EL SOL Y EL DEDO
«No se puede tapar el Sol con un dedo», es una de esas frases que uno escucha innumerables veces sobreentendiendo su significado y sin sentir necesidad alguna de comprobación. Pero la verdad es que SÍ se puede tapar el Sol con un dedo. Y el efecto óptico será más o menos efectivo en dependencia de la distancia a la que se coloque el dedo en confrontación al ojo. Así que la frase que habla de un imposible en realidad miente sobre algo posible. Entonces, ¿por qué aceptamos tan a la ligera que se nos imponga como verdad una falsedad de tan fácil refutación?
«No se puede tapar el Sol con un dedo», es una de esas frases que uno escucha innumerables veces sobreentendiendo su significado y sin sentir necesidad alguna de comprobación. Pero la verdad es que SÍ se puede tapar el Sol con un dedo. Y el efecto óptico será más o menos efectivo en dependencia de la distancia a la que se coloque el dedo en confrontación al ojo. Así que la frase que habla de un imposible en realidad miente sobre algo posible. Entonces, ¿por qué aceptamos tan a la ligera que se nos imponga como verdad una falsedad de tan fácil refutación?
El síntoma patognomónico
del truco se manifiesta en el verbo «tapar». Si el dedo y el Sol son entendidos
en sus dimensiones reales, resulta obvio que el primero no puede tapar al
segundo. Pero la acción escondida detrás de la frase no se refiere a «tapar»
con las dimensiones del dedo un espacio, como cuando tapamos con el pulgar el
pico de una botella de vino. De lo que se habla en la frase es de un asunto óptico,
de tapar un campo visual. Y un dedo, colocado frente al ojo, sí puede tapar la visión del Sol. Bajo las leyes
de la óptica, un dedo puede tapar cualquier cosa.
Primera conclusión concreta pero enrollada: La sentencia que niega que el Sol
pueda taparse con el dedo, se aprovecha del «impreciso» significado del verbo para
colocarse como una verdad cómoda a la hora de tener que aceptar los imposibles.
Pero cuando lo «impreciso» se junta con los conceptos de «verdad», «comodidad»,
«aceptación» e «imposible», la falaz trampa literaria trasciende el inocuo
campo de las sentencias populares para afectar la cruda realidad de las mentiras humanas,
o lo que es lo mismo, la cotidianidad. Entonces, la «verdad» es la mentira
última que persigue la humanidad «aceptando» su condición de «imposible» por la
«comodidad» de no tener que pensar en lo que la palabra (vacía de concepto)
«verdad» esconde, o sea, la muerte.
¿Complicado? Mirémoslo por otro costado.
La
cotidianidad es un continuum de
mentiras. La vida humana necesita de la mentira cotidiana para poder soportar
el peso de «vivir humanamente» (eufemismo de: vivir a sabiendas de morir). La
mayoría de los conceptos que sostienen nuestros intereses sociales son
«imposibles». La amistad, por ejemplo, entendida como un sentimiento
completamente desinteresado, como una relación donde se da todo por el otro sin
esperar nada a cambio, es, a todas vistas, imposible. Por principio, todas las
relaciones humanas son relaciones de intereses. Sin intereses no habría
relaciones. Sería más verosímil, y evitaría muchos malentendidos, aceptar que
la amistad es una relación de intereses mutuos más o menos equilibrada en el
reparto de ganancias y pérdidas. Una relación de intereses es una relación
interesante.
Si la amistad es interesante, debe mover intereses. Pero no podemos aceptar
esto. Nos resulta demasiado real, y lo real no nos ayuda en nuestro afán de
disimular la realidad. Necesitamos la amistad idealizada. Necesitamos el
imposible. Necesitamos la mentira. Y si alguien la descubre, le taparemos el
entusiasmo replicándole: «No se puede tapar el Sol con un dedo». En este caso,
obviamente, el Sol representa la inmensa materia de la mentira cotidiana, el
dedo ingenuo encarna la realidad descubierta y el sentido verosímil de la
sentencia es que la creencia «por siempre será» más popular que la realidad. Mientras
que, en la realidad que no se quiere ver, el asunto estaría exactamente al revés:
el dedo representaría a la mentira y el Sol a la realidad “tapada”. Este doble
sentido de la frase, esta cohabitación de dos versiones antinómicas, parece
darnos permiso a aceptar una mentira como verdad, porque, al final, lo que
quiere decir es que sobre ese asunto es mejor ni hablar.
Queda en
evidencia que lo importante de lo imposible es su cualidad de «inalcanzable».
La condición para que «siempre» deseemos alcanzar algo es que nunca lo
alcancemos. Y si nunca lo alcanzamos, la búsqueda «por siempre» se impone,
transformando a la búsqueda misma en «infinita». Y es aquí donde se cumple la
función de «lo imposible»: incluir en nuestra corta y finita vida las balsámicas
palabras «siempre» e «infinito». Y así, sin necesidad de hacer mayor esfuerzo
de autoidiotización, podemos abandonarnos felices al «impreciso» concepto de
que una vida no se puede acabar mientras siga buscando algo…, lo que nos
permite seguir comiendo perdices hasta morir de indigestión.