia, y termina siendo «aburrido» quien no
tiene una vida propia sino, tantos compromisos ajenos que no le queda tiempo de
vivir el suyo…, y por cierto ¿Puede haber un compromiso con la propia vida que
no sea hacerla única?
LA DIFERENCIA APARENTE
Por otro lado, es justo mencionar que existen compromisos
que promueven la diferencia. Una publicidad de televisión muestra el atuendo
particular de un cantante pop de moda. Y al mismo tiempo que exalta su
originalidad, ofrece el atuendo en cuestión a un módico precio de oferta. A los
días, la calle está repleta de viandantes ataviados con el original y exclusivo
ropaje del mencionado cantante. Cada una de estas personas, con semblante
soberbio y andar presumido exhibe su desprecio por lo común y su gusto por la
originalidad. Cientos de personas vestidas idénticas caminan por las calles
seguras de marcar la diferencia y de que su libre pensamiento está bien
representado en su prêt-à-porter.
TODO ESTÁ POR DECIRSE
¿Han prestado atención a la cara de sobrado que ponen
aquellos que aseguran que «ya todo está dicho»? Suelen decirlo con aires de
haber descubierto cómo superar la velocidad de la luz. Lo peor (o mejor) del
asunto es que un físico matemático jamás se atrevería a decir tal cosa. Pero,
lo infame de afirmar que todo está dicho es que trata de justificar la propia
falta de autenticidad.
«¡No te pongas a inventar! Ya todo está dicho» —asegura el flojo—.
¡Por favor! ¡Qué carencia de estética! ¡Como si la forma no fuera un valor en
sí mismo! Como si hacer pan fuera lo mismo que preparar pizzas, empanadas, brioches
y demás pitanzas hechas con la misma harina, agua y levadura. En la vida no se
trata de hacer bollos, sino de moldear y hornear. No se trata de lo que está
dicho, sino de la forma de decirlo. Un troglodita es tan humano como un
astronauta, pero no son lo mismo, son distintos en la forma y en el objetivo.
Los seres humanos le otorgamos valor a las cosas para darle
un sentido a la vida, y es ahí donde está la magia: el valor no es estable,
depende de uno, del lugar, del momento, en el fondo el valor es personalísimo. Por
eso, todo está por decirse.
EL COMPROMISO DE
CREER
La resignación al compromiso proviene de la comodidad
apática: «no pienso, luego descanso». En este sentido, creer en el destino
divino es equivalente a un confortante diván de plumas. Y todo esto es
increíblemente popular a pesar de que creer a ciegas no genere beneficios a
nadie en la práctica. Al que se está ahogando en el mar, de nada le sirve que
un creyente desde un bote cercano le asegure que «dios proveerá». Creer en
milagros no sirve de nada ante una apendicitis a punto de estallar. Y tal vez
haya quien diga que estos ejemplos son inadmisibles por radicales. Pero
bastaría con cambiar los personajes, bastaría con mencionar que los testigos de
Jehová prefieren que un hijo muera antes que se le realice una transfusión
sanguínea. Bastaría pensar un poco en esto para sentir que el diván de plumas
no es tan cómodo.
Como mínimo tenemos que reconocer que lo que de admirable
pueda tener la humanidad actual no proviene de quejas y consecuentes plegarias
que piden ayuda y solución, sino de las ideas atrevidas y el valor de actuar.
No basta con quejarse del calor, hay que atreverse a pensar una solución, y
tener el valor de llevar a cabo esa idea, esto lo sabía Willis Carrier al
inventar el aire acondicionado. Quejarse de tanto y buscar consuelo de tonto es
una prebenda del pensamiento comprometido, sin lugar a dudas cómoda, pero que
genera muy pocos cambios, para no decir ninguno. Creer a ojos ciegos sobre algo
que viene diciéndose, impide que se diga algo nuevo. La novedad es una ruptura
de lo establecido. La novedad, mientras lo sea, es valiente; por eso las
gallinas la evitan ¿para qué preocuparse por el tiempo si el gallo las
despierta?
En el mundo de Lewis Carroll, el periódico preferido de los
comprometidos se llamaría «El Diario de antes de ayer », y sólo reseñaría obituarios.
Al pensamiento comprometido le incomoda la novedad, prefiere lo obvio, lo previsible.
Al comprometido le fascinaría que le leyeran el futuro día a día, minuto a
minuto, para no tener que enfrentar nada por primera vez. A quienes disfrutan
del pensamiento comprometido no le van las sorpresas, les parecería
insoportable la vida de un gusano si el mismo no supiese que algún día será
mariposa, como insoportable sería la vida de un creyente comprometido si no
creyera firmemente en su postrera metamorfosis en alma celestial con alas de gallina
blanca.
NO ES LO MISMO SER UN
BUEN CREYENTE QUE UN CREYENTE BUENO
El primer dogma que cree el creyente es creer que, por creer
en dios, es bueno. El segundo dogma que cree el creyente es que, creyendo el
primer dogma está libre de toda condena. Conociendo la tendencia a idealizar
que tenemos todos, me pregunto si los teólogos se cuidan de no sobreestimar a
los dioses, porque siendo tan parecidos a nosotros, ¡no vayan a tener también una
doble moral! Por ejemplo, es imposible ocultar que el racismo proviene de los
dioses. Todos los dioses han sido racistas. Racistas y segregacionistas, porque
las deidades tienden a favorecer ciertas razas y dentro de ellas a cierta clase
social, que, por ser defecto de dioses necesitar reconocimiento, al ser más multitudinarios
los pobres que los ricos, su preferencia no tiene opción, como lo aclara Mateo «es
más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre
en el reino de dios…». ¡Vamos!, sea contra los pobres o sea contra los ricos,
discriminación es discriminación. A mí, esto de que el dios hebreo, supremo,
todopoderoso, omnipotente y gustoso del halago, arremeta contra los ricos, me
huele a ese temor paranoico de perder el monopolio muy propio de los oligarcas
comunistas. Pero aclaro que sólo me huele, sólo es un olor, una impresión,
sería deshonesto de mi parte no reconocer mi inexperiencia con los dioses, de
hecho, personalmente, no he tenido el agrado de conocer ninguno.
Es comprensible que en este momento nos venga a la mente la
idea de que es más factible ser tolerante si se es ateo, porque el deberse a un
dogma dificulta la tolerancia con quien no comulgue con dogmas, o sea, hacia el
libre pensador. Pareciera que no se puede ser tolerante al cien por ciento si
no se es ateo o, por lo menos, no se puede ser creyente sin ser
segregacionista. Hasta el dios judeocristiano cuando quiso engendrar a su hijo
prefirió armar todo ese enredo de la divina trinidad inventando al espíritu-santo-semental para fecundar a María, dejando entrever que un simple José no
era digno de portar su simiente. Todos entendemos que para un dios omnipotente
no es mayor complicación transmutarse en espíritu o en carpintero, así
que, de haberlo querido, habría puesto la simiente en el marido para evitar a
José la vergüenza del cornudo; pero no, dios estaba comprometido con la profecía y a no juntarse con la chusma. Los
compromisos divinos son incoercibles e inescrutables, le aseguró el ángel a San Agustín.
COMPROMISOS Y MAS
COMPROMISOS
Comentando a los amigos el aburrimiento y fastidio que suelen
provocarme los libros de historia, descubrí que esta reacción mía no era
inusual, y supongo se deba a que los historiadores han escrito comprometidos
con la vanidad de los gobernantes y la arrogancia patriótica de su época, con
lo cual la historia se reduce a panegíricos paradójicos: matanzas dirigidas
desde hermosos corceles blancos con las crines al viento, puñales clavados
valientemente por la espalda en nombre de la justicia, saqueos a toque de
clarín, gloriosos genocidios, banderas de victorias divinas clavadas sobre los
cadáveres de los fieles caídos. Y sigo suponiendo que aquellos mismos mecenas
de historiadores, por temor a pasar al olvido, pagan para poner su nombre a calles,
plazas y condominios. La historia no es aburrida, la hacen aburrida los
cuentacuentos comprometidos. Se me ocurre que el pensamiento propio germina
donde acaba la historia y comienza la novedad.
En la política la principal matriz de compromisos es la
corrupción. Pertenecer a una red de corrupción implica el esfuerzo de ser
campeones de salto alto con las cortas piernas de la mentira. Los corruptos se
la pasan engañando, ocultando, sobornando a diestra y siniestra para que cada
eslabón de la cadena guarde el secreto. El pobre corrupto no tiene vida propia.
Y si miramos con detenimiento, podremos ver, como arbustos
entre los árboles, otras especies de compromisos que espigan en la sombra, las
autoalienaciones, el pensamiento comprometido con uno mismo. El machista
comprometido a demostrar algo que a nadie interesa. Los obsesivos comprometidos
con la cruz del orden y la limpieza. Los bulímicos y los anoréxicos
comprometidos hasta los huesos en deshonrar gli
Spaghetti alla Carbonara. Los autoalienados
pertenecen al orden de lo enfermizo, porque ni están comprometidos con nadie ni
están comprometidos con un deseo propio, no siguen una decisión ajena ni tienen
decisión propia, simplemente no lo pueden evitar, y no poder evitarse a sí
mismo, enferma.
EL COMPROMISO MAYOR
Si buscamos el peor de los compromisos, sin lugar a dudas,
sin ningún temor a equivocarme es: el tiempo comprometido. Siendo la vida un número
de horas, el compromiso temporal es un serial killer de vidas propias. Nos
duele reconocerlo, pero todos sabemos que el tiempo comprometido es tiempo
perdido. Y para endulzar el mal trago, usamos fanfarrias y prosopopeyas para,
por ejemplo, condecorar al tiempo laboral con la medalla de oro de la dignidad «fulano
trabaja hasta los domingos, es un sujeto muuy responsable». Cuando en realidad,
en el trabajo, en los compromisos, no hay responsabilidad alguna puesto que no
hay elección. Si debo llegar al trabajo a las siete de la mañana, no puedo
escoger otro horario sin que pronto me despidan. Es en el tiempo libre donde
tenemos opción de elegir, donde somos libres de preferir y por lo tanto
responsables de nuestra elección. Once meses de prisión y un mes de libertad
condicional es lo que ofrece la mayoría de las cárceles empresariales.
Opss, esta vez parece que me he metido en un gran lío,
porque hablar mal del trabajo…, por mucho menos le hicieron beber cicuta a
Sócrates, pero, todavía no lancen la piedra…. ¿Se han dado cuenta que hay gente
que trabaja con entusiasmo, creatividad, aportando innovaciones, personas de
las que solemos decir que aman lo que hacen, mientras otros realizan la misma
labor de mala gana, despotricando de su destino y perturbando el ánimo de quienes
le rodean? ¿Qué marca la diferencia?
Hay sólo dos intenciones que mueven nuestra voluntad, el
deseo y la obligación. El deseo es querer, la obligación es deber. El deseo
elige, la obligación exige ¿Ya se aclara la respuesta? El pensamiento
comprometido aniquila el propio deseo. Mirémoslo de más cerca, en nuestro
bolsillo. ¿Quién no ha recibido un regaño por no responder el celular? ¿Qué
pasó con el libre albedrío de responder al teléfono cuando nos dé la gana?
¿Cuándo se volvió ilegal o pecado o irrespetuoso el no tener ganas de hablar
con alguien o hasta con nadie? ¿En qué parte del contrato con la telefónica
dice que al comprar el teléfono se pierde la opción de no usarlo? Y lo peor
¿Por qué debo anunciar a los demás en qué horario no puedo responder? Nacido
por parto natural o cesárea da lo mismo, en cualquier caso, nacer es cortar el
cordón telefónico…., perdón, umbilical. Hay quienes son esclavos del teléfono y
quienes hacen del teléfono su esclavo. Y así como hay dos tipos de usuarios de
celular, hay dos tipos de trabajadores, y dos formas de vivir el tiempo, como
propio o como perdido.
Pero, ¿cómo saber si el tiempo invertido en algo no fue un
tiempo perdido? Analicémoslo, perdido es algo que se tenía y del que se
desconoce su paradero actual. Si el tiempo fue invertido en una hazaña que no
deja prueba de su existencia, estará para siempre perdido. Un ejemplo de esto
sería el tiempo invertido en tratar de enseñar a quien no quiere aprender.
No hay pensamiento propio que no esté obsesionado por el
tiempo. El libre pensador cuida con avara meticulosidad el tiempo propio. El
libre pensador siempre tiene presente que el tiempo no se devuelve, que el
tiempo no se recupera. El libre pensador sabe que no hay tiempo peor
malbaratado que el invertido en tratar de recuperar el tiempo perdido. El libre
pensador no cree en cuentos baratos de mariposas que reingresan al estado de
crisálida para resolver asuntos que quedaron pendientes en su vida de gusano.
LA CARA OCULTA DE LA
LUNA
¿Y qué decir de la contraparte, de los que comprometen a los
demás? ¿Por qué los padres comprometen a sus hijos? ¿Por qué los testigos de
Jehová salen a la calle a inseminar el libre pensamiento ajeno? ¿Por qué el
político trata de convencer a todos de que respirar es hacer política? También
en este caso la respuesta es categórica: porque ellos, a su vez, están comprometidos.
Comprometidos a comprometer. Aquí el asunto se nos muestra en su esencia más
profunda: el sadomasoquismo. «Como me comprometieron, ¡comprometo!» y se
promulga como alucinación colectiva en clave de trabalenguas «El pensamiento
quiere un compromiso, ¿quién lo comprometerá? El comprometedor que lo comprometa un buen
comprometedor será». Pero, ¿cómo accedemos a este parampampám? ¿Por qué de niños nos dejamos
comprometer? Todo parece apuntar a que, en la infancia, al momento de ser
domesticados, con una mente casi vacía y con millones de neuronas deseosas de
información para volverse neuróticas…, en semejante escenario todo lo que brilla
es oro, todo es novedad, y somos seducidos y atrapados por el atractivo del
descubrimiento, y así llegamos a encontrar atractiva hasta la primera cláusula
de la domesticación, la cláusula heredada de padre en padre, de hijo en hijo:
«haz lo que yo digo sin chistar». Pero, la cúspide del asunto es que le cojamos
gusto, entonces la cosa continúa más allá de la infancia, en el colegio, ante
la tele, entre la masa, como público, y ante todos aquellos letreros que nos
indican el camino. La autenticidad despunta cuando lo que aspiramos hacer se
abre camino en la tierra de lo que se espera de nosotros.
LA GUERRA DE LOS
PROTOZOARIOS
En las guerras, ambos bandos creen tener la razón, ambos
juran que les acompaña la justicia. Aunque lo parezca, esto no es una paradoja,
porque ambas convicciones están erradas. En las guerras no hay razón ni
justicia, sólo compromiso. Y esto nos lleva a un lugar común del que ya hemos
hablado varias veces, un mundo dividido en dos bandos, los pastores (comprometedores)
y las ovejas (comprometidas). La granja humana parece imposibilitada de
subsistir sólo con ovejas o sólo con pastores. Por ello, al tratar de imaginar
una humanidad donde cada quien tiene pensamiento propio nos da jaqueca y para
aliviar el dolor sacudimos la cabeza soltando un «Vade retro utopía». Luego, plácidamente, seguimos pastando en la
pradera o durmiendo la siesta.
Pero, ¿y por qué no? ¿Por qué damos por sentado la
inviabilidad de un mundo de libre pensadores? La respuesta, de nuevo, salta a
la vista: es muy difícil evitar la tentación de dejar que otros piensen por
uno. La pereza se apoya en la ley del menor esfuerzo, el agua que busca su
cauce. Ley de ahorro de energía, economía orgánica. Ley física y biológica, presente
en cada átomo y en cada célula viva. En fin, ahorrar energía es protocolo de
protozoarios ¿Qué loco está dispuesto a perder el diáfano confort de las amebas?
VOLVER AL YO
Ya no me queda tiempo. Llegó la hora de abrir los portones de
la Acrópolis al público y los curiosos hacen cola para entrar. Debo quitarme
las indumentarias de Sócrates y volver a ser yo, o lo que creo que soy. Ante mí
se abren los caminos, unos más cómodos y otros más oscuros, unos para andar
descalzo y otros para andar con resguardo. Ya no soy un Sócrates, se acabó mi
oportunidad. Y me despido del teatro de Dionisio con un aplauso, un aplauso en
el teatro vacío, sin actores, sin espectadores, sin obra, sin mensaje y me contenta
pensar que jamás haya existido aplauso más sordomudo y menos comprometido.
©Mario Fattorello 2014
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EL COMPROMISO DE
COMPROMETERSE CON LOS COMPROMETIDOS
Aprovecho este espacio para confesar un secreto que oculté
con vergüenza desde mi adolescencia. Convencido de que quería ser escritor,
trataba de frecuentar toda tertulia bohemia, más o menos literaria, que se me
atravesara por el camino, y es sabido que los ímpetus juveniles nos mueven a
querer aparentar saberlo todo sobre aquello que nos interesa, es casi imposible
que un muchacho no presuma de veterano en su primera vez sexual. Y lo mismo
sucedía en el círculo literario, era vergonzoso no conocer algún autor o no
darse cuenta de algún símbolo en cierta película, «Mario, ¿te diste cuenta que
la mariposa que volaba allí cerca representaba la psicología del personaje?». Y
yo, que normalmente no veía la mariposa o no sabía que los lepidópteros simbolizaban
la psiquis, asentía tímidamente como si considerara obvia la observación. En
los casos extremos, cuando mi ignorancia estaba por quedar expuesta, recurría a
la excusa de necesitar el orinal. Supongo que alguien llegó a pensar que tenía
problemas de vejiga. Lo cierto es que había un tema que no terminaba de
entender y por el cual fui muchas veces al baño, era el tema de los «escritores
comprometidos». En aquella época era cuestión de culto leer a los autores
comprometidos. «Pero, ¿comprometidos con qué?» —pensaba yo—. La gente hablaba
de compromisos que no tenían nada que ver con escribir bien. En general se
referían al compromiso con una forma de pensar, con el antirracismo o con el
comunismo. Eso me hacía sentir muy mal porque yo no estaba comprometido con
nada, yo sólo quería aprender a escribir. Ahora sé que los compromisos son
limitantes y que, para mí, la literatura es una ventana a la libertad. Hoy sigo
tratando de aprender a escribir, pero sólo voy al baño cuando lo necesito.