lunes, 30 de diciembre de 2013

Ciudad Ojeda (3). La ciudad más fea del mundo. O sobre la afasia simbólica.

Pensando...Mario FattorelloAFASIA SIMBÓLICA

Erase una vez una ciudad llamada Ojeda en donde las cosas simbolizaban otras. Nada era en sí mismo nada particular, porque todo podía ser otro todo. Un huevo podía significar desayuno, o simbolizar la Rusia de Fabergé, o una reina calva o Cristóbal Colón; el número 1 significaba el primero, el único, o la soledad, o el lunes o el yo. Nada era en sí mismo, todo se desbordaba y trascendía de si, efervescente, incontenible, dispuesto a ser lo que necesitáramos que fuera. Hasta que, para la ciudad, el mundo se detuvo. Y la ciudad enfermó de melancolía, y la melancolía la llevó a la muerte, y los cuerpos se contrajeron, y el huevo fue de la gallina, y el uno fue un número, y al morir los signos y símbolos murió el arte y con él la magia, y la vida perdió todo color quedando reducida a escala de grises, y cada cosa fue la cosa misma, sólo eso y nada más.
Los primeros síntomas de la enfermedad que terminaría necrosando a la ciudad comenzaron con la afasia simbólica.
En una hemorragia se fue perdiendo el sentido, los elementos se vaciaron de su plasma simbólico, de su alma de signo y dejaron de significar otras cosas. La historia clínica cuenta que en ese momento se perdió el encanto simbólico de cuando el día lunes significaba esperanza de alcanzar una meta, el martes hacía honor al dios de la guerra y era el día de la lucha por alcanzar la victoria, el miércoles representaba la mitad del camino, el jueves era la antesala de la celebración del guerrero victorioso, el viernes representaba la celebración del justo (independientemente de cómo hubiera sido la semana), el sábado era la guinda del helado y el domingo simbolizaba el armisticio y la reflexión. La enfermedad hizo que cada día de la semana significara lo mismo y la gente dejó de recordar el calendario. Desde ese día la agenda sólo tendría una anotación repetida todos y cada uno de sus días: «lo mismo».
Otro de los síntomas de esta afasia simbólica es la sequía degenerativa y acumulativa del corazón. Las arrugas mutaron en grietas y desapareció la lozanía del deseo para dar paso a la opaca obligación de soportar, soportar, resistir, soportar. Ojeda pasó a ser una ciudad sin signos. Al perderse los signos desaparece el futuro y el pasado cobra solidez de palabra escrita, perdiendo la capacidad de ser redecorado por el arte mágico con que la memoria embellece los recuerdos, y así también desaparece el alivio del melancólico que ya no puede ni siquiera refugiarse en decir que todo tiempo pasado fue mejor. Y en este callejón sin salida sólo queda el tiempo presente que siempre es lo mismo y en su inmovilidad se vuelve piedra y polvo será.

LA CIUDAD MÁS FEA DEL MUNDO

Si no existe algo así como un premio Pulitzer a la ciudad más fea del mundo entonces los ediles de Ciudad Ojeda están desquiciados, porque sólo si están compitiendo por el galardón coge sentido la intención destructiva que mantienen contra esta pobre ciudad.
Los forasteros que visitan al tercer mundo, miran a su gente, a su trastornado urbanismo con ojos que parecen decir «¡Perdónalos Dios, no saben lo que hacen!».
Pero en Ciudad Ojeda, quien observe con más detenimiento se da cuenta que no es inocencia sino maldad perversa la que mueve los hilos de este desquiciado funeral de ciudad.
Actualmente en Ciudad Ojeda llegó la última herramienta de la mala intención: el cinismo. Los ediles se burlan de la gente con placer morboso, se le ríen en la cara como los villanos de películas de tercera que planifican destruir el mundo sobándose las manos y carcajeándose con risa patán. Resulta que mientras destruyen calles, rompen sobre lo roto, alientan a la policía corrupta, aumenta el hampa obligando a la gente a encerrarse en su casa al atardecer; mientras los asesinatos por robo están a la orden del día y la gente por la calle camina con actitud paranoica cuidándose las espaldas, todos con semblante de desconfianza porque además de los atracos y los robos, los secuestros dejaron de ser temor exclusivo de ricos para volverse endémicos a través del “Secuestro Express” (modalidad en la que lo raptores se conforman con reclamar el sueldo del mes del padre de familia como rescate), mientras pasa todo esto, en una de las entradas principales a la ciudad el gobierno colocó una pancarta gigante que muestra la foto del alcalde sonriente con el sarcástico lema: "Ciudad Ojeda, el lugar IDEAL para vivir". Y en otra de las entradas en un letrero idéntico el lema dice: "Ciudad Ojeda, el lugar seguro para ti". Definitivamente, la mala intención ha sobrepasado sus límites, pasando a ser cinismo patológico.
Ciudad Ojeda, la ciudad más fea del mundo, ¿IDEAL? ¡CÍNICOS!
¡Cínicos!
Muchos piensan que tercer mundo significa llegar tres veces más tarde que los demás, pero, si el “llegadero” es la muerte, estos pueblos parecen estar más bien tres veces más adelantados (vivir aquí favorece una muerte precoz al estrellarse por caer en un hueco en medio de una avenida o por una bala delincuente).  Y sin embargo hay todavía más, la miseria no acaba allí, porque la muerte, la desaparición física, pudiera representar el descanso, la paz, o la resurrección al estilo fénix, pero en el caso de estos pueblos les espera una muerte de zombies, porque además les caracteriza una tozudez sin límite, por ejemplo: cuando una casucha construida sobre una ladera es arrasada por un alud de barro en época de lluvia, los sobrevivientes la vuelven a construir, apenas sale el sol, en el mismo lugar y encima de los cadáveres de quienes quedaron sepultados en el fango. La tozudez no es inocencia sino prepotencia a ultranza.
Y he aquí que entramos al ámbito de lo particular de nuestros pueblos: la «prepotencia a ultranza». Este síntoma lo traduzco lingüísticamente en una respuesta automática que representa al tozudo: «¡Ajá! ¿Y qué?»
Si le explicamos a alguien que no debiera haber tirado el vaso de plástico al piso, recibiremos un «¡Ajá! ¿Y qué?». Después de esa respuesta lo mejor es seguir camino, porque insistir pudiera ser peligroso, el individuo en cuestión pudiera sentirse ofendido (es otro síntoma de los tozudos: se ofenden si alguien les muestra un error, si reciben un consejo, si le sugieren una actitud más provechosa o si alguien se atreve a tratar de enseñarle una forma diferente de comportarse que vaya en beneficio de todos), y después del  «¡Ajá! ¿Y qué?» vendría un «¿Y quien te crees tú? ¡Estas buscando lo que no se te perdió!». La violencia es todo el argumento de la prepotencia a ultranza.
Tengo años diciendo que a estos pueblos (y me refiero en especial al zuliano), no le falta educación como muchos sostienen, sino que le sobra "mala" educación. No es difícil aprender algo nuevo, lo difícil es desaprender lo viejo, y nada se le puede enseñar a quien no quiere aprender. Los optimistas aseguran que «loro viejo aprende a hablar», los pesimistas dicen que «loro viejo no aprende a hablar»; los realistas aseguramos que «viejo o joven el loro hablará si quiere aprender».
Mientras tanto, mientras siempre, Ciudad Ojeda parece que seguirá esperando que abran el Premio a la ciudad más fea e inhóspita del mundo, o, por lo menos, que le otorguen el reconocimiento de “Patrimonio (de lo invivible) para la humanidad”.

VIVIR ERA OTRA COSA

Aquella Ciudad Ojeda en la que con un poco de magia (de la que suele sobrar en el Caribe) se podía pasar por alto las incomodidades del clima, la negligencia de los servicios públicos, las consecuencia propias de un pueblo petrolero con su cultura de campamento temporal; aquella Ciudad Ojeda pluricultural, con tantos forasteros como autóctonos (¿se puede hablar de autóctonos en un asentamiento petrolero que en aquel entonces tendría 70 años de fundado?), una ciudad de plumas de pavo real, que todavía irradiaba el brillo del «Boom Petrolero» del primer cuarto de siglo veinte, aquella ciudad de pronto empezó a declinar, y nadie parecía darse cuenta o a nadie parecía importarle, hasta que desapareció y lo que queda en su lugar es otra cosa, algo sin nombre que ni siquiera pudiera llamarse fósil de lo que fue porque no guarda relación con su pasado, como si el ADN original se hubiera alterado, lo cierto es que esta cosa que queda no tiene, o peor, no le interesa tener posibilidad de volver a ser lo que fue.
La falla no estuvo en la época, no tuvo que ver ni con el tiempo ni con el lugar, el falseo no estuvo en la música ni en sus instrumentos sino en sus intérpretes. Y así los comercios fueron perdiendo su característica de servicio para trasformarse en un «sálvese quien pueda», ya nadie daba las «gracias por su compra» detrás del mostrador; y todos comenzaron a esperar que le agradecieran para devolver la cortesía, y esperando se fueron quedando atrás el buen humor y las buenas costumbres, y «las gracias», los «por favor», los «buenos días», los «disculpe» fueron irreparablemente sustituidas por las maldiciones, y tanto se maldice algo que termina maldito. Ciudad Ojeda no es ni siquiera el recuerdo de lo que fue, es apenas un resabio amargo sin memoria, tan inmerso en la calamidad diaria que cada día se olvida de ayer.
Y llegó el momento en que en ese lugar ya no era posible sobrevivir. Todo se venía abajo sin importarle a nadie.
La gente, toda, detestaba trabajar porque el trabajo es llevadero cuando se siente que con él se mueve la rueda del futuro y cuando una ciudad se estanca la primera parte que se marchita es el futuro, esto pudiera hacer pensar que las ánimas en pena de Ojeda desearan intensamente la llegada del viernes, del fin de semana, pero los deseos de llegar al viernes con ánimos de celebrar los logros de la semana desaparecieron porque el sábado y el domingo se volvieron rutina de no hacer nada encerrados en casa, y no podía ser de otra manera ya que las calles estaban tomadas por el hampa (virus mortal que prolifera en la podredumbre del cadáver de la esperanza). Así la gente comenzó a odiar tanto su trabajo como el tiempo libre y empezó la desesperación de no saber qué desear, cada sábado deseaban que fuera lunes, cada lunes deseaban que fuera sábado, la monotonía alcanzó entonces su cenit, el electrocardiógrafo del pueblo marcaba una línea recta, sin sístoles ni diástoles que pulsaran esperanza alguna de entusiasmo vital: el pueblo había muerto y de esto hace años, pero parece que falta mucho aún para que la gente se entere de su fallecimiento. Este es el único fósil poético que aún se puede exhumar en Ciudad Ojeda: la semejanza lejana con el Pedro Páramo de Rulfo, el pueblo de fantasmas que se hacen los desentendidos de estar muertos. El gentilicio de Ciudad Ojeda demostró poca resistencia a morir, dejando al descubierto su gran capacidad de desentendimiento, su falta de espejo, de reflejo, de verse a sí mismo en su funeral, ni cuenta se dieron cuando estaban agonizantes y, ya muertos, pues era simple cosa de mirar a otra parte y, aunque los ojos se les hayan podrido, con el rabillo de la testarudez lo siguen haciendo, siguen mirando hacia otra parte. Una característica básica de los zombies es que no tienen conciencia de serlo. Y así Ojeda comenzó a ser un pueblo de Zombies desentendidos.
El vandalismo desanimaba cualquier tipo de esperanza, mejora o ánimo de progreso, tan pronto como se colocaba un cable para el alumbrado, una casilla de correo o una cañería nueva, era dañada o robada. Asaltaban a la gente mientras abría el portón de su casa, encañonaban con pistolas de película a las personas mientras se subían al auto o en sus camas mientras soñaban con vivir en otra parte, más que pocos murieron del susto al despertarse por el frío del cañón de la pistola en la frente. Salir era cosa de animales, porque la paranoia es normal entre los animales, estar alerta es la condición natural de la selva. Y pensar que las ciudades fueron planificadas bajo la promesa de dar seguridad. La promesa fracasó. Los  hampones en bicicleta arrancaban de un manotazo las bolsas a las señoras y las cadenas del cuello a los desprevenidos que dejaron el pellejo allí mismo por desangrarse con la yugular cercenada. La delincuencia era una lluvia de palos y piedras. Rompían las ventanas, destrozaban los teléfonos públicos, las vitrinas de los negocios, los jardines de quien se atrevía a sembrar algo. Y todo pasillo se volvió antro de drogas. Las verjas fueron perdiendo los barrotes para ser usados como lanza o palanca, la guerra se declaró de uñas y dientes, de palos y pedradas, de que nadie saldrá vivo de aquí, de que no tomaremos prisioneros ni habrá banqueta de plaza que quede parada, las tapaderas de las alcantarillas eran robadas para venderlas como chatarra. Y la gente ya no bebía agua. Los tanques de agua de las casas y los edificios amanecían hechos letrina o depósitos de cadáveres, hubo casos de quien bebiera las últimas supuraciones de sus seres queridos que, por cierto, nada tiene de parecido a la comunión con la hostia y el vino que simbolizan la carne y sangre del cadáver de Cristo. La iglesia nada pudo hacer contra la blasfemia, a ella también la desvalijaron y los curas, aunque se habían dado cuenta hace tiempo de la ineficacia de sus oraciones, tuvieron que reconocerlo por primera vez en acto público pidiendo a las autoridades que pusieran freno al demonio ante el que el mismo Dios tiraba la toalla. Pero no hubo súplica ni destinatario que valiera. Siguieron incendiando los setos de las plazas y robando cables y desmantelando alcantarillas Siguió el asesinato por capricho en ese empeño de los vándalos por demostrar que son más dueños de la vida que el mismo destino. Y así llegamos a la falta de fe absoluta, al sinsentido. La gente desesperada quiso irse, empezar en otra parte, en otra ciudad, con otra gente y tal vez con otro credo. A nadie importaba el nombre de Dios con tal de que fuera bueno y por sobre todo fuera policía. La gente fantaseaba con empezar de nuevo en otro lugar con las cosas que pudieran llevarse. Trataron de vender las propiedades, pero nadie compraba nada, no había comprador para la miseria, y la gente tuvo que resignarse a vivir como muertos o morir del todo para intentar renacer en otra parte, y así los edificios se fueron vaciando y deteriorando por la peor de todas las desidias: la ausencia.
Hoy la ciudad parece haber sobrevivido a una catástrofe, a un cataclismo, Ciudad Ojeda parece las ruinas de una imitación barata de Pompeya, los restos de un saqueo barbárico. Restos del paso de Atila. Calles grises y desoladas, basura apilada en cualquier sitio, objetos abandonados, gente abandonada, indigentes, enjambres de moscas verdes, gusaneras, un infierno terrenal con mucho calor para la fermentación, y cada vez más caliente sin la sombra de los árboles que han sido cortados, y de los techos de antaño, ahora desvencijados, cada vez con más zamuros revoloteando en el cielo o posados en las antenas esperando “la hora de la carroña” que su olfato pronostica. Y a lo lejos, al final de la calle, muy de vez en cuando, un soplo de brisa perdida remueve un cartel de la alcaldía que reza: «Ciudad Ojeda, el lugar ideal para vivir».
Si el cinismo pasa desapercibido quiere decir que no entendemos nada. 
A veces, como hoy, me asomo a la ventana y me quedo contemplando el desolado panorama, una mujer muy gorda con ajustados pantalones de plástico verde fosforescente vende pequeños platitos de plástico con mango verde y sal «¡Viagra, la Viagra!» vocea con tono de esclavo de varios siglos atrás. A media cuadra el mendigo esquizofrénico que vive en la casilla de basura del edificio está quieto en su función catatónica del día, quieto, completamente quieto mira al cielo como implorando que Dios se apiade de él y…mate a todos los demás.
Ya nadie, de los que siguen creyéndose sanos y productivos, saben de dónde sacan fuerzas y ganas para levantarse cada mañana para ir a trabajar. No sólo se trata de lo peligroso (al despertarse se suele ser más optimista y se olvida al familiar o amigo que ha sido víctima del hampa), sino  de lo deprimente y aburrido que se ha vuelto la existencia. La desgracia personal ha sustituido las tertulias literarias, «¡a buena hora!» pensarán algunos, «ya no se habla estupideces, más real que esto, pues nada».
Y cada quien pretende protegerse de lo inevitable con lo que tiene a la mano, los que pueden pagan guardaespaldas a sabiendas que el 80% de los secuestros tienen complicidad con los guardaespaldas, los que se creen muy listos cargan un arma y se desentienden de la estadística de que el 50% de los muertos son asesinados con la misma arma que portaban, otros salen con una llave inglesa en el maletín, o con un puñal en el calcetín, pero lo unánimemente cierto es que todos hemos olvidado, que existía un tiempo y un lugar donde vivir era otra cosa...

Y...HASTA MORIR ERA OTRA COSA (el cementerio más feo del mundo)

Si vivir en Ciudad Ojeda se ha vuelto miserable, morir en Ciudad Ojeda es vergonzoso. Al entrar a su cementerio nos invade una sensación de indigencia, de que en aquel lugar sólo pueda reseñarse un paso por la vida sin pena ni gloria. Y tal vez, sólo tal vez, sea esta imagen pusilánime la que en retrospectiva alimenta la indolencia de la ciudad, con un camposanto tan blasfemo pareciera que no hay logros en la vida que pudieran sobrevivir al desencanto final de este cementerio deplorable, irrespetuoso en todos los sentidos, más feo que la muerte misma, árido, desvencijado, con la cerca caída, poco se diferencia de una fosa común de desastre natural, invadido por los sin techo, guarida de malvivientes de toda índole, un cementerio donde los entierros se hacen en la hora de más calor para evitar que el atardecer facilite las fechorías de los delincuentes dispuestos a asaltar a los deudos que dan el último adiós a sus seres queridos. La peor delincuencia es la que se nutre del dolor ajeno. Y delincuentes somos todos por permitir esto, cómplices del mal vivir y el mal morir. 
Mario Fattorello...uno y el otro...
FINAL
Pero ahora que me acerco al punto final de este lamento nostálgico, creo darme cuenta que tal vez la ciudad nunca cambió, que todo ha sido un error mío, que esta Ojeda siempre ha sido así y que la de mis recuerdos es otra ciudad. Creo estarme dando cuenta que he pensado en dos ciudades distintas que por casualidad se llaman igual. O tal vez, me haya equivocado de persona, que el Mario que vivió en Ojeda hace años no es el mismo que describe la ciudad actual, tal vez sean dos personas diferentes que casualmente se llaman igual, en este caso el problema es saber cuál de los dos está escribiendo esto. Y ahora que lo pienso mejor, puede que sea usted el que se equivoca creyendo haber conocido dos ciudades o dos Marios y se está inventando una historia para ignorar su insomnio, o su aburrimiento o su soledad…, en cualquier caso para olvidar una realidad que ya no se parece a lo que era.

7 comentarios:

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  2. la acabo el chavismo... asi esta vzla entera

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  3. amigo.nos hemos visto y conversado en tu centro de votacion ,cuando hay un evento electoral.hoy he lido tu ( lo que sea,).amigazo.si tanto mte parece fea.c,u.¿POR QUE NO TE VAS A LA MIERDA DE ITALIA. '...JOSE MORALES.04146913036

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    1. Hola José, en realidad yo vivo en el mundo como cualquiera de nosotros. Me gustaría saber con qué parte del escrito sobre Ciudad Ojeda no estás de acuerdo. Por cierto, este escrito es de Diciembre del 2013, época en la que todavía no se hacían colas para comprar jabón o papel higiénico, así que ahora a mi descripción debiera agregarle las colas para lo indispensable, los racionamientos eléctricos, los "Bachaqueros", etc.
      Los seres humanos sólo cambiamos las cosas después de verlas como un problema, si no nos damos cuenta de que están mal, no las vamos a cambiar, yo no tengo poder ni dinero para hacer cambios directos, pero sí puedo colaborar con la concienciación del problema e intento hacerlo, y lo hago porque (por periodos) vivo en esta ciudad y lo que de humano hay en mí, siente que debe hacer algo frente a tanta indolencia. Me duele Ojeda y por eso reclamo, chillo y, si pudiera, haría mucho más, pero este blog no pretende algo imposible, sólo es un grano de arena.
      Por otro lado no entiendo la saña de tus palabras, me ofreces irme a lo que según tú es la “Mierda de Italia”, y en el escrito no hay comparación alguna entre Italia y Ciudad Ojeda, lo que, además del despropósito de comparar una ciudad con un país, sería injusto históricamente hablando.
      Lo cierto es que pareces muy enojado, y cuando alguien está enojado no está feliz, de lo que se traduce que eres infeliz en Ciudad Ojeda (si es que aquí vives) ¿Te hace feliz una ciudad de 220.000 habitantes que sólo tiene dos plazoletas a las que no puedes ir después de las 7 de la noche porque te asaltan?
      José, creo que no estás enojado conmigo sino con la verdad. La dirección de la verdad, para que le reclames es: YO-MISMO@A MI PROPIO PESAR.COM. Saludos

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