viernes, 9 de enero de 2015

CONSULTA PORTÁTIL DE PSICOLOGÍA EN BORGOSESIA, ITALIA. SOBRE LA VERGÜENZA DE MORIR.

EL CARNAVAL DE LA MUERTE EN BORGOSESIA

El fin de semana siguiente al Carnaval estaba en un balcón de apartamento en Borgosesia observando los Alpes italianos, cuando, de pronto, abajo en la calle, veo un sujeto de traje negro, ensombrerado con chistera y con capa modelo «Drácula de Bram Stoker». De la sorpresa pasé al asombro cuando de los edificios y casas comenzaron a salir mujeres y hombres vestidos igual. Fuera lo que fuera —pensé—, yo tenía que investigar ese posible aquelarre e incorporándome en modo Van Helsing bajé a la calle donde me enteré que estaba por iniciarse la celebración de la muerte del carnaval. Al principio me desilusionó enterarme que el supuesto Nosferatu tenía colmillos de silicón, pero luego me entusiasmó la idea de celebrar la muerte, un buen tema para alborotar las sienes.  

EL SUEÑO DE LA RAZÓN PRODUCE MONSTRUOS. EL SUEÑO DE LA VIDA ETERNA PRODUCE DESFACHATEZ.

¿Acaso es sólo impresión mía que, últimamente, cuando alguien se muere, la gente trata el asunto como algo vergonzoso? Sí, pareciera que sólo los que rondan los 100 años tienen derecho a una muerte honrosa y a descansar en paz sin resoplidos de indignación de quienes le sobreviven. Morir antes de la decrepitud molesta a los demás. Los deudos tienden a criticar post mortem al muerto por haberse ido antes de tiempo, culpándolo de las enfermedades, pasiones, vivencias o accidentes que no supo eludir. Tal vez me equivoque, pero me da la impresión de que hoy día es considerada una vergüenza culposa morir de algo que no sea de viejo. Como si la vida fuera una batería que hay que consumir hasta el final, sin importar cómo, aunque sea dejando las luces encendidas en un día soleado. Pareciera que la vida correcta implicara no levantarse de la mesa hasta haberse comido las servilletas. Y es que deben gustarle mucho las servilletas a quienes prolongan la existencia de alguien de noventa años, con más recorrido de lo que su cuentakilómetros pueda marcar, con respiradores, cables, mangueras y mil artefactos enchufados al cuerpo, como si se tratara de extraer hasta el último voltio de su celda electroquímica. Y es que también acabamos igual: al terminar la vida útil, tanto las baterías como los cadáveres son desechados siguiendo un estricto protocolo ecológico. No me resulta muy simpático parecernos tanto a una batería.
Al morir de viejo le llaman «muerte natural». Me gustaría saber qué pensaría Darwin de esto. Me imagino que el viejo Charles comentaría con cierta curiosidad sarcástica «¿Y de qué muere la víctima de un perro rabioso? Imagino que como la rabia no ha visitado con frecuencia sus casas le consideran antinatural. Entonces, —sigue comentando con sarcasmo Darwin— estarían llamando natural a lo frecuente e innatural a lo infrecuente. Pero, morir de viejos no es frecuente, por lo tanto, no es tan natural como lo pintan. En otras palabras, el que de viejo muere es porque logró franquear muchas muertes naturales, y por ello es un fenómeno, una desviación de la regla».
Cualquiera que sea la lógica, sigue sorprendiéndome que la muerte centenaria sea reverenciada como si a los 100 años otorgaran algún tipo de premio ¿O será que realmente hay un premio del que no estoy enterado? Y en todo caso, aunque así fuera, con o sin premio, no hay derecho a tratar de vergonzoso el deceso de alguien. Comentarios etéreos como «Él quiso vivir en la gran ciudad y ya ve lo que le pasó. No hay como la vida sana del campo», encierran la clara acusación de «¡Palmaste por mundano!». Piénsenlo un momento, es casi automático que cuando recibimos la mala nueva de la muerte de alguien lo primero que nos sale decir es «¡No puede ser!» y de seguido preguntamos «¿De qué murió? ¿Cuántos años tenía?». Luego, al tener los detalles, comentamos automáticamente «¡Ah, entiendo! Eso fue lo que pasó». Como una causa justificara la muerte. O algo aún peor, ¡que por tener una causa mereciera la muerte! No se trata de qué o cómo fue. ¡Dejó de vivir! ¡Ése es el punto!
Cuando un deudo en el velorio menciona que el muerto «vivía estresado» en realidad está tratando de asentar que él se toma la vida a la ligera y por ello está exento de que le suceda lo mismo. Y así, los que NO toman whisky comentaran que el muerto tomaba mucho whisky. Mientras, por otro lado, los gorditos que bebían whisky con el muerto comentarán que el muerto no comía lo suficiente (y jamás mencionarán al whisky). Al mismo tiempo, los otros compañeros de trago, los delgados y asiduos al fitness, comentarán que nunca lograron convencerlo de ir al gimnasio (aunque el difunto fuese delgado, musculoso y caminara con frecuencia), y todos estos comentarios servirán para que cada quien se sienta distanciado de la desgracia acaecida al muerto, y suspirarán aliviados, inmunes a la tragedia, a pesar de que el difunto falleciera rompiéndose la nuca al resbalar en el baño.

LO ÚLTIMO QUE LE DIJO A SU ESPOSA FUE: QUE NO QUERÍA IR A TRABAJAR ESE DÍA

Hay una frase muy común en los velorios de muertos por accidente «Al salir de su casa le dijo a la esposa que no tenía ganas de ir a trabajar ese día». Esta frase se pasea, de boca en boca, por todos los asistentes y se vuelve la comidilla del funeral. La mayoría estará de acuerdo en comentar, o por lo menos pensar, que de alguna manera el difunto sabía que ese día le podía pasar algo malo, que si le hubiera hecho caso a su intuición todavía estaría entre los vivos, y no pocos considerarán aquel presentimiento como un mensaje divino que alertaba al futuro difunto del mal que le acechaba en la carretera. Sobre este comentario y las especulaciones resultantes, tengo algunas acotaciones que, me muero de ganas de hacer.
En primer lugar mencionemos lo obvio, la frase «Al salir le dijo a la esposa que no tenía ganas de ir a trabajar ese día» sirve para que cada quien pueda exorcizar de sí mismo la posibilidad de morir de la misma forma ya que cada uno pensará para sus adentros (y algunos hasta lo dirán) que siempre le hacen caso a sus corazonadas, que se han leído todos los manuales de inteligencia emocional y han asistido a incontables cursos de PNL (he llegado a pensar que la gente del PNL se cree realmente inmortal) y por lo tanto ellos, por ser tan precavidos, no morirán tan tontamente, como el tan difunto (léase tan tonto).
La segunda acotación va dirigida a los místicos, a los que ven en la intuición del muerto un mensaje divino de alerta, algo así como que dios le susurra al oído «quédate en tu casa, no vayas al trabajo hoy, a la vuelta de la esquina tengo un camión esperando para pasarte por encima». No es que ponga en duda la posibilidad de que el difunto haya tenido una intuición divina, sino que me resulta demasiado cuesta arriba imaginarme a dios, versión camionero en mangas de camisa y con gorra Bass Pro Shop, al frente del volante de un camión pasándole por encima a la gente que no le hace caso a los susurros divinos al oído.
Liseth, "albacea" de mis quejas.
Y la tercera acotación es un comentario de solidaridad con el difunto que la mañana fatídica le comenta a su esposa su desgano de trabajar y con el cual, muy por el contrario de lo que busca la gente, no me siento distante ni diferente y, por lo tanto, tampoco me siento seguro de no terminar igual, en cambio, me identifico completamente con él puesto que, todos los días, mi esposa escucha la misma queja de mí.

PURITANISMO NECROLÓGICO

En algunos casos especiales los concurrentes al funeral no necesitan hacer comentarios de distanciamiento con el desafortunado anfitrión. Por ejemplo, en el velorio de un gay víctima del sida, los heterosexuales se pavonean con plumas de Drag queen, maquillados de inmortalidad, libres de todo mal. Pero su silencio condena, es casi un grito de sordomudos «¡Te moriste por maricón!». Un silencio vestido de eufemismo necrológico.
Y, el non plus ultra de este estilo lo podemos encontrar en los periódicos (léase periódico como «teatro de revista en fascículos diarios»), cuando un personaje famoso muere por adicciones o sida, y el periodista no escatima esfuerzo en remarcar que «falleció tras una penosa enfermedad». Los pusilánimes no entenderán un carajo pero hasta los de espíritu cándido se preguntarán sin ánimo de esperar respuesta «si no querían mencionar la causa del deceso, ¿era necesario aclarar que la enfermedad era penosa?». A simple vista todas las enfermedades pudieran ser igual de penosas, pero los periodistas sólo usan el adjetivo cuando la enfermedad permite la crítica puritana, si es que existe algo así como un «puritanismo necrológico».
En fin, este asunto de tratar de soslayar la propia indefensión achacándole al difunto un defecto mortal que no se tiene, ha sido así desde siempre, y esto se puede entender y dejar pasar; pero, de allí a que la cosa se transforme en una especie de juicio final donde se condena al muerto por morir antes de tiempo, ¡Vamos, esto es un extremo que no puede, sino, catalogarse de histérico!

COMENTARIOS PROHIBIDOS

Si no fuera tan intrínsecamente humana la tendencia a preguntar la edad del muerto y la causa del deceso, me atrevería a decir que es una costumbre que debiera ser erradicada, estar prohibida. Pero como su condición es inmanente a la humanidad, sólo nos queda determinar su aspecto perjudicial para evitarlo, y un simple análisis resalta su principal perjuicio: la desvalorización del «cuánto se vive» por el «cuánto tiempo se vive". En otras palabras: de tanto preocuparnos por alargar la vida, se nos puede olvidar vivirla.
Y sólo podemos intervenir en nuestra conducta ante la muerte incluyendo la importancia del «legado» para que podamos complementar las preguntas automáticas con otras como «¿Qué dejó en su paso por la vida?».
Y a estas alturas del discurso creo que estamos en el horario que permite decir verdades: si alguien se cree piadoso por considerar que no todos los seres humanos pueden dejar un legado, debe saber que esa piedad no le sirve de nada a la humanidad. Lo mínimo que se espera de cada uno de nosotros es que aunque sea intentemos dejar algo digno de epitafio. Y no se trata de fechas, no se trata de cuánto tiempo se vivió, sino de qué dejó, sea para bien o para mal. Cristo con sólo treinta y tres años vividos dejó una doctrina por la que ha muerto más gente que en la segunda guerra mundial. Con sólo 33 años de vida logró tan extraordinario genocidio. Parece definitivo que la longevidad no determina la valía.

UNA VIDA ANCHA Y… TALVEZ… LARGA

Aclaremos lo que parece claro: para morir hay que vivir y para vivir hay que hacer algo y es por ello que todos morimos por algo que hayamos hecho ¡Por Matusalén! Dos más dos son cuatro, morir de algo es matemático. Una vida de 100 años es sin duda una vida larga. Pero la longitud no dice nada de la anchura, una medida no tiene que ver con la otra. Una vida ancha no necesita más tiempo que el necesario para expandirse. Un globo vale por cuanto se hincha y no por el tiempo que tarda en hincharse. Antes, cuando estas vergüenzas no existían, lo hablado en los funerales podía llamarse: biografía.

PARA QUÉ VIVIR ¿CUÁL ES EL SENTIDO DE LA VIDA?

Si hay algo en lo que la humanidad jamás se pondrá de acuerdo es sobre el sentido de la vida. El archivo de los «para qué vivir» se parece mucho a una tienda por departamentos, hay de todo para todos, y más se venden las rebajas. Y, desde siempre un sentido de la vida ha sido ganarle al tiempo, sí, la longevidad, vivir mucho, pero un «mucho» exclusividad de reloj suizo, vivir muchas horas, días, años, décadas, un reto matemático: llegar a una edad de tres dígitos. Y es que la cotidianidad apunta hacia la vejez, si te ven soltero te preguntan: ¿quién te acompañará cuando estés viejo? (bueno, reconozco que esta pregunta pudiera deberse a dos razones, a que en compañía se vive más o a que nadie quiere calarse a los decrépitos, salvo otro decrépito), y con los ahorros pasa lo mismo, el consejo unánime es «¡Ahorra para cuando seas viejo!» (De nuevo no se sabe si es para los cuidados de quien ya no produce, o porque se desconfía de los políticos y sus manejos de los fondos de jubilación, o porque los amigos o hijos temen tener que hacerse cargo de los viejos). Lo cierto es que la longevidad es un sentido muy común.

LA ÚLTIMA PALABRA

Es cierto que la última palabra resignifica toda la frase, y así al decir «árbol de manzanas» la última palabra, «manzana», hace que el árbol no sea un árbol genealógico o un árbol de leva, sino un árbol frutal; y por ello, nuestras palabras ante la muerte ajena no debieran referirse a la causa de la muerte, sino a la causa de la vida.
¿Alguien sabe a qué edad y de qué murió Cervantes?... A nadie le importa. Lo importante es que vivió para escribir el Quijote.
Recuerdo las exequias de Gabriel García Márquez. Durante la transmisión en vivo desde México me mantuve de pie junto al televisor a manera de rendirle honores. No me pregunten de qué murió porque, si lo supe, lo olvide ¿qué puede importar la hojarasca del deceso ante los cien años de soledad de la vida que se va con la muerte?
Sócrates prefirió la pena de muerte al exilio para hacer de su último acto un pasquín inmortal contra la injusticia. Pero no fue la cicuta quien hizo grande a Sócrates, fue Sócrates quien hizo grande a su muerte. La muerte de Sócrates fue magna porque magna fue la vida que allí acabó.
¿Quién se atreve a asegurar que no ha juzgado la muerte prematura de Mozart como castigo por su libertinaje? ¿Qué Mozart se atreve a juzgar la muerte de Mozart? ¿Se entiende la pregunta? Quien no entienda esta pregunta está claro que no es un Mozart.
Confieso que me perturba pensar que, según mis temores y estadísticas personales, mi muerte promete ser vergonzosa y criticable ya que (aunque quisiera), no creo llevarme el premio por centenario; pero, amén del premio fantasma, ¿que más me puedo perder? La vergüenza es cosa de vivos e igual que las dietas, el psicoanálisis y la crema de afeitar, a los muertos le debe resbalar.

PARADOJAS TEMPORALES

Un amigo sexagenario y metrosexual, o sea de esos que usan cremas antiarrugas desde que eran adolescentes, me dijo hace días «la forma en que llevo mis 60 años avergüenzan tus 50». No me quedó claro si aquello fue una broma, una ofensa o un alarde narcisista; pero después de escucharlo quedé mudo porque me invadió una tristeza cargada de incertidumbre sobre el valor de la humanidad.
Resulta paradójico que, por un lado el código del decoro sólo acepte la muerte por vejez, y al mismo tiempo en la historia de la humanidad siempre haya subsistido el culto a la juventud. Mitología ésta muy compleja que compromete desde el Ave Fénix y retratos de Dorian Gray hasta la cirugía plástica. En este siglo el culto a la juventud está presente como siempre, con la novedad de que ahora es posible un maquillaje incrustado y permanente: cosmética visceral. Hoy en día es más factible mentir sobre la edad y hay toda una cultura institucionalizada sobre esta mentira que, paradójicamente, logra engañar a casi todos, menos al tiempo. Supongo que la coexistencia contradictoria del culto a la muerte por vejez y el culto a la eterna juventud, como el choque del agua contra el aceite hirviendo, debe generar explosiones de monstruosas consecuencias. Pienso en lo que significa este asunto para los anoréxicos o bulímicos que prefieren morir con talla 28 que vivir con talla 30. El retrato de Dorian Gray sería una solución, pero la escasez de ese tipo de cuadros me hace temer que la fantasía de morir joven para verse lozano en la urna, está próxima a expandirse como prima hermana de la anorexia y la bulimia.
Por otro lado, me da la impresión que se espera demasiado de la apariencia juvenil. En primer lugar porque sólo los que no son jóvenes le atribuyen a la juventud la condición de felicidad, y, esta correlación parece aún más improbable en la «apariencia juvenil» vía mamoplastias de aumento y otras válvulas de inflado, ya que supone una competición perdida de antemano. Un futbolista de 40 años que apueste a competir contra uno de 28, puede ser varias cosas: un fenómeno, un tozudo, o alguien a quien le guste perder. Pero la principal fuente de frustración de la «apariencia juvenil forzada» parece deberse a que aparentar ser lo que no se es, no encaja con el buen gusto.

MORIR ES UN ASCO

Morir es la peor traición que le podemos hacer a quienes nos quieren, a quienes depositaron en nosotros una parte de sus ganas de vivir. Muriendo, nuestra presencia pierde toda importancia y pasamos a ser una basura maloliente y agusanada, pero lo más terrible para aquellos que creyeron en nosotros, para todos aquellos que fuimos parte de su esperanza, es que le recordamos lo que trataron de olvidar: que algún día también estarán muertos. La muerte no es chiste. ¡Es una traición! No nos quejemos de que nos desaparezcan rápido, con un pequeño ritual de cortesía y un «hasta nunca» dos metros bajo tierra o hechos polvo en un horno, porque lo hacen con la esperanza de que nos volvamos recuerdo, porque piensan ingenuamente que en la memoria podemos seguir estando vivos, o, por lo menos, evitar el pútrido olor del valor perdido… pero esto es un vano consuelo que apenas dura hasta que muera quien los recuerde.
Morir es un asco, y justo por eso, en la vida, habría que hacer algo merecedor de mención para cuando no haya más nada que decir. En otras palabras, a cada quien le corresponde editar lo que quiera que se comente en su funeral. Eso, es el legado. No es gran cosa. Pero es algo más que la nada.

MEMENTO MORI, CARPE DIEM            

Mario Fattorello Carpe Diem
En esos ratos de ocio en que soltamos las riendas y la mente aprovecha para hacer de las suyas, he llegado a especular que la más terrible palabra de la vida, tiene relación con el momento de la muerte, y es la palabra «inconcluso». Lo inconcluso se me propone como la esencia de lo que llaman infierno: los instantes antes de la muerte en los que se piensa en todo aquello que ha quedado sin completar: el árbol que no llegué a cosechar, la ecuación que estaba a punto de resolver, la novela que dejé por la mitad, el viaje que siempre postergué…, el infierno son puntos suspensivos. Al momento de morir debe ser más patente que nunca que la mitad de un billete de 100 no vale 50, que la mitad de un billete de 100 no vale nada. La vida, dure lo que dure, no es mitad de nada, lo que sea que se llame vida merece tal nombre por ser algo consumado. No se vive a medias porque no se muere a medias.