AFASIA SIMBÓLICA
Erase una vez una ciudad llamada Ojeda en donde las cosas simbolizaban
otras. Nada era en sí mismo nada particular, porque todo podía ser otro todo.
Un huevo podía significar desayuno, o simbolizar la Rusia de Fabergé, o una
reina calva o Cristóbal Colón; el número 1 significaba el primero, el único, o
la soledad, o el lunes o el yo. Nada era en sí mismo, todo se desbordaba y
trascendía de si, efervescente, incontenible, dispuesto a ser lo que
necesitáramos que fuera. Hasta que, para la ciudad, el mundo se detuvo. Y la
ciudad enfermó de melancolía, y la melancolía la llevó a la muerte, y los
cuerpos se contrajeron, y el huevo fue de la gallina, y el uno fue un número, y
al morir los signos y símbolos murió el arte y con él la magia, y la vida
perdió todo color quedando reducida a escala de grises, y cada cosa fue la cosa
misma, sólo eso y nada más.
Los primeros síntomas de la enfermedad que terminaría necrosando a la
ciudad comenzaron con la afasia simbólica.
En una hemorragia se fue perdiendo el sentido, los elementos se vaciaron de
su plasma simbólico, de su alma de signo y dejaron de significar otras cosas.
La historia clínica cuenta que en ese momento se perdió el encanto simbólico de
cuando el día lunes significaba esperanza de alcanzar una meta, el martes hacía
honor al dios de la guerra y era el día de la lucha por alcanzar la victoria,
el miércoles representaba la mitad del camino, el jueves era la antesala de la
celebración del guerrero victorioso, el viernes representaba la celebración del
justo (independientemente de cómo hubiera sido la semana), el sábado era la
guinda del helado y el domingo simbolizaba el armisticio y la reflexión. La
enfermedad hizo que cada día de la semana significara lo mismo y la gente dejó
de recordar el calendario. Desde ese día la agenda sólo tendría una anotación
repetida todos y cada uno de sus días: «lo mismo».
Otro de los síntomas de esta afasia simbólica es la sequía degenerativa y
acumulativa del corazón. Las arrugas mutaron en grietas y desapareció la
lozanía del deseo para dar paso a la opaca obligación de soportar, soportar,
resistir, soportar. Ojeda pasó a ser una ciudad sin signos. Al perderse los
signos desaparece el futuro y el pasado cobra solidez de palabra escrita,
perdiendo la capacidad de ser redecorado por el arte mágico con que la memoria
embellece los recuerdos, y así también desaparece el alivio del melancólico que
ya no puede ni siquiera refugiarse en decir que todo tiempo pasado fue mejor. Y
en este callejón sin salida sólo queda el tiempo presente que siempre es lo
mismo y en su inmovilidad se vuelve piedra y polvo será.
LA CIUDAD MÁS FEA DEL MUNDO
Si no existe algo
así como un premio Pulitzer a la ciudad más fea del mundo entonces los ediles
de Ciudad Ojeda están desquiciados, porque sólo si están compitiendo por el
galardón coge sentido la intención destructiva que mantienen contra esta pobre
ciudad.
Los forasteros que visitan
al tercer mundo, miran a su gente, a su trastornado urbanismo con ojos que
parecen decir «¡Perdónalos Dios, no saben lo que hacen!».
Pero en Ciudad Ojeda, quien
observe con más detenimiento se da cuenta que no es inocencia sino maldad
perversa la que mueve los hilos de este desquiciado funeral de ciudad.
Actualmente en
Ciudad Ojeda llegó la última herramienta de la mala intención: el cinismo. Los
ediles se burlan de la gente con placer morboso, se le ríen en la cara como los
villanos de películas de tercera que planifican destruir el mundo sobándose
las manos y carcajeándose con risa patán. Resulta que mientras destruyen
calles, rompen sobre lo roto, alientan a la policía corrupta, aumenta el hampa
obligando a la gente a encerrarse en su casa al atardecer;
mientras los asesinatos por robo están a la orden del día y la gente por la
calle camina con actitud paranoica cuidándose las espaldas, todos con semblante
de desconfianza porque además de los atracos y los robos, los secuestros dejaron
de ser temor exclusivo de ricos para volverse endémicos a través del “Secuestro
Express” (modalidad en la que lo raptores se conforman con reclamar el sueldo
del mes del padre de familia como rescate), mientras pasa todo esto, en una de
las entradas principales a la ciudad el gobierno colocó una pancarta gigante
que muestra la foto del alcalde sonriente con el sarcástico lema: "Ciudad
Ojeda, el lugar IDEAL para vivir". Y en otra de las entradas en un letrero
idéntico el lema dice: "Ciudad Ojeda, el lugar seguro para ti". Definitivamente,
la mala intención ha sobrepasado sus límites, pasando a ser cinismo patológico.
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¡Cínicos! |
Muchos piensan
que tercer mundo significa llegar tres veces más tarde que los demás, pero, si
el “llegadero” es la muerte, estos pueblos parecen estar más bien tres veces
más adelantados (vivir aquí favorece una muerte precoz al estrellarse por caer en
un hueco en medio de una avenida o por una bala delincuente). Y sin embargo hay todavía más, la miseria no
acaba allí, porque la muerte, la desaparición física, pudiera representar el
descanso, la paz, o la resurrección al estilo fénix, pero en el caso de estos
pueblos les espera una muerte de zombies, porque además les caracteriza una
tozudez sin límite, por ejemplo: cuando una casucha construida sobre una ladera
es arrasada por un alud de barro en época de lluvia, los sobrevivientes la
vuelven a construir, apenas sale el sol, en el mismo lugar y encima de los
cadáveres de quienes quedaron sepultados en el fango. La tozudez no es
inocencia sino prepotencia a ultranza.
Y he aquí que
entramos al ámbito de lo particular de nuestros pueblos: la «prepotencia a
ultranza». Este síntoma lo traduzco lingüísticamente en una respuesta
automática que representa al tozudo: «¡Ajá! ¿Y qué?»
Si le explicamos
a alguien que no debiera haber tirado el vaso de plástico al piso,
recibiremos un «¡Ajá! ¿Y qué?». Después de esa respuesta lo mejor es seguir
camino, porque insistir pudiera ser peligroso, el individuo en cuestión pudiera
sentirse ofendido (es otro síntoma de los tozudos: se ofenden si alguien les muestra
un error, si reciben un consejo, si le sugieren una actitud más provechosa o si
alguien se atreve a tratar de enseñarle una forma diferente de comportarse que
vaya en beneficio de todos), y después del
«¡Ajá! ¿Y qué?» vendría un «¿Y quien te crees tú? ¡Estas buscando lo que no se te perdió!». La violencia es todo el argumento de la
prepotencia a ultranza.
Tengo años
diciendo que a estos pueblos (y me refiero en especial al zuliano), no le falta educación como muchos sostienen,
sino que le sobra "mala"
educación. No es difícil aprender algo nuevo, lo difícil es desaprender lo
viejo, y nada se le puede enseñar a quien no quiere aprender. Los optimistas
aseguran que «loro viejo aprende a hablar», los pesimistas dicen que «loro
viejo no aprende a hablar»; los realistas aseguramos que «viejo o joven el loro
hablará si quiere aprender».
Mientras tanto,
mientras siempre, Ciudad Ojeda parece que seguirá esperando que abran el Premio
a la ciudad más fea e inhóspita del mundo, o, por lo menos, que le otorguen el
reconocimiento de “Patrimonio (de lo invivible) para la humanidad”.
VIVIR ERA OTRA COSA
Aquella Ciudad Ojeda en la que con un poco de magia (de la que suele sobrar
en el Caribe) se podía pasar por alto las incomodidades del clima, la
negligencia de los servicios públicos, las consecuencia propias de un pueblo
petrolero con su cultura de campamento temporal; aquella Ciudad Ojeda
pluricultural, con tantos forasteros como autóctonos (¿se puede hablar de
autóctonos en un asentamiento petrolero que en aquel entonces tendría 70 años
de fundado?), una ciudad de plumas de pavo real, que todavía irradiaba el
brillo del «Boom Petrolero» del primer cuarto de siglo veinte, aquella ciudad
de pronto empezó a declinar, y nadie parecía darse cuenta o a nadie parecía
importarle, hasta que desapareció y lo que queda en su lugar es otra cosa, algo
sin nombre que ni siquiera pudiera llamarse fósil de lo que fue porque no
guarda relación con su pasado, como si el ADN original se hubiera alterado, lo
cierto es que esta cosa que queda no tiene, o peor, no le interesa tener
posibilidad de volver a ser lo que fue.
La falla no estuvo en la época, no tuvo que ver ni con el tiempo ni con el
lugar, el falseo no estuvo en la música ni en sus instrumentos sino en sus
intérpretes. Y así los comercios fueron perdiendo su característica de servicio
para trasformarse en un «sálvese quien pueda», ya nadie daba las «gracias por
su compra» detrás del mostrador; y todos comenzaron a esperar que le
agradecieran para devolver la cortesía, y esperando se fueron quedando atrás el
buen humor y las buenas costumbres, y «las gracias», los «por favor», los
«buenos días», los «disculpe» fueron irreparablemente sustituidas por las
maldiciones, y tanto se maldice algo que termina maldito. Ciudad Ojeda no es ni
siquiera el recuerdo de lo que fue, es apenas un resabio amargo sin memoria,
tan inmerso en la calamidad diaria que cada día se olvida de ayer.
Y llegó el momento en que en ese lugar ya no era posible sobrevivir. Todo
se venía abajo sin importarle a nadie.
La gente, toda, detestaba trabajar porque el trabajo es llevadero cuando se
siente que con él se mueve la rueda del futuro y cuando una ciudad se estanca
la primera parte que se marchita es el futuro, esto pudiera hacer pensar que
las ánimas en pena de Ojeda desearan intensamente la llegada del viernes, del
fin de semana, pero los deseos de llegar al viernes con ánimos de celebrar los
logros de la semana desaparecieron porque el sábado y el domingo se volvieron
rutina de no hacer nada encerrados en casa, y no podía ser de otra manera ya
que las calles estaban tomadas por el hampa (virus mortal que prolifera en la
podredumbre del cadáver de la esperanza). Así la gente comenzó a odiar tanto su
trabajo como el tiempo libre y empezó la desesperación de no saber qué desear,
cada sábado deseaban que fuera lunes, cada lunes deseaban que fuera sábado, la
monotonía alcanzó entonces su cenit, el electrocardiógrafo del pueblo marcaba
una línea recta, sin sístoles ni diástoles que pulsaran esperanza alguna de
entusiasmo vital: el pueblo había muerto y de esto hace años, pero parece que
falta mucho aún para que la gente se entere de su fallecimiento. Este es el
único fósil poético que aún se puede exhumar en Ciudad Ojeda: la semejanza lejana
con el Pedro Páramo de Rulfo, el pueblo de fantasmas que se hacen los
desentendidos de estar muertos. El gentilicio de Ciudad Ojeda demostró poca
resistencia a morir, dejando al descubierto su gran capacidad de
desentendimiento, su falta de espejo, de reflejo, de verse a sí mismo en su
funeral, ni cuenta se dieron cuando estaban agonizantes y, ya muertos, pues era
simple cosa de mirar a otra parte y, aunque los ojos se les hayan podrido, con
el rabillo de la testarudez lo siguen haciendo, siguen mirando hacia otra parte.
Una característica básica de los zombies es que no tienen conciencia de serlo.
Y así Ojeda comenzó a ser un pueblo de Zombies desentendidos.
El vandalismo desanimaba cualquier tipo de esperanza, mejora o ánimo de
progreso, tan pronto como se colocaba un cable para el alumbrado, una casilla
de correo o una cañería nueva, era dañada o robada. Asaltaban a la gente
mientras abría el portón de su casa, encañonaban con pistolas de película a las
personas mientras se subían al auto o en sus camas mientras soñaban con vivir en
otra parte, más que pocos murieron del susto al despertarse por el frío del
cañón de la pistola en la frente. Salir era cosa de animales, porque la
paranoia es normal entre los animales, estar alerta es la condición natural de
la selva. Y pensar que las ciudades fueron planificadas bajo la promesa de dar
seguridad. La promesa fracasó. Los
hampones en bicicleta arrancaban de un manotazo las bolsas a las señoras
y las cadenas del cuello a los desprevenidos que dejaron el pellejo allí mismo
por desangrarse con la yugular cercenada. La delincuencia era una lluvia de
palos y piedras. Rompían las ventanas, destrozaban los teléfonos públicos, las
vitrinas de los negocios, los jardines de quien se atrevía a sembrar algo. Y
todo pasillo se volvió antro de drogas. Las verjas fueron perdiendo los
barrotes para ser usados como lanza o palanca, la guerra se declaró de uñas y
dientes, de palos y pedradas, de que nadie saldrá vivo de aquí, de que no
tomaremos prisioneros ni habrá banqueta de plaza que quede parada, las tapaderas
de las alcantarillas eran robadas para venderlas como chatarra. Y la gente ya
no bebía agua. Los tanques de agua de las casas y los edificios amanecían
hechos letrina o depósitos de cadáveres, hubo casos de quien bebiera las
últimas supuraciones de sus seres queridos que, por cierto, nada tiene de
parecido a la comunión con la hostia y el vino que simbolizan la carne y sangre
del cadáver de Cristo. La iglesia nada pudo hacer contra la blasfemia, a ella
también la desvalijaron y los curas, aunque se habían dado cuenta hace tiempo
de la ineficacia de sus oraciones, tuvieron que reconocerlo por primera vez en
acto público pidiendo a las autoridades que pusieran freno al demonio ante el
que el mismo Dios tiraba la toalla. Pero no hubo súplica ni destinatario que
valiera. Siguieron incendiando los setos de las plazas y robando cables y
desmantelando alcantarillas Siguió el asesinato por capricho en ese empeño de
los vándalos por demostrar que son más dueños de la vida que el mismo destino.
Y así llegamos a la falta de fe absoluta, al sinsentido. La gente desesperada
quiso irse, empezar en otra parte, en otra ciudad, con otra gente y tal vez con
otro credo. A nadie importaba el nombre de Dios con tal de que fuera bueno y
por sobre todo fuera policía. La gente fantaseaba con empezar de nuevo en otro
lugar con las cosas que pudieran llevarse. Trataron de vender las propiedades,
pero nadie compraba nada, no había comprador para la miseria, y la gente tuvo
que resignarse a vivir como muertos o morir del todo para intentar renacer en
otra parte, y así los edificios se fueron vaciando y deteriorando por la peor
de todas las desidias: la ausencia.
Hoy la ciudad parece haber sobrevivido a una catástrofe, a un cataclismo,
Ciudad Ojeda parece las ruinas de una imitación barata de Pompeya, los restos
de un saqueo barbárico. Restos del paso de Atila. Calles grises y desoladas,
basura apilada en cualquier sitio, objetos abandonados, gente abandonada,
indigentes, enjambres de moscas verdes, gusaneras, un infierno terrenal con
mucho calor para la fermentación, y cada vez más caliente sin la sombra de los
árboles que han sido cortados, y de los techos de antaño, ahora desvencijados,
cada vez con más zamuros revoloteando
en el cielo o posados en las antenas esperando “la hora de la carroña” que su olfato
pronostica. Y a lo lejos, al final de la calle, muy de vez en cuando, un soplo
de brisa perdida remueve un cartel de la alcaldía que reza: «Ciudad Ojeda, el lugar ideal para vivir».
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Si el cinismo pasa desapercibido quiere decir que no entendemos nada. |
A veces, como hoy, me asomo a la ventana y me quedo contemplando el
desolado panorama, una mujer muy gorda con ajustados pantalones de plástico
verde fosforescente vende pequeños platitos de plástico con mango verde y sal
«¡Viagra, la Viagra!» vocea con tono de esclavo de varios siglos atrás. A media
cuadra el mendigo esquizofrénico que vive en la casilla de basura del edificio
está quieto en su función catatónica del día, quieto, completamente quieto mira
al cielo como implorando que Dios se apiade de él y…mate a todos los demás.
Ya nadie, de los que siguen creyéndose sanos y productivos, saben de dónde
sacan fuerzas y ganas para levantarse cada mañana para ir a trabajar. No sólo
se trata de lo peligroso (al despertarse se suele ser más optimista y se olvida
al familiar o amigo que ha sido víctima del hampa), sino de lo deprimente y aburrido que se ha vuelto
la existencia. La desgracia personal ha sustituido las tertulias literarias, «¡a
buena hora!» pensarán algunos, «ya no se habla estupideces, más real que esto,
pues nada».
Y cada quien pretende protegerse de lo inevitable con lo que tiene a la
mano, los que pueden pagan guardaespaldas a sabiendas que el 80% de los
secuestros tienen complicidad con los guardaespaldas, los que se creen muy
listos cargan un arma y se desentienden de la estadística de que el 50% de los
muertos son asesinados con la misma arma que portaban, otros salen con una
llave inglesa en el maletín, o con un puñal en el calcetín, pero lo
unánimemente cierto es que todos hemos olvidado, que existía un tiempo y un
lugar donde vivir era otra cosa...
Y...HASTA MORIR ERA OTRA COSA (el cementerio más feo del mundo)
Si vivir en Ciudad Ojeda se ha vuelto miserable, morir en
Ciudad Ojeda es vergonzoso. Al entrar a su cementerio nos invade una sensación
de indigencia, de que en aquel lugar sólo pueda reseñarse un paso por la vida
sin pena ni gloria. Y tal vez, sólo tal vez, sea esta imagen pusilánime la que
en retrospectiva alimenta la indolencia de la ciudad, con un camposanto tan blasfemo
pareciera que no hay logros en la vida que pudieran sobrevivir al desencanto
final de este cementerio deplorable, irrespetuoso en todos los sentidos, más
feo que la muerte misma, árido, desvencijado, con la cerca caída, poco se
diferencia de una fosa común de desastre natural, invadido por los sin techo, guarida
de malvivientes de toda índole, un cementerio donde los entierros se hacen en
la hora de más calor para evitar que el atardecer facilite las fechorías de los
delincuentes dispuestos a asaltar a los deudos que dan el último adiós a sus
seres queridos. La peor delincuencia es la que se nutre del dolor ajeno. Y
delincuentes somos todos por permitir esto, cómplices del mal vivir y el mal
morir.
Pero ahora que me acerco al punto final de este lamento nostálgico, creo
darme cuenta que tal vez la ciudad nunca cambió, que todo ha sido un error mío,
que esta Ojeda siempre ha sido así y que la de mis recuerdos es otra ciudad.
Creo estarme dando cuenta que he pensado en dos ciudades distintas que por
casualidad se llaman igual. O tal vez, me haya equivocado de persona, que el
Mario que vivió en Ojeda hace años no es el mismo que describe la ciudad
actual, tal vez sean dos personas diferentes que casualmente se llaman igual,
en este caso el problema es saber cuál de los dos está escribiendo esto. Y
ahora que lo pienso mejor, puede que sea usted el que se equivoca creyendo
haber conocido dos ciudades o dos Marios y se está inventando una historia
para ignorar su insomnio, o su aburrimiento o su soledad…, en cualquier caso
para olvidar una realidad que ya no se parece a lo que era.