El destino hecho en
casa
Desde que empezó el año esperaba el mes de mayo. Mes en el
que el sábalo surca las aguas del Caribe venezolano frente a las costas de
Morrocoy. Intuía que este sería el año de mi gran sábalo, mi soñado sábalo de
70 kilos. Sí, el objetivo era específico: el lugar donde lo pescaría, la semana
exacta en que eso sucedería, su peso…; un sueño no es tal si no está detallado.
Arquitectura de un sueño
No basta con
soñar. Los sueños no son nada si no logran impulsarnos. Un sueño es un motor.
Un sueño debe motivar el aprendizaje de las artes necesarias para alcanzarlo,
los sueños están hechos de insistencia. Sin preparación, sin esfuerzo, sin
constancia, sin momentos de lucha contra la tentadora resignación, sin una
antesala de dificultades, la pesca de un gran sábalo sería solamente eso,
pescar un pez.
Alcanzar un sueño es diferente, en todo camino hacia la
realización de un sueño debe haber trayectos a contracorriente, los sueños no
son cosa de correr 100 metros planos, los sueños se recorren en pistas con
obstáculos.
De seguro
alguien pensará que lo dicho en el párrafo anterior es obvio, porque, de ser
fácil, la meta no sería un sueño. Pero el comentario se queda a pesar de su
obviedad porque me consta que a todos los seres humanos nos tienta el sueño de
la facilidad. Y de inmediato aclaro que estoy en primera fila entre los que
reconocen que "facilitar las cosas"
es la cualidad número uno de lo que de admirable tiene el ser humano. El asunto
es que los sueños están hechos de otra cosa y pertenecen a otra categoría con
su particular sistema de medidas.
Mecánica del sueño
Mi sábalo no
sería presa fácil. Sólo moraría dos semanas las aguas donde había decidido
pescarlo. Llegar hasta él implicaba preparar una travesía en aguas turbulentas
con grandes olas de surf rompiendo
sobre un bajo de rocas que impedía el uso de una embarcación de calado seguro;
tendría que encontrar quienes aceptaran acompañarme a buscarlo en un frágil botecito
que anclaríamos entre las rocas a merced de olas de hasta tres metros que
reventarían sobre nosotros tratándonos con desprecio como si ya fuéramos restos
de naufragio.
En función
de este propósito, seis meses antes había entablado amistad con Yiyo, un
pescador artesanal que bien pudiera considerarse el heredero del espíritu del
viejo y el mar de Hemingway. Durante seis meses hablamos varias veces por
teléfono sobre los preparativos para la semana de pesca del gran sábalo en Mayo.
Y aun así, cuando llegó el momento, el veterano pescador se mostró reticente a
enfrentar el mar picado «con este
viento no se puede». Pero, ya dije que los sueños están hechos de insistencia,
y al final lo convencí tanto a él como a Evis, el tripulante del bote.
Y el
mecanismo de los sueños se puso en marcha.
Alcanzar un sueño:
despertar.
Zarpamos al amanecer. Las "ovejitas" (espuma
blanca generada por el rompiente de las olas mar adentro) nos alertaban que el Caribe
no estaba de humor para nosotros. Tuvimos que regresar y conformarnos con
pescar barracudas en la laguna de Cuare. En la tarde, volvimos a intentarlo y
sumamos otro fracaso. El coraje del sueño me exigía: «insiste, insiste, insiste…».
La mañana siguiente las aguas amanecieron de peor humor.
Nubes de tormenta, viento y en el horizonte: una estampida de ovejitas blancas….
Lo intentamos, pero a medio camino hubo que dar marcha atrás, sin embargo no me
resigné a volver a tierra, fondeamos en un bajo, cambiamos los anzuelos y
pescando róbalos y pargos esperamos a que pasara el mal tiempo. Después del
sándwich del almuerzo el viento cambió, aunque el mar seguía picado, el viento
había dejado de resonar en mis oídos, y un minuto de silencio después…
«¡Levanten las líneas! ¡Vamos por el Sábalo!». —Ordené en un extraño tono
militar que desconocía en mí.
Las olas eran inmensas, para remontarlas el piloto necesitó
la concentración avizora de un soldado en el frente de guerra, si una ola nos golpeaba
de lado volcaría la embarcación, y si nos agarraba de frente nos hundía. La
única forma de cruzarlas era cabalgándolas. Llegamos al sitio a eso de las
cuatro de la tarde, no tendríamos más que hora y media para pescar, de pronto
imaginé que la oscuridad pudiera alcanzarnos en aquellas aguas y sentí pánico
de muerte. «¡Atentos con la hora! ¡A las cinco y media nos vamos!». —Sentencié
en tono igualmente desconocido para mí.
Las olas amenazaban con voltearnos, teníamos que estar
pendientes de ellas y, según vinieran, movernos en la embarcación haciendo contrapeso.
Tirar las líneas de pesca haciendo equilibrio parecía imposible y la misión
habría sido abortada si yo no hubiese contagiado con el furor de mi sueño a los
demás. Cuando logré tirar mi línea, no terminó de caer al agua cuando sentí el
primer jalón y el carrete cascabeleó: trarrrrrrrr. La adrenalina me intoxicó en un instante,
pero la emoción duró poco, era una barracuda que intenté subir al bote lo más
rápido posible para que no me destrozara la línea con sus dientes, pero cuando
fui a sacarle el anzuelo, comprobé el daño, tendría que repararla. De pronto se
escuchó un golpe en el casco del bote y de seguido una ola rompió sobre
nosotros: se había roto la soga del ancla. Rápidamente levantamos las líneas,
encendimos el motor, y, con mucha suerte y riesgosas maniobras logramos
alcanzar la soga que flotaba. Recuperamos el ancla. Llegados a este punto, la
decisión de continuar habría sido suicida. Durante todo el regreso me
estremeció la voz de mando de mi sueño: «insiste, insiste, mañana es el día del
sábalo, insiste…».
La mañana siguiente ni bien levantarme fui a la playa. El viento
había amainado un poco. Parecía ser el día. Decidí embarcar la menor cantidad
de equipo posible para facilitar la movilidad durante la pesca, extrañamente mi
sueño estaba mudo, con todos mis sentidos despejados sentía una gran calma en
mis pensamientos, y a pesar de que el mar seguía movido me pareció que también
los demás sentían la misma tranquilidad. Anclamos en el sitio a las 10 de la
mañana. Quince minutos más tarde sentí el tirón. Era grande, muy grande, la
caña se dobló, y el sábalo saltó. Saltó una y dos veces. A cien metros de la
embarcación el sábalo saltó con todo el cuerpo fuera del agua, era colosal.
Yiyo gritó: «¡Ese bicho nos voltea la lancha!». Yo sentía su fuerza y comencé a
recuperar línea pero un minuto más tarde desapareció la tensión. Se había ido.
Rompió la línea. Lo sorprendente del asunto es que no me importó que se fuera.
De alguna manera sabía que ése no era mi sábalo.
Más tarde, habiendo transcurrido el tiempo necesario para
volver a armar mi línea y echarla al agua, volvió la euforia al bote: un pez se
había enganchado en otra línea. Y entonces sucedió otra cosa insólita, mi
esposa (que había estado sufriendo de nauseas y mareo por la agitación) me gritó:
«¡Yo quiero sacarlo! Y le respondí: «¡Dale!». Después de media hora de pelea
Liseth pescó su primer sábalo, 20 kilos pesó. Hoy, cuando recuerdo lo sucedido
sigue pareciéndome increíble que, en ese momento, tanto mi esposa como yo
sabíamos que ese sábalo no era el mío.
Celebramos la pesca de Liseth y como pudimos sacamos la foto
de rigor tratando de mantenernos en pie en el vaivén del bote. Luego nos
acomodamos en nuestros lugares y a los minutos… ¡un jalón en una línea! y un
grito: «¡Se soltó!». Y otro grito: «¡Aquí está!». El sábalo había soltado el
primer anzuelo para saltar sobre otro. De pronto todos nos estábamos cambiando
de lugar en el pequeño bote para que yo agarrara la línea. Sentí el jalón de un
gran pez. Recuperé línea por un minuto, tal vez dos, y entonces, ¡saltó! Lo vi
de cuerpo entero en el aire y lo reconocí: «¡Es él!» —Grité.
Media hora más tarde subía mi sábalo de 70 kilos al bote. Ni
siquiera intentaré describir esa media hora, aunque la emoción fue compartida con
quienes me acompañaban, aunque la batalla fue filmada, el encuentro con mi
sábalo, nuestro encuentro, fue esencialmente privado, íntimo, ajeno a la
dimensión de la narrativa, el encuentro con un sueño pertenece a la dimensión
del delirio, y esta imposibilidad de compartirlo hace del encuentro con el
propio sueño, un secreto.
La resignación no es equipaje de quien busca sus sueños.
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Todos tenemos un gran
pez por pescar
Jorge Luis
Borges decía que no se podía pretender haber vivido sin conocer por lo menos
4000 años de historia. Un poco más humilde es mi percepción, no se puede
pretender haber vivido sin por lo menos desear pescar un gran sábalo.
Los
grandes sábalos pueden ser muy diversos para cada quien y muy distintos entre
cada cual, pero pareciera haber un pacto tácito entre todos los seres humanos,
el pacto de admirar a quienes logran pescarlo, el gran sábalo de Gabriel García
Márquez fue su cien años de soledad,
mientras el Nobel fue el gran sábalo
para Mario Vargas Llosa. Pero alcanzar los sueños es sólo una cosa fortuita, lo
trascendente es soñar.
Apagada será
la vida de quien no alimente con alguna quimera el fuego de su autoestima.
Código de valores
En la escuela de Psiconomía llamamos valores a los
componentes de la autoestima. Esos valores hacen que el individuo se
"estime" y como consecuencia sienta que su vida tiene sentido. Hay
dos grandes tipos de valores: los personales y los convencionales.
Los valores
personales dependen de la propia experiencia, de lo que se haya vivido, yo
puedo valorar la pesca de un gran sábalo por haber aprendido de niño a pescar
con mi padre, y puedo valorarlo mucho a pesar de que la mayoría de la gente vea
la pesca como una aburrida manera de perder el tiempo.
Luego están los valores convencionales que se dividen en
dos categorías: los valores convencionales sin valor definido, y los valores
convencionales con valor establecido.
Los valores
convencionales sin valor definido son aquellos que todos valoran, por
ejemplo un título académico, pero que no tienen un valor establecido
permitiendo que cada cual emita su juicio de valor, hay quienes valoran más un título
de filosofía que uno de ingeniería y así.
Por último, los
valores convencionales con valor establecido son aquellos que tienen
precio, un Ferrari cuesta $200,000 en cualquier parte y no se admite discusión
sobre su valor.
En lo dicho se evidencia la
conveniencia para la autoestima de los valores personales que, por no tener
valor establecido (permitiendo que cada quien le otorgue el valor que quiera),
pueden ser revaluados sin límite. Por ello nuestros instintos favorecen el
gasto de energía en la búsqueda de valores personales.
Código personal del pescador
No soy un pescador deportivo. Los pescadores deportivos
atrapan muchos más peces que los que puedan comer y por ello los sueltan. No he
practicado, ni practico ni creo que practicaré nunca la pesca del catch and
release (captura y suelta). Y aclaro esto para que quien esté pensando en
criticarme por comer lo que pesco, se abstenga de comentarios. Así como el
cura no da sermones sobre creacionismo en la fundación Charles Darwin, así como
los Darwinistas no van a las iglesias a explicar la evolución, así como yo no
critico (aunque no comparto) la pesca del catch and release, espero que sus
practicantes se abstengan de reprobaciones. La verdad es que, para mí, atrapar
un pez para soltarlo es una pesca de mentira, una pesca a medias. Fui educado
en el arte de pescar por mi padre, con un código de valores muy específico:
nunca atrapes más de lo que te vas a comer y no te metas con las especies que
no se comen. Con este código, el catch and reléase no es necesario, porque la pesca se
autolimita.
No puedo imaginar la vida sin ser fiel a los propios deseos
y principios; es más, el primer principio de la vida debiera ser:
«Fidelidad a los propios deseos».
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Trataré de ser claro: «No se puede poner en la misma
bolsa al rey que caza elefantes en África y el pescador que se come lo que
pesca».
Y si aún no queda claro, tratemos el asunto desde sus
inicios.
Todo deseo proviene de un instinto, el deseo sexual
proviene del instinto de procreación, el deseo de comer una pizza proviene del
instinto de alimentación y el deseo de viajar y hacer turismo proviene de
nuestro reprimido instinto nómade. Fuimos, somos y seremos cazadores y
recolectores. Mi deseo de pescar está claro de cuáles son sus orígenes
instintivos. En varias oportunidades he escuchado de personas que juzgan como
virtuosos a quienes, a pesar de haber tenido gran éxito social y económico, no
se olvidan de sus orígenes humildes. Conozco una persona muy exitosa que tiene en
un sitio resaltado de su escritorio una foto de la barraca donde vivía cuando
niño "para no olvidarme de mis orígenes" —asegura. En este sentido
podríamos decir que yo no olvido mis orígenes de cazador recolector. ¿Es acaso
un delito pescar por sí mismo lo que uno come? Pescar y soltar la presa es una
cuestión circunscripta al código de valores particular de quien lo hace, es una
decisión personal, pero de ninguna manera otorga el permiso de criticar a
aquellos que cultivan sus propias verduras, que comen las setas que cosechan en
el bosque, o a quienes pescan su alimento. Y me parece una ligereza cándida
pensar que el catch and release te haga mejor persona o te haga ambientalista.
En mi experiencia personal la mayoría de los pescadores que conozco y que no
practican el catch and release son naturalistas. Soltar un pez y acto seguido
ir a la pescadería a comprar el mismo pez es algo que espero no hacer nunca,
porque entraría en pánico por el Alzheimer. ¡Vamos! El ecosistema es amenazado
por el abuso comercial indiscriminado, y no por el individuo que, tratando de
vivir lo más naturalmente posible de vez en cuando (o cuando puede), trata de
rememorar su esencia natural de cazador-recolector.
En fin, quien come lo que pesca no es un asesino
ecológico, es alguien que hace algo con pleno sentido y lúcida conciencia. Y no puedo dejar de decir que si
alguien pesca (más de lo que pueda comer) y luego suelta lo pescado para
alardear de ser ambientalista, está poniendo en riesgo la vida del pez para
después dárselas de resucitador, o sea, “te ahorco para luego demostrarte lo
bueno que soy en respiración artificial…” ¿Cuál opción parece más morbosa?