De Buenos Aires a
Lisboa (hermanas en melancolía)
En el viaje a Lisboa para encontrarme con el Fado
llevaba en mi maleta un tango, en la cabeza a Buenos Aires y en el corazón una
pícara ansiedad por lo que resultaría de la comparación entre dos ciudades
hermanadas (por mí) en la melancolía.
Aquellos 20 años en Buenos Aires...
Sólo puede estar
triste quien ha conocido la alegría,
de lo contrario
no reconocería la diferencia.
¡Qué triste debe
ser, estar triste sin saberlo!
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BUENOS AIRES: Desde
que llegué a Buenos Aires a mis 17 años la registré entre mis ideas más
concretas como «Capital de la melancolía» con su tango de niebla y calles
empedradas, con su nostalgia de inmigrantes y amores frustrados, con su mítico
Palermo de Mireya, de malevos, de compadritos y «El Túnel» y «Sobre héroes y
tumbas» de Ernesto Sábato. Como estudiante aprendí las enseñanzas que Buenos
Aires, sin reticencia alguna, estuvo dispuesta a darme sobre desencuentros,
imposibles, fracasos, nostalgias… la vida misma. Desde entonces Buenos Aires ha
sido, para mí, un blasón de la melancolía.
LISBOA: Pero en
los últimos años, «El libro del desasosiego» de Fernando Pessoa permaneció en
mi mesa de noche para ser leído con cuentagotas y hacerme navegar (gota a gota)
las historias de otra ciudad que ostentaba la niebla y las calles empedradas de
la melancolía, la Lisboa de Pessoa se fue dibujando en mi imaginario como otro
gran templo melancólico, y sería
Con Pessoa...
...con las ciudades melancólicas quedamos endeudados, no hay dinero que pague un abrazo en la tristeza… |
La casualidad me llevó a estar en Lisboa justo cuando
escribo un libro sobre el amor y el duelo ¡Hay casualidades tan apropiadas!
Dicen que Fado
significa Destino. Y la muerte hace que «destino» sea un eufemismo
de «fracaso».
Por ello es más
fácil soportar la vida burlándose de la semántica.
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El Fado
Con mis expectantes asociaciones mentales entre Buenos
Aires y Lisboa es obvio que el fado se me antojara como la versión portuguesa del
tango.
Así como hay tangos alegres también hay fados movidos, pero
en ambos casos son los menos. El fado le canta a la melancolía cotidiana, el
fado siempre es recuerdo nostálgico aunque sea nostalgia de los tiempos por
venir. El fado se canta con los ojos cerrados mirando hacia dentro, hacia el
ensimismamiento, el recuerdo, la oscuridad, el reencuentro con lo perdido.
Cantar fado pareciera un ritual de duelo, un recuento de esperanzas pasadas, de
anhelos que no alcanzaron el objetivo, de heridas aún abiertas en la piel del
destino, de la insistencia de la memoria ante el acoso del olvido. El fado
canta al sufrimiento ocasionado por aquello ante lo que nadie está preparado: a
perder.
El fado se canta con los ojos cerrados,
tal vez para cantar desde el oscuro destino: desde la noche eterna en la que todo estará perdido. |
Y, es justo en su parecido al ritual del duelo que el fado se
distancia de la mera queja para transformarse en una esperanza de alivio, de
renacimiento desde la tristeza. Es inevitable que donde termina un fado
comience una enseñanza, de la misma manera que donde termina un duelo comienza una nueva pasión.
El fado trata de rellenar con palabras un vacío, pero el
vacío existencial necesita estar allí para que las otras piezas del anagrama
puedan moverse, el fado lo intenta pero nunca lo logrará y por ello las calles
de estos barrios de Lisboa, todas las noches, cantan fado: porque la esperanza
nunca acaba ante lo imposible de ser, o, dicho de otra manera, lo imposible eterniza la
esperanza.
Las ciudades melancólicas consienten a sus habitantes y los
tratan con especial ternura, por culparse de que el moho de sus
paredes les recuerde el tiempo pasado, lo perdido.
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Lisboa atemporal
Lisboa es una ciudad de barrios comunicados entre sí por
túneles del tiempo. Subir o bajar una colina, un paso a la izquierda o a la
derecha, el más mínimo desplazamiento..., ¡cambia la fecha!
Sus callejuelas sinuosas con recodos caprichosos y empinadas escaleras son vasos comunicantes entre un multiétnico pasado épico, un presente nostálgico y un futuro incierto. Y en este recorrido intemporal nos cruzamos en la acera, sin censura alguna, con fantasmas de navegantes de otros tiempos (de esos tiempos que se cuentan en siglos) y que, con sus cabellos ondulantes al viento, sus patas de palo, sus ojos de vidrio y su fama de piratas, nos miran al pasar con esa mirada perdida de vista soñadora (que sólo puede tener quien lo ha perdido todo sin nunca tenerlo), mientras intercambian prodigios de ultramar con los espíritus de la bohemia que por ahí siempre andan..., autores auténticos todos, escritores los que aprendieron a escribir, cantantes quienes sabían el alfabeto de oído y poetas quienes al verbo cocinaban, escrito o hablado, para el mismo objetivo: acostarse con las mujeres de aquéllos; pero, al final, bohemios todos, que se resisten a renunciar a su barrio porque la nostalgia es un vicio difícil de dejar. Y basta caminar con la vista dispuesta para entrever en la neblina nocturna las almas en pena de las víctimas de la inquisición que conversan con fantasmas de moros, frailes y algún espíritu vestido de romano antiguo, todos andando a paso de perdedores por las calles empedradas en una Lisboa sin edad. Y así será por los siglos de los siglos porque (lo sabe el más incrédulo) la nostalgia es morada de fantasmas.
Sus callejuelas sinuosas con recodos caprichosos y empinadas escaleras son vasos comunicantes entre un multiétnico pasado épico, un presente nostálgico y un futuro incierto. Y en este recorrido intemporal nos cruzamos en la acera, sin censura alguna, con fantasmas de navegantes de otros tiempos (de esos tiempos que se cuentan en siglos) y que, con sus cabellos ondulantes al viento, sus patas de palo, sus ojos de vidrio y su fama de piratas, nos miran al pasar con esa mirada perdida de vista soñadora (que sólo puede tener quien lo ha perdido todo sin nunca tenerlo), mientras intercambian prodigios de ultramar con los espíritus de la bohemia que por ahí siempre andan..., autores auténticos todos, escritores los que aprendieron a escribir, cantantes quienes sabían el alfabeto de oído y poetas quienes al verbo cocinaban, escrito o hablado, para el mismo objetivo: acostarse con las mujeres de aquéllos; pero, al final, bohemios todos, que se resisten a renunciar a su barrio porque la nostalgia es un vicio difícil de dejar. Y basta caminar con la vista dispuesta para entrever en la neblina nocturna las almas en pena de las víctimas de la inquisición que conversan con fantasmas de moros, frailes y algún espíritu vestido de romano antiguo, todos andando a paso de perdedores por las calles empedradas en una Lisboa sin edad. Y así será por los siglos de los siglos porque (lo sabe el más incrédulo) la nostalgia es morada de fantasmas.
Las ciudades melancólicas se dejan amar sin miramientos,
conscientes de los pesares de su pueblo, apiadadas de sus duelos. |
La Lisboa de andar
por casa
Lisboa es una ciudad tan de andar por casa que, a los pocos
días, en el barrio de Alfama, todos los vecinos me saludan por mi nombre al
pasar, es difícil sentirse forastero en este lugar, y qué decir de la intimidad
de sus olores, las callejuelas huelen al detergente de la ropa tendida que
gotea sobre mi cabeza al pasar, y el olor a pan, o a bacalao salado, o a la Ginja con cerezas que sirven en el bar de la esquina.
Recorriendo Lisboa he llegado a pensar que la ciudad como tal no existe, que la marcada diferencia entre sus barrios la hacen un racimo de pueblos de fronteras invisibles. |
Lisboa no tiene
falsos semblantes, su gente no tiene caretas, la gente parece ser igual cuando
calza zapatos que cuando anda en pantuflas, caminar por sus barrios
observando a los lisboetas me produjo la sensación de que las paredes de las
casas eran transparentes, que la vida doméstica se mezclaba con la de la calle, los lisboetas son lo mismo en la
casa, en la tienda o la oficina. En Lisboa no hay poses, sólo vida cotidiana..., y ahora que lo pienso mejor... ¿hay otra vida además de la cotidiana?
La bohemia fosilizada
Al llegar por primera vez al
barrio de Alfama, barrio de callejuelas que suben y bajan y se enredan entre
pequeñas edificaciones de tres o cuatro pisos apiñadas desquiciadamente y que
en conjunto con los pasadizos de escaleras y recovecos terminan siendo un laberinto
sin más organización que la de un plato de espaguetis, al llegar a este barrio
heredero de la bohemia y el fervor artístico de Lisboa, al caminar unas cuantas
calles y después de tratar con unas cuantas personas, me invadió un desasosiego
que aun siento al momento de escribir estas líneas.
Desasosiego es una palabra que no basta para definir la sensación de la que hablo, tal vez sería mejor decir que sentía que «faltaba algo», y ahora se me ocurre que no se trataba de una pieza que no encajara en el rompecabezas no, no se trataba de desencajes, el panorama estaba bien armado, el rompecabezas tenia cada pieza en su lugar pero, ahora se me ocurre decirlo así, el intersticio entre los mosaicos del rompecabezas era más grande de lo normal. Todo estaba allí, en su lugar, pero… ¡suelto!
Desasosiego es una palabra que no basta para definir la sensación de la que hablo, tal vez sería mejor decir que sentía que «faltaba algo», y ahora se me ocurre que no se trataba de una pieza que no encajara en el rompecabezas no, no se trataba de desencajes, el panorama estaba bien armado, el rompecabezas tenia cada pieza en su lugar pero, ahora se me ocurre decirlo así, el intersticio entre los mosaicos del rompecabezas era más grande de lo normal. Todo estaba allí, en su lugar, pero… ¡suelto!
Parafraseando
biblias:
«Un recuerdo suyo bastará para entristecerme».
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A la melancolía
siempre la antecede un adiós,
será por eso que las capitales melancólicas
son
puertos: lugares de despedida.
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Pessoa
y el desasosiego
«El libro del desasosiego» de Fernando Pessoa se expresa
del mismo modo que el pensamiento
melancólico: fragmentado. Un libro hecho de ideas aisladas, pequeños párrafos, aforismos,
donde el mismo autor se queja de no hallar continuidad, de no encontrar un hilo
conductor que genere una historia lineal o circular o zigzagueante, pero una
historia al fin.
No ha
vivido quien no ha conocido la melancolía, no ha crecido quien no ha amado, perdido y hecho duelo. |
Así narra Pessoa las
calles de Lisboa: [...] En ciertos momentos muy claros de la meditación, como
aquellos en que, al principio de la tarde, vago observador por las calles, cada
persona me trae una noticia, cada casa me ofrece una novedad, cada letrero
contiene un aviso para mí. Mi paseo callado es una conversación continua, y
todos nosotros, hombres, casas, piedras, letreros y cielo, somos una gran
multitud amiga, que se codea con palabras en la gran procesión del Destino.
La Lisboa nuestra de
cada pan
Zapatero a sus zapatos, argentinos a sus asados y lisboeta a
sus panaderías. Para mí, Lisboa es la Meca del pan. Cada cuadra hay una o dos
panaderías de horno a leña, cuyos panes, merecen que se invente un adjetivo que
rebase al «boccato di Cardinale»
tradicional para calificarlos, y, siguiendo la tónica católica, se me ocurre
que el pan de Lisboa es «de santa hostia papal».
Dificulto que haya en el planeta un pan tan acicalado, augusto, crocante y blando a la vez, consistente y suave, delicado y lleno, y, sobre todo, ¡delicioso!
Dificulto que haya en el planeta un pan tan acicalado, augusto, crocante y blando a la vez, consistente y suave, delicado y lleno, y, sobre todo, ¡delicioso!
Una sensación particular: el pan portugués cocinado a leña
se me presenta como un pan melancólico, con gusto de antaño.
Almuerzo ensimismado
Lisboa ondea la
bandera del ensimismamiento auténtico y humilde. El barrio de Alfama sigue
siendo la quimera perfecta de cualquier melancólico tanguero. Por convicción he
repetido hasta el cansancio que la comida es alegría, sin embargo, si alguien
quiere ver una comida francamente triste vengan a Lisboa y pidan un
«Cocido a la Portuguesa»,
no creo que se emplate en el mundo comida más desconsolada que esos trozos
lúgubres de hervido.
Cocido a la portuguesa...melancolía a la carta... |
La melancolía
La melancolía es el tiempo que transcurre entre la pérdida
de un objeto amado y la realización del duelo, dicho en otras palabras, entre
la pérdida de una razón de vivir y el hallazgo de otra.
La vida es una constante búsqueda de una razón para vivirla.
La vida humana no tiene sentido en sí misma, y la prueba de ello está en que
debemos buscárselo. Y el sentido último siempre será la búsqueda de la inmortalidad,
o mejor dicho la fantasía de inmortalidad, sin embargo esta fantasía le está
vedada al melancólico que, por la crudeza cómo se le devela la realidad, se
sabe y se siente mortal en cada respiro. Cada inhalación es un Memento Mori.
Lo contrario a la melancolía es ese estado de alivio (a
veces alegre) en el que, por estar entusiasmados en alguna pasión, olvidamos
momentáneamente el sinsentido de seguir viviendo a pesar de ser mortales. Vista
así, la vida se sintetiza en una constante búsqueda de pasiones para apegarse a
ella.
Para entender la melancolía hay que partir del duelo.
Duelo y melancolía
El duelo es el proceso que resuelve las alteraciones
ocasionadas por la pérdida de un objeto amado o valorado. Y digo «objeto» a
propósito, porque la gente asocia regularmente el término «duelo» con lo que
debe hacer una persona cuando se le muere un ser querido: el deudo se sentirá
triste y decaído hasta que realice el duelo y vuelva a tener ánimos de comerse
el pedazo de torta que le corresponde de este mundo. Pero los duelos no se dan
sólo ante pérdidas absolutas, también se activan ante la ruptura de relación
con el objeto amado-valorado, por ejemplo, en un divorcio. Pero, ojo, también
se hará duelo si nos roban el automóvil, será un duelo proporcional al valor
que el mismo tenga para nosotros, pero ¿quién no ha conocido a alguien que
valora más su vehículo que a su madre? Y
eso es posible porque nada tiene valor propio, ni el automóvil ni la madre
tienen valor alguno, ¡somos nosotros que se lo damos!
Y aún más, el duelo no sólo se moviliza ante la ruptura
absoluta de la relación con un objeto amado, el duelo también se activa para
mantener relaciones. Dentro de esta categoría hay un grupo predominante que
denomino «duelos por la pérdida de la imago». En estos casos el objeto perdido
es la «imagen» que se tenía de lo amado. Veamos un ejemplo: una madre viene a
la consulta para hacer duelo por su hijo de 25 años de edad, la razón del duelo
es que el hijo le confesó que es gay. En ese momento la madre pierde «la imagen
heterosexual» que tenía de su hijo. Sin embargo, ella no quiere dejar de ser
madre de su hijo, aunque en ese momento no lo pueda tolerar. Entonces la señora
realiza (terapia mediante) el duelo y termina teniendo una excelente relación
con su hijo a sabiendas de que es homosexual.
Llegados a este punto tenemos (por ahora) dos conceptos. Por un
lado está el concepto de pérdida, que es el momento en el que se pierde la
conexión con el objeto amado; y por el otro lado tenemos el concepto de duelo
que en sí mismo no es la pérdida, sino la resolución de la misma, y esto quiere
decir que al hacer duelo, todas aquellas ideas relacionadas al objeto del duelo
que atormentan los pensamientos, y que van desde ideas de rabia, traición o
culpa, hasta ideas de nostalgia por los buenos tiempos vividos, todas esas
ideas, al hacer duelo, desaparecen.
Entre el día de la pérdida y el momento en que se realiza el
duelo pasa un tiempo, ese tiempo es el que llamamos: melancolía* (*según
nuestra Escuela de Psiconomía).
Por razones que no viene al caso explicar aquí, la
gente suele relacionar la angustia con el amor, y así, erróneamente, pensar que
la cuantía de pesar, dolor o angustia que sienta después de la pérdida es
proporcional al amor que sentía hacia el objeto perdido. Este pensamiento es
mítico. Absolutamente falso. El amor nada tiene que ver con el dolor. El dolor
sólo existe entre aquellos que no han resuelto la pérdida por no haber hecho
duelo. Y la controversia en este asunto no la genera sólo el doliente sino
también quienes le rodean. El problema principal radica en que hay creyentes de
que el dolor es un «valor» y, por ello, lo defienden como una virtud y con
patético «virtuosismo» se abandonan a él.
Sentencias
melancólicas
©Mario Fattorello2013
©Mario Fattorello2013
— Sólo puede estar triste quien ha
conocido la alegría, de lo contrario no reconocería la diferencia. ¡Qué triste
debe ser, estar triste sin saberlo!
—La melancolía
transcurre entre la pérdida de una razón para vivir y el hallazgo de otra.
—Para la
melancolía sólo hay una condición previa: haber amado algo perdido.
—La melancolía es
consecuencia de la erosión del tiempo sobre el amor.
—El amor es un
encuentro, la melancolía un desencuentro, y entre los dos, transcurre la vida.
—Es una de las
terribles leyes de la vida, ante la que hay que tragar grueso, que todo lo que
encontremos, a alguien se le haya perdido (y viceversa).
—El melancólico
erróneamente cree que «por estar triste ha dejado de sentir pasiones». Cuando
en realidad: «es por dejar de sentir pasiones que el melancólico está triste».
—No ha vivido
quien no ha conocido la melancolía, no ha crecido quien no ha amado, perdido y
hecho duelo.
—Para crecer hay
que cambiar, pero todo cambio implica una crisis previa. Quien tema la crisis,
se esconderá en la rutina y desde su cobardía tratará de vender las bondades de
una vida sin sobresaltos, ocultando con sonrisas falsas el propio hastío. El
miedoso trata de disfrazar su charco de agua estanca con olas de "diáfana
turbulencia", mientras envidia, en secreto, a quien nada contracorriente.
—Todos sabemos
que la vida está hecha de materia: de agua, tierra, aire y fuego. La vida es un
barco en el océano. Vivir es abrir las velas al aguacero, al viento, al
relámpago. Triste y aburrido anda por allí quien se cree protegido por el
paraguas de la rutina. La pasión es cosa de marineros, no de quien se sienta a
esperar en la orilla.
—A todos se nos
acabará al viento algún día, pero, no por ello estamos absueltos del
"deber de iniciativa", arriesgarse no es una alternativa, es un deber
de la vida.
—Disfruto porque
he sufrido. Sufro para poder disfrutar. Quien haga lo contrario. ¡Que no se
venga a quejar!
—La melancolía
nos llena de recuerdos para advertirnos que sólo somos lo que recordamos haber
sido. Recuerdo, luego existo.
—Parafraseando
biblias: «Un recuerdo suyo bastará para entristecerme».
—Vida farisea la
de quien por miedo a perder evite encontrar.
—La peor
decepción está reservada a quien se crea una excepción.
—Tomamos una roca
e imaginamos su humor, tardamos segundos, horas, años en reconocer su
melancolía, el mismo tiempo que tardamos en notar sus vetas de polvo humano
¿Cuántas rocas hemos de mirar para entender que de ellas venimos? Y, ¿cuánta
vida debemos recorrer para aceptar que hacia ellas vamos? En este ir y venir de
la piedra, sólo se trata de encontrarnos…