EL CARNAVAL DE LA MUERTE EN BORGOSESIA
El fin de semana siguiente al
Carnaval estaba en un balcón de apartamento en Borgosesia observando los Alpes
italianos, cuando, de pronto, abajo en la calle, veo un sujeto de traje negro,
ensombrerado con chistera y con capa modelo «Drácula de Bram Stoker». De la sorpresa pasé al
asombro cuando de los edificios y casas comenzaron a salir mujeres y hombres
vestidos igual. Fuera lo que fuera —pensé—, yo tenía que investigar ese posible
aquelarre e incorporándome en modo Van Helsing bajé a la calle donde me enteré
que estaba por iniciarse la celebración de la muerte del carnaval. Al principio
me desilusionó enterarme que el supuesto Nosferatu tenía colmillos de silicón, pero
luego me entusiasmó la idea de celebrar la muerte, un buen tema para alborotar
las sienes.
EL SUEÑO DE LA RAZÓN PRODUCE MONSTRUOS. EL SUEÑO DE LA VIDA ETERNA
PRODUCE DESFACHATEZ.
¿Acaso es sólo impresión mía que,
últimamente, cuando alguien se muere, la gente trata el asunto como algo
vergonzoso? Sí, pareciera que sólo los que rondan los 100 años tienen derecho a
una muerte honrosa y a descansar en paz sin resoplidos de indignación de
quienes le sobreviven. Morir antes de la decrepitud molesta a los demás. Los deudos
tienden a criticar post mortem al
muerto por haberse ido antes de tiempo, culpándolo de las enfermedades, pasiones,
vivencias o accidentes que no supo eludir. Tal vez me equivoque, pero me da la
impresión de que hoy día es considerada una vergüenza culposa morir de algo que
no sea de viejo. Como si la vida fuera una batería que hay que consumir hasta
el final, sin importar cómo, aunque sea dejando las luces encendidas en un día
soleado. Pareciera que la vida correcta implicara no levantarse de la mesa
hasta haberse comido las servilletas. Y es que deben gustarle mucho las servilletas
a quienes prolongan la existencia de alguien de noventa años, con más recorrido
de lo que su cuentakilómetros pueda marcar, con respiradores, cables, mangueras
y mil artefactos enchufados al cuerpo, como si se tratara de extraer hasta el
último voltio de su celda electroquímica. Y es que también acabamos igual: al terminar
la vida útil, tanto las baterías como los cadáveres son desechados siguiendo un
estricto protocolo ecológico. No me resulta muy simpático parecernos tanto a
una batería.
Al morir de viejo le llaman
«muerte natural». Me gustaría saber qué pensaría Darwin de esto. Me imagino que
el viejo Charles comentaría con cierta curiosidad sarcástica «¿Y de qué muere la
víctima de un perro rabioso? Imagino que como la rabia no ha visitado con frecuencia
sus casas le consideran antinatural. Entonces, —sigue comentando con sarcasmo
Darwin— estarían llamando natural a lo frecuente e innatural a lo infrecuente. Pero,
morir de viejos no es frecuente, por lo tanto, no es tan natural como lo
pintan. En otras palabras, el que de viejo muere es porque logró franquear
muchas muertes naturales, y por ello es un fenómeno, una desviación de la
regla».
Cualquiera que sea la lógica,
sigue sorprendiéndome que la muerte centenaria sea reverenciada como si a los
100 años otorgaran algún tipo de premio ¿O será que realmente hay un premio del
que no estoy enterado? Y en todo caso, aunque así fuera, con o sin premio, no
hay derecho a tratar de vergonzoso el deceso de alguien. Comentarios etéreos
como «Él quiso vivir en la gran ciudad y ya ve lo que le pasó. No hay como la
vida sana del campo», encierran la clara acusación de «¡Palmaste por mundano!».
Piénsenlo un momento, es casi automático que cuando recibimos la mala nueva de
la muerte de alguien lo primero que nos sale decir es «¡No puede ser!» y de
seguido preguntamos «¿De qué murió? ¿Cuántos años tenía?». Luego, al tener los
detalles, comentamos automáticamente «¡Ah, entiendo! Eso fue lo que pasó». Como
una causa justificara la muerte. O algo aún peor, ¡que por tener una causa
mereciera la muerte! No se trata de qué o cómo fue. ¡Dejó de vivir! ¡Ése es el
punto!
Cuando un deudo en el velorio
menciona que el muerto «vivía estresado» en realidad está tratando de asentar que
él se toma la vida a la ligera y por ello está exento de que le suceda lo
mismo. Y así, los que NO toman whisky comentaran que el muerto tomaba mucho
whisky. Mientras, por otro lado, los gorditos que bebían whisky con el muerto
comentarán que el muerto no comía lo suficiente (y jamás mencionarán al
whisky). Al mismo tiempo, los otros compañeros de trago, los delgados y asiduos
al fitness, comentarán que nunca lograron convencerlo de ir al gimnasio (aunque
el difunto fuese delgado, musculoso y caminara con frecuencia), y todos estos
comentarios servirán para que cada quien se sienta distanciado de la desgracia
acaecida al muerto, y suspirarán aliviados, inmunes a la tragedia, a pesar de
que el difunto falleciera rompiéndose la nuca al resbalar en el baño.
LO ÚLTIMO QUE LE DIJO A SU ESPOSA FUE: QUE NO QUERÍA IR A TRABAJAR ESE
DÍA
Hay una frase muy común en los
velorios de muertos por accidente «Al salir de su casa le dijo a la esposa que
no tenía ganas de ir a trabajar ese día». Esta frase se pasea, de boca en boca,
por todos los asistentes y se vuelve la comidilla del funeral. La mayoría
estará de acuerdo en comentar, o por lo menos pensar, que de alguna manera el
difunto sabía que ese día le podía pasar algo malo, que si le hubiera hecho
caso a su intuición todavía estaría entre los vivos, y no pocos considerarán
aquel presentimiento como un mensaje divino que alertaba al futuro difunto del
mal que le acechaba en la carretera. Sobre este comentario y las especulaciones
resultantes, tengo algunas acotaciones que, me muero de ganas de hacer.
En primer lugar mencionemos lo
obvio, la frase «Al salir le dijo a la esposa que no tenía ganas de ir a
trabajar ese día» sirve para que cada quien pueda exorcizar de sí mismo la
posibilidad de morir de la misma forma ya que cada uno pensará para sus
adentros (y algunos hasta lo dirán) que siempre le hacen caso a sus
corazonadas, que se han leído todos los manuales de inteligencia emocional y
han asistido a incontables cursos de PNL (he llegado a pensar que la gente del
PNL se cree realmente inmortal) y por lo tanto ellos, por ser tan precavidos,
no morirán tan tontamente, como el tan difunto (léase tan tonto).
La segunda acotación va dirigida
a los místicos, a los que ven en la intuición del muerto un mensaje divino de
alerta, algo así como que dios le susurra al oído «quédate en tu casa, no vayas
al trabajo hoy, a la vuelta de la esquina tengo un camión esperando para
pasarte por encima». No es que ponga en duda la posibilidad de que el difunto
haya tenido una intuición divina, sino que me resulta demasiado cuesta arriba
imaginarme a dios, versión camionero en mangas de camisa y con gorra Bass Pro
Shop, al frente del volante de un camión pasándole por encima a la gente que no
le hace caso a los susurros divinos al oído.
Liseth, "albacea" de mis quejas. |
PURITANISMO NECROLÓGICO
En algunos casos especiales los
concurrentes al funeral no necesitan hacer comentarios de distanciamiento con
el desafortunado anfitrión. Por ejemplo, en el velorio de un gay víctima del
sida, los heterosexuales se pavonean con plumas de Drag queen, maquillados de
inmortalidad, libres de todo mal. Pero su silencio condena, es casi un grito de
sordomudos «¡Te moriste por maricón!». Un silencio vestido de eufemismo
necrológico.
Y, el non plus ultra de este estilo lo podemos encontrar en los
periódicos (léase periódico como «teatro de revista en fascículos diarios»),
cuando un personaje famoso muere por adicciones o sida, y el periodista no escatima
esfuerzo en remarcar que «falleció tras una penosa enfermedad». Los pusilánimes
no entenderán un carajo pero hasta los de espíritu cándido se preguntarán sin ánimo
de esperar respuesta «si no querían mencionar la causa del deceso, ¿era
necesario aclarar que la enfermedad era penosa?». A simple vista todas las
enfermedades pudieran ser igual de penosas, pero los periodistas sólo usan el
adjetivo cuando la enfermedad permite la crítica puritana, si es que existe algo
así como un «puritanismo necrológico».
En fin, este asunto de tratar de
soslayar la propia indefensión achacándole al difunto un defecto mortal que no
se tiene, ha sido así desde siempre, y esto se puede entender y dejar pasar;
pero, de allí a que la cosa se transforme en una especie de juicio final donde
se condena al muerto por morir antes de tiempo, ¡Vamos, esto es un extremo que
no puede, sino, catalogarse de histérico!
COMENTARIOS PROHIBIDOS
Si no fuera tan intrínsecamente humana
la tendencia a preguntar la edad del muerto y la causa del deceso, me atrevería
a decir que es una costumbre que debiera ser erradicada, estar prohibida. Pero
como su condición es inmanente a la humanidad, sólo nos queda determinar su aspecto
perjudicial para evitarlo, y un simple análisis resalta su principal perjuicio:
la desvalorización del «cuánto se vive» por el «cuánto tiempo se vive". En
otras palabras: de tanto preocuparnos por
alargar la vida, se nos puede olvidar vivirla.
Y sólo podemos intervenir en
nuestra conducta ante la muerte incluyendo la importancia del «legado» para que
podamos complementar las preguntas automáticas con otras como «¿Qué dejó en su
paso por la vida?».
Y a estas alturas del discurso
creo que estamos en el horario que permite decir verdades: si alguien se cree
piadoso por considerar que no todos los seres humanos pueden dejar un legado,
debe saber que esa piedad no le sirve de nada a la humanidad. Lo mínimo que se
espera de cada uno de nosotros es que aunque sea intentemos dejar algo digno de
epitafio. Y no se trata de fechas, no se trata de cuánto tiempo se vivió, sino
de qué dejó, sea para bien o para mal. Cristo con sólo treinta y tres años
vividos dejó una doctrina por la que ha muerto más gente que en la segunda
guerra mundial. Con sólo 33 años de vida logró tan extraordinario genocidio.
Parece definitivo que la longevidad no determina la valía.
UNA VIDA ANCHA Y… TALVEZ… LARGA
Aclaremos lo que parece claro:
para morir hay que vivir y para vivir hay que hacer algo y es por ello que
todos morimos por algo que hayamos hecho ¡Por Matusalén! Dos más dos son
cuatro, morir de algo es matemático. Una vida de 100 años es sin duda una vida
larga. Pero la longitud no dice nada de la anchura, una medida no tiene que ver
con la otra. Una vida ancha no necesita más tiempo que el necesario para
expandirse. Un globo vale por cuanto se hincha y no por el tiempo que tarda en
hincharse. Antes, cuando estas vergüenzas no existían, lo hablado en los
funerales podía llamarse: biografía.
PARA QUÉ VIVIR ¿CUÁL ES EL SENTIDO DE LA VIDA?
Si hay algo en lo que la
humanidad jamás se pondrá de acuerdo es sobre el sentido de la vida. El archivo
de los «para qué vivir» se parece mucho a una tienda por departamentos, hay de
todo para todos, y más se venden las rebajas. Y, desde siempre un sentido de la
vida ha sido ganarle al tiempo, sí, la longevidad, vivir mucho, pero un «mucho»
exclusividad de reloj suizo, vivir muchas horas, días, años, décadas, un reto matemático:
llegar a una edad de tres dígitos. Y es que la cotidianidad apunta hacia la
vejez, si te ven soltero te preguntan: ¿quién te acompañará cuando estés viejo?
(bueno, reconozco que esta pregunta pudiera deberse a dos razones, a que en
compañía se vive más o a que nadie quiere calarse a los decrépitos, salvo otro
decrépito), y con los ahorros pasa lo mismo, el consejo unánime es «¡Ahorra para
cuando seas viejo!» (De nuevo no se sabe si es para los cuidados de quien ya no
produce, o porque se desconfía de los políticos y sus manejos de los fondos de
jubilación, o porque los amigos o hijos temen tener que hacerse cargo de los
viejos). Lo cierto es que la longevidad es un sentido muy común.
LA ÚLTIMA PALABRA
Es cierto que la última palabra resignifica
toda la frase, y así al decir «árbol de manzanas» la última palabra, «manzana»,
hace que el árbol no sea un árbol genealógico o un árbol de leva, sino un árbol
frutal; y por ello, nuestras palabras ante la muerte ajena no debieran
referirse a la causa de la muerte, sino a la causa de la vida.
¿Alguien sabe a qué edad y de qué
murió Cervantes?... A nadie le importa. Lo importante es que vivió para
escribir el Quijote.
Recuerdo las exequias de Gabriel
García Márquez. Durante la transmisión en vivo desde México me mantuve de pie
junto al televisor a manera de rendirle honores. No me pregunten de qué murió
porque, si lo supe, lo olvide ¿qué puede importar la hojarasca del deceso ante los cien
años de soledad de la vida que se va con la muerte?
Sócrates prefirió la pena de
muerte al exilio para hacer de su último acto un pasquín inmortal contra la
injusticia. Pero no fue la cicuta quien hizo grande a Sócrates, fue Sócrates
quien hizo grande a su muerte. La muerte de Sócrates fue magna porque magna fue
la vida que allí acabó.
¿Quién se atreve a asegurar que
no ha juzgado la muerte prematura de Mozart como castigo por su libertinaje?
¿Qué Mozart se atreve a juzgar la muerte de Mozart? ¿Se entiende la pregunta?
Quien no entienda esta pregunta está claro que no es un Mozart.
Confieso que me perturba pensar
que, según mis temores y estadísticas personales, mi muerte promete ser
vergonzosa y criticable ya que (aunque quisiera), no creo llevarme el premio
por centenario; pero, amén del premio fantasma, ¿que más me puedo perder? La
vergüenza es cosa de vivos e igual que las dietas, el psicoanálisis y la crema
de afeitar, a los muertos le debe resbalar.
PARADOJAS TEMPORALES
Un amigo sexagenario y metrosexual,
o sea de esos que usan cremas antiarrugas desde que eran adolescentes, me dijo
hace días «la forma en que llevo mis 60 años avergüenzan tus 50». No me quedó
claro si aquello fue una broma, una ofensa o un alarde narcisista; pero después
de escucharlo quedé mudo porque me invadió una tristeza cargada de
incertidumbre sobre el valor de la humanidad.
Resulta paradójico que, por un
lado el código del decoro sólo acepte la muerte por vejez, y al mismo tiempo en
la historia de la humanidad siempre haya subsistido el culto a la juventud.
Mitología ésta muy compleja que compromete desde el Ave Fénix y retratos de
Dorian Gray hasta la cirugía plástica. En este siglo el culto a la juventud está
presente como siempre, con la novedad de que ahora es posible un maquillaje
incrustado y permanente: cosmética visceral. Hoy en día es más factible mentir
sobre la edad y hay toda una cultura institucionalizada sobre esta mentira que,
paradójicamente, logra engañar a casi todos, menos al tiempo. Supongo que la coexistencia
contradictoria del culto a la muerte por vejez y el culto a la eterna juventud,
como el choque del agua contra el aceite hirviendo, debe generar explosiones de
monstruosas consecuencias. Pienso en lo que significa este asunto para los
anoréxicos o bulímicos que prefieren morir con talla 28 que vivir con talla 30.
El retrato de Dorian Gray sería una solución, pero la escasez de ese tipo de
cuadros me hace temer que la fantasía de morir joven para verse lozano en la
urna, está próxima a expandirse como prima hermana de la anorexia y la bulimia.
Por otro lado, me da la impresión
que se espera demasiado de la apariencia juvenil. En primer lugar porque sólo
los que no son jóvenes le atribuyen a la juventud la condición de felicidad, y,
esta correlación parece aún más improbable en la «apariencia juvenil» vía
mamoplastias de aumento y otras válvulas de inflado, ya que supone una
competición perdida de antemano. Un futbolista de 40 años que apueste a
competir contra uno de 28, puede ser varias cosas: un fenómeno, un tozudo, o
alguien a quien le guste perder. Pero la principal fuente de frustración de la
«apariencia juvenil forzada» parece deberse a que aparentar ser lo que no se
es, no encaja con el buen gusto.
MORIR ES UN ASCO
Morir es la peor traición que le
podemos hacer a quienes nos quieren, a quienes depositaron en nosotros una
parte de sus ganas de vivir. Muriendo, nuestra presencia pierde toda
importancia y pasamos a ser una basura maloliente y agusanada, pero lo más
terrible para aquellos que creyeron en nosotros, para todos aquellos que fuimos
parte de su esperanza, es que le recordamos lo que trataron de olvidar: que
algún día también estarán muertos. La muerte no es chiste. ¡Es una traición! No nos quejemos de que nos desaparezcan rápido, con
un pequeño ritual de cortesía y un «hasta nunca» dos metros bajo tierra o
hechos polvo en un horno, porque lo hacen con la esperanza de que nos volvamos
recuerdo, porque piensan ingenuamente que en la memoria podemos seguir estando
vivos, o, por lo menos, evitar el pútrido olor del valor perdido… pero esto es
un vano consuelo que apenas dura hasta que muera quien los recuerde.
Morir es un asco, y justo por eso,
en la vida, habría que hacer algo merecedor de mención para cuando no haya más
nada que decir. En otras palabras, a cada quien le corresponde editar lo que
quiera que se comente en su funeral. Eso, es el legado. No es gran cosa. Pero
es algo más que la nada.
MEMENTO MORI, CARPE DIEM
En esos ratos de ocio en que
soltamos las riendas y la mente aprovecha para hacer de las suyas, he llegado a
especular que la más terrible palabra de la vida, tiene relación con el momento
de la muerte, y es la palabra «inconcluso». Lo inconcluso se me propone como la
esencia de lo que llaman infierno: los instantes antes de la muerte en los que
se piensa en todo aquello que ha quedado sin completar: el árbol que no llegué
a cosechar, la ecuación que estaba a punto de resolver, la novela que dejé por
la mitad, el viaje que siempre postergué…, el infierno son puntos suspensivos.
Al momento de morir debe ser más patente que nunca que la mitad de un billete
de 100 no vale 50, que la mitad de un billete de 100 no vale nada. La vida,
dure lo que dure, no es mitad de nada, lo que sea que se llame vida merece tal
nombre por ser algo consumado. No se vive a medias porque no se muere a medias.