sábado, 6 de julio de 2013

Consulta Portátil de Psicología en Quito. Guayasamín o Sobre la Auto Conciencia de Muerte (ACM) como estructurante del aparato psíquico.

Quito es una cornucopia repleta de arte histórico que hace historia.

Guayasamín de Quito 
(En el 94° aniversario de su nacimiento)

Imposible andar por Quito sin ser observado por los ojos de Guayasamín.
En calles, plazas, ferias, mercados, por donde se mire te observan los ojos pintados por Guayasamín. Pintores y buhoneros venden sus cuadros en litografías, serigrafías, réplicas, homenajes, fotografías…, iconografía del alma ecuatoriana y del indígena suramericano. Los imitadores exponen sus «cuadros Guayasamín» autoproclamándose discípulos del maestro. 
No encontré registro de que Guayasamín haya tenido discípulos directos, aprendices educados por él; pero la tristeza de sus retratos es patrimonio de todos (Guayasamín consideraba al arte "Patrimonio de los pueblos"). De alguna manera, todos somos sus colegas, de alguna manera, todos somos sus discípulos, de todas las maneras todos somos los personajes de sus cuadros.

A Guayasamín es difícil no mirarlo porque sus obras te miran. Los ojos tristes te llaman, las grandes manos te atrapan. Mención aparte merecen sus murales. Recuerdo que en el aeropuerto de Barajas, trasnochado después de un vuelo de nueve horas y en tránsito hacia Barcelona, caminaba rápido para hacer la conexión cuando, de pronto, me encontré con el mural de veinte metros de Guayasamín. Casi pierdo el avión. Con Guayasamín no se puede ser indiferente.

Guayasamín y la Auto Conciencia de Muerte (ACM)

No hubo una primera vez que mirara un Guayasamín. Hubo una primera vez en que fui mirado por uno de sus cuadros. Dos grandes ojos, dos ojos muy grandes, custodios de toda la sabiduría humana. ¿Cabe en dos ojos toda la sabiduría humana? ¡Claro que sí! No hay dificultad alguna en ello. Un solo ojo es capaz de contenerla y sobrarle mucho espacio. Lo dificultoso es atraparla con los pinceles y colocarla allí. Toda la sabiduría humana cabe en un suspiro, pero los pinceles no pueden pintar suspiros sabios.

La primera vez que fui mirado desde los ojos de un cuadro de Guayasamín supe que, desde el interior de aquellos párpados, me miraba toda la humanidad, porque la sabiduría humana es una, de uno y para todos, la misma sentencia multiplicada tantas veces como integrantes tiene la humanidad. La sabiduría no es elocuente, no necesita muchas palabras, es lo que es y nada más. La sabiduría no está hecha de libros, ni de lo que se enseña en las aulas, todo eso no es sabiduría, es su consecuencia, un relleno para amortizar el fragor del silencio que queda después de saber.
El ojo que me miraba desde el cuadro sabía lo único que sabe todo ser humano: que morirá.
Al salir del trance hipnótico, al despegarme de la Auto Conciencia de Muerte que colmaba la esclerótica de aquellos ojos encantadores, vi las manos. Era inevitable que donde terminara aquella mirada erudita, comenzaran las manos laboriosas. Como si fuera una ley de causa y efecto que al saberse mortal las manos se junten en una plegaria. Porque la muerte mueve al trabajo y el trabajo mueve a la vida. Sé que moriré, luego, quiero hacer, luego, vivo.
Guayasamín fue un sabio Grande. Todos somos sabios y por eso todos pintamos ojos y manos; pero él pintaba grandes ojos y grandes manos. Guayasamín fue un sabio Grande.



Los ojos de la humanidad

Los ojos pintados por Guayasamín están ensamblados sobre rostros indígenas, como representando el antiguo linaje de la sabiduría que albergan, como tratando de recordarnos aquel primer hombre cavernario anterior a las razas que un día se enfrentó a la gran revelación, la revelación que lo exiló del reino animal para transformarlo en Adán, el primer hombre sapiens de su muerte. Después de treinta y cinco mil años el asombro de aquel primer cavernario sapiente, aquella expresión, sobrevivió a las fatuas negaciones de sus descendientes y volvió a ser plasmada sobre el lienzo por quien fue capaz de ver en la vida de un ser toda la historia humana, las manos de Guayasamín, que pintaron ojos tristes para que no olvidemos que somos hijos de la gran revelación, de la Auto Conciencia de Muerte, y que, más que tenerle miedo, sepamos que le debemos todo.
No hubo una primera vez que mirara un Guayasamín. Hubo una primera vez en que fui mirado por uno de sus cuadros.

Y atrapado por esa mirada quedé paralizado mientras me atravesaban los millones de ectoplasmas ancestrales que componen lo que soy, porque soy 35.000 años de humanidad, y en ese instante de hipnosis recordé que soy, aunque parezca otra cosa, el primer cavernario melancólico que supo la verdad, recordé que soy, aunque no me guste la idea, un "hijo de nadie" que disputó las tierras de Babilonia tras la muerte de Hammurabi, recordé que soy, aunque me cueste creerlo, descendiente de Gilgamesh y aprendiz de obra en la construcción de la pirámide de Gizeh, recordé que soy, aunque ya no lo parezca, uno de los tesoreros del secreto de Luperca y la edad de leche de Rómulo y Remo, recordé que soy, a pesar de mi mala memoria, morador de Lu y discípulo de Confucio; y los recuerdos más cercanos en el tiempo llegaron a mí con mayor precisión y supe que soy porque fui cruzado, soy porque fui apostólico romano, soy porque fui, me guste o no, misionero americano, y es evidente que soy lo que fui, indio, negro, mestizo, inmigrante, amigo y traidor. Fui y soy todo lo que aquel cuadro de Guayasamín ve en mí, que es lo mismo que aquellos ojos tienen pintado de ocre en sus pupilas: soy y somos puntas de rama del mismo árbol de ilusiones al que pertenecieron aquellos que antes de nosotros soñaron para no resignarse ante la Auto Conciencia de Muerte.

Del homo mortale al indígena de Guayasamín

El grito

El cavernario despertó y salió de la cueva. En su corta vida había visto morir hombres, mujeres y niños del clan. Los había visto morir y nada más. Morir era algo que podía sucederle a quien se descuidara, de la misma manera que les sucedía a los animales que mataba. Morir era algo que él podía evitar, una alternativa, una posibilidad y nada más. Lo que moría desaparecía y nada más. Lo que moría se dejaba atrás, se lo dejaba de ver, de pensar y nada más, como deja de interesar un árbol cuando ya no da frutos, algo así y nada más. Pero esa mañana el cavernario despertó recordando todos los «nada más». Trató de no pensar, sacudió la cabeza, se golpeó la frente, se restregó los ojos, pero no pudo cambiar sus pensamientos, trató de dirigir la atención hacia el agua corriente del riachuelo y no pudo concentrarse, pateó una piedra con su pie desnudo y le dolió, pero aun así no pudo pensar en nada más que los «nada más». Y era de pensar que de tanto pensar se le revelaría la verdad. Y entonces el cavernario gritó la iniciación de la humanidad: «¡Moriré!».
Desde ese día, y a lo largo de los 35.000 años que han pasado, aquel grito se repite en el despertar de cada niño que se hace adulto mortal. Por efecto secular, de grito individual pasó a ser algarabía de «nemento moris» hasta transformarse en el viento que empuja la vela del barco de la humanidad. Y el grito trabajó construyendo ciudades. Y el mismo grito, hecho viento y transformado en tormenta, destruyó ciudades. Hecho aire, en calma o agitado, como brisa o ventarrón, fue silencioso e invisible, estruendoso y tangible… omnipresente. Motor de la civilización. Su poderío gravita en su moto perpetuo, el grito se grita a sí mismo y, con cada niño que nace, grita una vez más. No hay manera de ser sordo, ya no es cosa de oírlo o no, como la madera del árbol que creció de la piedra y la arena termina volviéndose mineral, la humanidad proveniente de aquel grito inicial ya es el grito mismo. Del grito venimos y hacia el grito vamos. Grito somos y grito seremos.

El ojo que ve al grito (ACM)

Guayasamín sabía que no hay manera de ser sordo, porque el grito (¡moriré!) viene de adentro. Guayasamín lo decía: «Estoy en el mismo punto, pero cada vez más hondo. Siempre golpeando hacia adentro. Pintar es una forma de oración al mismo tiempo que de grito. Es casi una actitud fisiológica, y la más alta consecuencia del amor y de la soledad».
Los ojos pintados por Guayasamín gritan su Auto Conciencia de Muerte (ACM). En un intento desesperado, las manos de sus pinturas tratan de hacer algo, y lo hacen, a conciencia de no poder cambiar el semblante de la mirada.
Guayasamín: Pintor universal. Curador de los tristes ojos y huesudas manos de la sabiduría humana.


Cuando salimos de “La capilla del hombre” íbamos a tomar un taxi, pero de pronto cambié de idea y preferí caminar unas cuadras. No tenía ganas de hablar. 
El animal se transforma en humano después de saberse mortal.

La capilla del hombre se presenta como un símbolo muy directo, un lugar donde el hombre es el centro, donde el hombre se espejea en su semejante. El hombre que le rinde honores al hombre. Una capilla para pensarnos a nosotros mismos y tal vez orar al hombre por el hombre. La construcción de un templo a la empatía es admirable, digna. Pero mi silencio albergaba otro tipo de reflexiones. Al principio me pareció estar divagando, pero poco a poco las ideas se fueron juntando en las escasas neuronas que dentro de mi cerebro estaban dispuestas a pensar en el cristianismo. Pensé en Cristo, se me presentó su imagen clásica, crucificado, con corona de espinas, clavos, sangre y todo aquello con que lo pintan. Y pensé que quien le venera está venerando un hombre, un hombre muerto. Me senté en la acera de un callejón desierto y seguí pensando. Pensaba en hombres que adoran un hombre muerto, o mejor dicho, que adoran a un hombre que sabía que iba a morir, un hombre que sabía que las escrituras sentenciaban su muerte. Pensé en los hombres que veneran al hombre que tiene Auto Conciencia de Muerte. Pensé en la pasión de Cristo. Pensé en la pasión de vivir hasta último momento a pesar de cargar una cruz, la Cruz de la Auto Conciencia de Muerte. Y todas estas imágenes pasaban por el Norte de mi mente mientras al Sur de mis reflexiones reverberaban ideas sobre mensajes incomprendidos, misterios que no son tales, símbolos que no pretenden simbolizar nada sino decir exactamente lo que dicen: «¡Morirás!». Y mientras sucedía esto en el Norte y Sur de mi mente, en el Este amanecía la idea de que tal vez todas las capillas, templos, iglesias, mezquitas, sinagogas, son oratorios de fervor hacia el hombre con Auto Conciencia de Muerte.
Más tarde, en el Oeste de mi pensamiento, justo a la hora del ocaso, comenzó a vislumbrarse la idea de que ser inmortal no tiene gracia alguna. La heroicidad, y por lo tanto la admiración y el respeto, son méritos exclusivos de quienes viven a pesar de saber que morirán. Guayasamín estaba claro, por eso le hizo un altar a la humanidad.
Es por ello que cada vez que subo o bajo las escaleras de mi casa, en cuyas paredes cuelgan las serigrafías compradas en la fundación Guayasamín, y siento que me miran, volteo y les guiñó un ojo. (>‿◠)✌ 
Un guiño a Guayasamín (desde el cielo de Quito) en el 94° aniversario de su nacimiento (Liseth aprendiendo a guiñar un ojo).


AUTO CONCIENCIA DE MUERTE (ACM) EN TIPS
Mario Fattorello © 2013

—Auto Conciencia de Muerte no es lo mismo que miedo a la muerte. La ACM no causa miedo, produce el sinsentido.
—La Auto Conciencia de Muerte es el motor inicial de la cultura humana. Toda la cultura humana gira alrededor de la necesidad de tener autoestima que es su contrapeso, el otro plato de la balanza de la Auto Conciencia de Muerte.
—Después de tener razonamiento, después de tener Auto Conciencia de Muerte, el cerebro creó estrategias para soportar la vida a pesar de saberse mortal, todas estas estrategias juntas son lo que llamamos mente humana. Una de esas estrategias es la autoestima. Por pensar en lo que sabemos y queremos saber, en lo que hacemos y queremos hacer, en lo que tenemos y queremos tener y en lo que somos y queremos ser, logramos distraernos del ACM y soportar la realidad.
—A medida que baja la autoestima, la ACM se asoma. Si la ACM logra hacerse patente, la vida pierde sentido.
—La Auto Conciencia de Muerte nos mueve a vivir. Si no nos movemos, si dejamos de alimentar la autoestima, la misma Auto Conciencia de Muerte nos quita las ganas de vivir.
—La Auto Conciencia de Muerte se instaura en nosotros alrededor de los 10 años de edad. Edad ontológica equivalente al momento filogenético en el que los homínidos alcanzaron el razonamiento necesario para tener Auto Conciencia de Muerte.
—Los únicos seres humanoides sin Auto Conciencia de Muerte son los psicópatas.
—El ACM es estructurante del aparato psíquico (principio de la Psiconomía).
—Tengo Auto Conciencia de Muerte luego, soy humano.