miércoles, 2 de noviembre de 2011

Consulta Portátil de Psicología en Guayaquil (Sobre psicopatía y regeneración)



Ecuador/Guayaquil/Malecón 2000/ Cerro Santa Ana
 Guayaquil: La Perla del Pacífico.

Llegué al aeropuerto de Guayaquil con un entusiasmo poco común en mí. Había leído sobre el proceso de “Regeneración urbana” que el alcalde de la ciudad había emprendido desde el comienzo de su mandato (Agosto 2000) y que se vendía como ícono latinoamericano de saneamiento urbano. Estaba ansioso de ver de qué se trataba eso de “regenerar una ciudad”, en especial porque en las campañas de divulgación se mencionaba como uno de sus principales objetivos: «elevar la autoestima de la población». ¿A qué investigador de la "ciudadanía mundial" no se le haría la boca agua ante semejante oferta?
La iniciativa regeneradora de la alcaldía de Guayaquil, consiste (en síntesis) en la construcción de nuevos espacios públicos (de los que son íconos emblemáticos el Malecón del Estero Salado y el Malecón 2000), restauración de edificaciones, arreglo de fachadas, eliminación del cableado aéreo, parqueos, farolería, jardinería ornamental, limpieza y descontaminación, mejoras para el tránsito peatonal con amplias aceras, accesos para minusválidos, bancas, tachos de basura, semaforización inteligente, entre otros.
No suelo ser optimista, pero cuando me enteré que el mismo Macri de Buenos Aires había visitado Guayaquil para sacar nuevas ideas para la ciudad porteña (que, para mí, sigue siendo una de las ciudades más felizmente vivibles del mundo), fui a "La Perla del Pacífico" esperanzado de encontrar un fenómeno que me sorprendiera, un icono del cambio, un ejemplo a seguir.

Con GODOT en el Malecón del Salado (o ¿A qué se dedica el guerrero en tiempo de paz?)


Malecón del Salado, patios de comida

En el Malecón del Salado hay una serie de infraestructuras emblemáticas de la "regeneración urbana" de Guayaquil, camineras, quioscos, cafeterías, patios de comida, miradores, espacios contemplativos, jardinerías decorativas rodeadas de mangles que como un todo confluyen en su hito principal: el Puente del Velero.
En el puente peatonal que cuelga sobre las aguas del estero, en una banca de madera y dando la espalda a los manglares para ver la gente pasar, veo sentado a mi amigo Godot. Todo vestido de blanco, de chaqueta, camisa, pantalones, zapatos, sombrero bombín y guantes blancos, parece un mimo o una de esas estatuas vivientes de las Ramblas de Barcelona. Con un escueto saludo me siento su lado y evito mostrar sorpresa cuando veo que, del bolsillo interno de su chaqueta saca dos copas de cristal de Swarovski y dos cervezas Pilsener a punto de congelación. En silencio me pasa una copa, abre las cervezas con un destapador que saca de otro bolsillo, me invita a que me sirva, y brindamos.
Puente peatonal colgante del Salado
Con la mirada perdida en el estero del Salado, Godot inició la conversación diciendo:
― Me identifico con Guayaquil. Salvando las lógicas distancias creo que me parezco a esta ciudad.
― Reconozco que sueles sorprenderme, te he visto metamorfoseado en lo más impensable, pero parecerte a una ciudad…, es una metáfora demasiado compleja para abarcarla.
― Guayaquil y yo nos parecemos en nuestra individualidad y firme independencia. Nos parecemos en que hemos luchado a muerte para defender nuestra originalidad en contra de cualquier alienación. Somos semejantes en nuestra resistencia.
― ¿Resistencia?
― Sí, fíjese que la resistencia nativa expulsó los primeros intentos colonizadores de Pizarro en 1534, y lo hicieron una y otra vez, hasta que, al final, los colonos lograron fundar Guayaquil en 1547, pero le hicieron chupar a los españoles ¡trece años de férrea resistencia!
La ciudad portuaria floreció y, como era de esperar, atrajo corsarios y piratas; y con ellos, saqueos, incendios y peste. Dos siglos de ir y venir, pero Guayaquil volvió a florecer. Después vinieron las batallas por la independencia, que no fueron sólo para librarse de los españoles sino también de los mismos independentistas (Bolívar, San Martín, etc.), que se peleaban por quedarse con Guayaquil (mientras el pueblo pretendía seguir independiente de todos). Al principio, Bolívar logra salirse con la suya anexándola a la Gran Colombia; pero también esa subordinación duró poco y unos ocho años más tarde nace la República del Ecuador a la que se adhiere Guayaquil. Pero la ya estigmática historia de resistencia Guayaquileña no habría de tener descanso. El primer Presidente de Ecuador fue un venezolano de apellido Flores, que después de 15 nefastos años en el poder, en 1945 cambió la constitución para cargarse con el poder absoluto, beneficiarse con la reelección inmediata y aumentar el período de gobierno…, mi querido amigo, por su expresión, parece que tuviera un Déjà vu… ¿Otra cerveza?
― Sí, claro. ― Alcancé a responder, mientras Godot sacaba otras dos cervezas heladas del bolsillo interior de su chaqueta y continuaba su disertación.
― Como le decía, a raíz de este abuso de poder explota una revolución en Guayaquil que termina derrocando la prepotencia presidencial del venezolano. Unos años más tarde tras la renuncia de otro presidente, se formaron varias jefaturas supremas en el país. En Guayaquil el general Guillermo Franco se autoproclamó Jefe Supremo del Guayas y, vuelta a empezar con los conflictos…
En aras de hacerla corta, digamos que más tarde, cuando Guayaquil había sido adherida de nuevo al Ecuador y el gobierno estaba en manos de los conservadores, estalló la revolución liberal en Guayaquil liderada por quién después terminaría siendo el nuevo presidente de Ecuador. Luego, un gran incendio (posiblemente iniciado por los conservadores) destruye la ciudad, y casi al mismo tiempo les cayó encima una epidemia de fiebre amarilla. A pesar de todo, la ciudad volvió a surgir. Pero los estigmas son imborrables, y a mediados de los 20 (1920) sufren una fuerte depresión económica, pero Guayaquil se levanta y cumple con su función de pivote central del comercio de Ecuador enfrentando la depresión mundial de los años 30 y la Segunda Guerra Mundial, los estragos de la guerra peruano-ecuatoriana del 41 (en la que se involucran navalmente), y, al final, (aquí me permito hacer un salto histórico por sobre varias dictaduras y presidentes), hoy en día Guayaquil sigue siendo único y aparte, de la mano de su alcalde Jaime Nebot ha dado que hablar en el mundo entero como bastión de la oposición al gobierno de Rafael Correa, y, sobre todo, por su proyecto de "Regeneración urbana". Con estos antecedentes genéticos, no se puede subestimar la resistencia de este gentilicio.
Buscando a Godot en el Salado
― Entonces, Godot, ¿crees que la regeneración es posible? ¿Piensas que la regeneración de la ciudad pueda regenerar también a la gente de mala voluntad? Me refiero a que Guayaquil tiene los índices más altos de delincuencia del país. Me ha entusiasmado escuchar que como parte de la regeneración se han creado leyes, ordenanzas dirigidas a reeducar la población más resistente al cambio, a quien hace graffitis o mancha las paredes se le multa en efectivo y con trabajo comunitario; quien tira basura se le hace barrer tres cuadras (y te confieso que, aunque defiendo la idea de que el talión es salvaje, me parece genial que apelen a la vergüenza como castigo por un transgresión a las buenas costumbres), en general creo que han hecho un trabajo muy inteligente como esa campaña publicitaria que reza: «Guayaquil eres tú, cuida tu rostro». Pero, me desencantó caminar por las zonas en las que la "regeneración" no ha entrado (que son muchas), y he visto muy exacerbados los mismos problemas que en otras ciudades de Latinoamérica, en todas partes hay tanta gente de mala voluntad.
― Este pueblo tiene historia de épicas resistencias y alto nivel de orgullo, Doc. Y eso no es poco decir. Pero, todo tiene por lo menos dos caras. Dependerá de que lado juegue la resistencia. Recuerde, mi querido amigo, que el reto de la civilización moderna es vencer la resistencia al cambio. Se me ocurre que la incógnita a revelar sería: ¿La resistencia mayor será en defensa del cambio o en contra de él? La historia está llena de virtudes que se transformaron en lo contrario. ― ¿Otra cerveza?

Regeneración urbana y regeneración ciudadana.

Desembocando al Malecón regenerado.
Cuando conocí por primera vez el Malecón 2000 me sobreexcitó. Dos y medio kilómetros de costanera que ofrece a sus visitantes plazoletas con monumentos históricos, museos, jardines, fuentes, miradores, centros comerciales, restaurantes, bares, patios de comida, cines, muelles y embarcaciones para pasear día y noche por el río Guayas. Sin embargo, había algo que me inquietaba: el Malecón estaba encerrado dentro de una gran reja que lo cercaba (separándolo de la ciudad) a todo lo largo. Mi inquietud se transformó en consternación al darme cuenta que sólo cuatro o cinco de sus portones, cercanos a la entrada principal, estaban abiertos, los demás estaban encadenados. Sí, es cierto que en toda el área del Malecón 2000 se respira seguridad, pero a costa de estar encerrados.
Ya era de noche cuando salimos, el clima no estaba de buen humor, hacía un calor aceitoso que ni la brisa del río Guayas lograba refrescar. Al llegar al portón principal le pregunto a un guardia del malecón (no se si era un oficial de policía, pero estaba vestido de uniforme con insignias, cachiporra y todo eso que los distinguen):
― Buenas noches, por favor, ¿me indicaría dónde puedo tomar un taxi seguro? Me han contado tantas historias sobre la inseguridad que prefiero buscar consejo antes de tomar un taxi cualquiera.
El oficial me mira, pone cara pensante, mira hacia la avenida, me vuelve a mirar, luego esgrime un atisbo de sonrisa y dice:
― Bueno, esos que están parados allí hacen de taxis…
Miro hacia donde indica el oficial y veo dos autos, estacionados contra la acera, que le tocan bocina a todo el que pasa para invitarlos a subir, no son amarillos ni tienen insignia alguna que los identifique como taxis. ¡Son taxis piratas!, o sea, sin matricula de transporte público. Ante mi evidente expresión de asombro el guarda añadió:
― Bueno, es que como está la ciudad hoy en día no hay taxi seguro, hasta los amarillos resultan ser ilegales, estos de acá deben ser buenos porque he visto que llevan gente y vuelven. Si fueran delincuentes no volverían al mismo lugar, ¿no le parece?
― ¡Ah, Ok! Si, claro, no volverían. Bueno, hasta luego, seguiremos caminando otro poco, gracias.
¡El policía me estaba incitando a creer más en un taxi pirata que en los amarillos oficiales porque los amarillos a veces eran piratas! Parecía decirme: «¡Si te vas a arriesgar, tírate directo a la fosa de las serpientes!» El hábito no hace al monje. Ese sujeto vestido de guardia, de policía o lo que fuera, ¡es un enemigo público que fomenta la ilegalidad! ¡Un degenerador!
Las ciudades necesitan hacer que sus habitantes sean ciudadanos, y ser ciudadano implica tener conciencia de que «cualquiera que salga perjudicado perjudica a todos». Ser ciudadano es «cuidarnos los unos a los otros».
Al referir lo sucedido a un colega guayaquileño, me preguntó:
― ¿Has notado la gran cantidad de guardias privados que hay en los diferentes edificios de la ciudad?
― Si, la verdad es que he visto muchos. ― Le respondí.
― ¿Y a qué crees que se deba? ― Me preguntó con sarcasmo.
― ¿A la alta tasa delincuencial? ― Repregunté con semblante ingenuo.
― A la torpeza policial. ― Me respondió tajante.
El método de "regeneración urbana" aplicado en Guayaquil es un ejemplo a seguir para crear espacios aptos y dignos que faciliten a los ciudadanos su crecimiento en el constante proceso civilizador; pero, por ahora, en la práctica, todavía es una especie de cerco que intenta separar y proteger a los ciudadanos de buena voluntad de los enemigos de la ciudad: los psicópatas.
El quid de la cuestión es: ¿Quién puede (en la calle) hacer un diagnóstico rápido de psicopatía?
La "regeneración urbana" de Guayaquil es absolutamente hermosa, válida y, por lo que he podido ver, efectiva en primera intención. Pero no basta. El "urbanismo ciudadano" necesita, además, mantenerse en constante pie de guerra contra su más terrible enemigo interno: la psicopatía.

La psicopatía

La manipulación, la demagogia, la falta de conciencia de culpa o remordimiento, la impulsividad, el abuso de poder, la indisciplina e inconstancia que le impiden continuar estudios superiores, el usar a las personas como cosas, ser juez de los demás y considerarse absuelto de toda culpa, la ausencia de empatía y afectividad positiva, el irrespeto a las normas, reglas y leyes son el corolario sintomático de la psicopatía.
La psicopatía es un tipo de personalidad cuyo origen es determinado por una interrupción en el proceso evolutivo mental del niño.
Desde el nacimiento, y durante los primeros cuatro años y medio de vida, todos los seres humanos carecemos de la capacidad de archivar dentro de nuestra mente ideas referentes al código legal (normas, reglas y leyes).
En otras palabras, todos los seres humanos somos psicópatas hasta los cinco años de edad.
Pero, un particular evento que debe suceder entre los cuatro y seis años de edad permite que se forme dentro de la mente infantil un archivo en el que, a partir de ese momento y durante toda la vida, se guardarán las ideas-leyes, cuya función será: filtrar los impulsos de la persona según los criterios morales. Si este archivo no se forma en ese período, no se formará nunca más. Los psicópatas, por una específica carencia sufrida en estas edades, no forman el archivo del código legal y por ello no pueden metabolizar las leyes. El psicópata es esencialmente un sujeto ilegal. Y como la sociedad está basada en un conjunto de normas, reglas y leyes, el psicópata es disocial por condición y antisocial en acción.

La ACM como estructurante del aparato psíquico

En la evolución normal de la personalidad, los seres humanos civilizados, después de haber integrado, alrededor de los cinco años, el archivo del código legal en su mente, articularán luego, alrededor de los 10 años de edad, el principal talento que los diferenciará de los animales: la Auto Conciencia de Muerte (ACM). Somos los únicos animales que vivimos a sabiendas de que vamos a morir.
Los animales viven como inmortales porque no saben que van a morir, y cuando la muerte les llega, pues ni cuenta se dan porque ya no están. Luego, los animales se conforman con la rutina instintiva de comer, beber, escapar del dolor, procrearse y descansar. Al no saberse mortales, nada les apura ni les falta.
La civilización es una consecuencia de nuestra Auto Conciencia de Muerte (ACM). Es nuestra conciencia de finitud lo que nos mueve a buscar algo más a través de los afectos, la empatía, la ciencia, la cultura, y esta búsqueda es la que ha generado lo que llamamos: civilización.
Nuestros estudios demuestran que la estructuración de la Auto Conciencia de Muerte (alrededor de los 10 años de edad) depende de la previa formación del código legal (alrededor de los 5 años de edad), y una de las principales pruebas de ello deriva del estudio de la psicopatía. Los psicópatas, por no tener código legal tampoco acceden a la Auto Conciencia de Muerte (ACM).
La carencia de Auto Conciencia de Muerte (ACM) en el psicópata, le permite vivir creyéndose inmortal y sentir que tiene todo el tiempo del mundo para asechar, en la sombra, la oportunidad de asaltar al otro, al quien ve simplemente como una cosa que le importará sólo en la medida de que le pueda beneficiar, y, por su falta de sentimientos positivos, le tendrán la misma consideración que nosotros podemos tener hacia un vaso de cartón o una colilla de cigarrillo.

Profilaxis

En la escuela de Psiconomía estamos seguros, por haberlo comprobado en la experimentación, de que con dos o tres leyes civiles, podría irse disminuyendo, hasta su eliminación total, la formación de nuevos psicópatas. Desde hace 20 años aplicamos en niños candidatos a ser psicópatas nuestra "ecuación civilizadora" y, en todos los casos en que se siguieron las (simples) pautas marcadas, los niños evolucionaron hacia una personalidad socialmente adaptada; siendo una reconfirmación de la regla aquellos casos en que los padres no cumplieron las pautas y ahora tienen hijos psicópatas.

La psicopatía: Enemigo Nº 1 del ciudadano del mundo

Tachos de basura en Guayaquil.
Debemos avergonzarnos de que en latinoamerica
todavía sea novedad la clasificación de la basura
y el reciclaje.
La zonas regeneradas de Guayaquil son islas en un mar turbulento de altas oleadas psicopáticas que intentan arrasarlas; es más, a medida que estas islas se embellecen, aumenta proporcionalmente la tentación malintencionada. La paradoja del progreso de una ciudad es que, a medida que aumenta en riqueza, también se vuelve más atractiva (y sin las medidas adecuadas, vulnerable) para los psicópatas atraídos como ratones por el queso.
«Elevar la autoestima de la población» no es una medicina que pueda hacer mella en la personalidad psicopática. Los seres humanos en general nacen con la capacidad de estimarse. Pero esta función es necesaria (después de los diez años) en las personas que instauran la Auto Conciencia de Muerte (cosa que no pasa en los psicópatas), para encontrarle sentido la existencia y aferrarse a la vida a pesar de saberse mortales.
Los psicópatas tienen la posibilidad de usar o no esta capacidad de estima, no necesitándola (por no tener ACM), la usarán sólo por el placer que deriva de ella, pero no desarrollarán apego alguno hacia los valores.
Mucho se ha dicho de la falta de afectividad del psicópata; pero la realidad es que sí pueden sentir afecto. Lo que marca la diferencia es que no tienen interés de mantener una relación de amor – valor porque no les afectan las pérdidas. De allí deriva su desapego, la insensibilidad que le permite ver a los demás como cosas. El psicópata explotará los beneficios sensoriales de todas las capacidades que ha heredado aunque vive al margen de la razón de ser de estas capacidades.
El contacto con lo natural
sensibiliza al ciudadano.
En Guayaquil las cartas están echadas. El alcalde apostó al control de zona por zona creando trincheras ubicadas estratégicamente. Es una guerra. La civilización versus la psicopatía. Pero, ¡cuidado con el optimismo! No hay que subestimar al enemigo, los psicópatas son artistas de la manipulación y expertos del disfraz. En las batallas contra la psicopatía siempre seremos el bando débil. ¡Nada es más destructivo que el hombre! ¡Y no hay hombre más destructivo que el psicópata¡ Y poco parecen valer las bellas camineras y los espacios para la contemplación, si el sujeto que transita por ellos es ciego de todo sentimiento positivo. Será por esto que lo más común en el resto del mundo es que se apueste a la regeneración de los antisociales (empresa que a dado escasos resultados ya que los planes de rehabilitación que se han utilizado con los psicópatas parece que sólo logran que el delincuente agudice su astucia y perfeccione su capacidad de manipulación).
Contra los psicópatas actuales sólo hay un camino: legislación apropiada, docta y estricta.
Contra la psicopatía en general hay que evitar que siga propagándose y para ello sólo hay un camino: que instituciones como la ONU, la OMS, la UNESCO, la Red Global de Ciudades, y demás organizaciones con voz y voto en el mundo, escuchen lo que tenemos que decir los estudiosos de la psicopatía para generar una profilaxis universal.

Con GODOT en el Malecón 2000 (o Sobre el salvajismo y la civilización)

Godot me había citado en un café del Malecón 2000 (que en realidad lleva por nombre Malecón Simón Bolívar, pero la gente prefirió llamarlo de otra manera. ¿Será que la negación del nombre proviene de recónditas rencillas genéticas contra el Bolívar que los acopió en la Gran Colombia? ¿Tendrá razón Godot al decir que los genes de este pueblo están estigmatizados con el digno fervor de la independencia y la autonomía?). Al llegar al sitio veo que mi amigo ocupa dos mesas del café con un montón de periódicos latinoamericanos, lo saludé (escuetamente) y me senté sin poder evitar hacer una de esas preguntas que después de hacerlas nos avergüenzan por obvias:
― ¿Leyendo periódicos? ― pregunté.
Godot levantó la mirada sin mover la cabeza, e hizo una mueca cuyo significado traduje como: «supongo que no pretenderá una respuesta». Por suerte llegó la mesonera y aproveché para romper la incomodidad del momento pidiendo un capuchino. Entonces Godot, sin quitar la vista de los periódicos que subrayaba empezó a decir:
― "Asesinó a su concubina y la escondió en el tanque de agua" (en Maracaibo). "Cuarenta y ocho asesinatos el fin de semana (en Caracas)". "Policías involucrados en el tráfico de drogas (en México)". "Desmantelada banda de asaltantes de bancos, se incauta un arsenal de guerra (de nuevo en Venezuela)". ¿Se le puede llamar a esto civilización? ― pregunta mi amigo Godot, mientras sigue hojeando la prensa.
― Uhm…, tú y yo, sentados aquí, tomando un capuchino y leyendo la prensa en este Malecón regenerado, nos vemos bastante civilizados. ― Le respondo con ánimo ligero.
― No me sorprende que usted sea un sociólogo de café, de los que suponen que la civilización es un estado evolutivo que deja atrás para siempre al salvajismo y la barbarie como si fueran estadios que, al superarlos, caducaran, así como el recién nacido no puede volver a entrar al útero. Eso vale para algunos estadios o desarrollos biológicos y no para entelequias como "la civilización" o "la evolución social". La civilización conserva su propia barbarie transformada, a veces a acicalada, otras veces enmascarada, pero barbarie el fin. La civilización es una pretensión que en sí misma de nada sirve si cada uno de sus miembros no sigue un personal y adecuado proceso civilizador. La civilización está llena de psicopatía.
― Si los psicópatas son salvajes y la civilización está llena de ellos, luego, la civilización no es civilizada.
― A eso me refiero cuando digo que la civilización es una pretensión. Es el proyecto que un grupo de personas asume como meta; pero en ningún caso es un hecho, en todo caso es un derecho.
― Por ello no existe civilización sin jurisprudencia, sin poder judicial, sin jueces, sin policías, sin cárceles...
― Va mejorando ¿Recibe clases intensivas?
― Viniendo de usted, lo tomaré como un cumplido.
― Preste oídos a esta noticia del diario Clarín de Buenos Aires fechada el 19 agosto 2010: «Corrió a una mujer que robó una cartera y la mató a golpes. El atacante llamó a la policía y quedó detenido. Tiene 29 años. Oyó los gritos de una mujer a la que otra mujer asaltaba en la calle y salió a correr a la delincuente. Alcanzó a la ladrona y le dio una paliza. La víctima fue internada y murió»
― En buen lío se metió el muchacho. Para impedir un delito terminó cometiendo otro.
― La cuestión es: ¿la acción de perseguir a un maleante que conlleva a la muerte del maleante, es un acto civilizado o una barbarie? ¿Fue heroico o fue un delito lo que hizo el muchacho? ¿Merece un premio o un castigo, una medalla o la cárcel?
― No es correcto tomar en propias manos la ley.
― ¡Fácil decirlo! En especial para aquellos que nunca toman nada en sus propias manos. ¡Síndrome Poncio Pilatos! ¿Y qué con la conciencia del valiente defensor de la asaltada? ¿Qué decir del proceso civilizador personal de ese muchacho de 29 años? ¡Piénselo! De haberse quedado parado ante el asalto, viendo como robaban a la muchacha sin hacer nada, ¿es justo que luego se recrimine a sí mismo por indolente, negligente, inhumano y cobarde? ¿No son la "empatía" y la "solidaridad" características que diferencian a un ser civilizado de un psicópata? Ahí está el problema de la civilización, al igual que diría Goya, «el sueño de la razón produce monstruos», vale decir que «el sueño (o la pretensión) de civilización produce monstruos», y estos monstruos siempre serán inevitables. No habrá posibilidad para que la civilización llegue a ser tal sin hacer un esfuerzo máximo para defender los casos excepcionales. La civilización pretende ser ley, y ya sabemos que la excepción confirma la regla.
― ¿Está tratando de decirme que todos esos asesinatos y delitos de los que hablan los periódicos son monstruos paridos por el proceso civilizador?
― Yo no "trato" de decir nada Doc. Sólo digo lo que digo, el que tenga oídos que oiga y quien tenga razón que entienda. Además le diré que sobre este tema ya Dostoievsky lo dijo todo en "Crimen y castigo": Raskolnikov cree hacer justicia cometiendo un crimen. Pero Dostoievski logra que esta aparente paradoja no sea tal, al distanciar, en la obra, el momento en que Raskolnikov reflexiona sobre el derecho que pueden tener algunos hombres superiores a cometer crímenes en pro del bienestar de la sociedad, del momento en que Raskolnikov es atormentado por el arrepentimiento. Pareciera que Dostoievski quisiese remarcar la evolución psicológica de Raskolnikov. En un principio el héroe se siente un ser extraordinario, superior, con derecho a pensar las leyes en forma rígida y, por sobre todo, creyendo que puede estar por encima del castigo; pero, al sobrevenirle el arrepentimiento, se derrumba la ilusión y toma conciencia de pertenecer al tipo de hombre ordinario que tanto desprecia: un simple mortal.
― Si, claro. Este proceso evolutivo del funcionamiento de las leyes en la mente humana lo hemos definido en nuestra Escuela como parte del desarrollo de la personalidad. Alrededor de los cinco años el niño inaugura su estructura legal mental e irá archivando las primeras leyes básicas, ordinarias y rígidas; estos primeros principios legales los denominamos "Protonomos". Estas proto-leyes siguen inscribiéndose en el niño hasta, más o menos, los 10 años de edad, momento en que se instaura la Auto Conciencia de Muerte (ACM). Antes de los 10 años el niño puede pensar que el castigo es eludible, pero al activarse en él la Auto Conciencia de Muerte el castigo se hace inevitable y fatal (ahora la muerte, como juez, es omnipotente y omnipresente). A partir de ese momento el mandato legal será inexorable y por ello se hace necesaria una mayor elaboración del código legal para permitirse un espacio de acción sin infringir las leyes; así nacen las "excepciones" que no son más que leyes específicas para un tiempo y espacio determinado, para una situación determinada; estas supraleyes las denominamos "Supernomos". En otras palabras, de cinco a diez años el niño aprende la proto-ley: «No matarás». Y después de los diez años el niño aprende la supra-ley (o excepción): «A menos que seas un soldado en el frente de guerra». Dostoievski, con su agudeza científica pareciera querer representar esta evolución del código legal mental a través de las reflexiones de Raskolnikov, pero, además, incluyendo la limitante de que la ética personal no puede contrarrestar la jurisprudencia reinante. En otras palabras, pareciera que cuando Raskolnikov siente la capacidad de poder crear excepciones no tiene en cuenta que éstas también son leyes, y sólo después toma conciencia de la inexorabilidad del castigo mortal (se siente enfermo, se enferma de verdad), y cuando se entrega a la policía (sin necesidad puesto que no había pruebas en su contra y otra persona se había declarado culpable) está melancólico, ofuscado por su Auto Conciencia de Muerte (ACM).
― Por eso me gusta hablar con usted, cuando tiene razón (las pocas veces que la tiene), tiene razón.
― Con lo dicho, Godot, ¿Te atreves a asentar tu opinión sobre la naturaleza humana? ¿Es la naturaleza humana esencialmente buena o mala?
― Los conceptos de bueno o malo pertenecen a la civilización y llevan implícita las virtudes de respeto y colaboración entre los de la misma especie. La naturaleza humana es salvaje y necesita de un largo proceso educativo para civilizarse. ¿Estaba bueno el capuchino?
― Si, exquisito, y la tostada también, gracias. Lindo el "Malecón 2000" de Guayaquil ¿verdad?
― Excepciones Doc, excepciones.
Caminerias

― Si, lo sé. He paseado por las zonas que, por contraste, pudiéramos llamar "degeneradas" y he visto el peligro, la desidia, la psicopatía reinante, el miedo, el desorden. Pero reconoce que la "regeneración urbana" de Guayaquil demostró hace tiempo ya que no era sólo un impulsivo entusiasmo fugaz. Se ha mantenido por años y continúa, lo que aquí sucede merece ser cátedra para Latinoamérica, en especial por haber incluido en el proceso nuevas leyes edificantes que castigan la desidia.
― Esta idea es buena, es cuestión de insistir, insistir e insistir, como diría mi amigo Og Mandino. ¡Larga vida a la Regeneración de Guayaquil!
― Que así sea. ¿Oye, no te queda una de esas cervezas heladas para brindar?
― El bar siempre está abierto Doc, siempre está abierto…

La Guayaquil regenerada: impecable.


martes, 19 de julio de 2011

Consulta Portátil de Psicología en Suramérica (De limosnas y mendigos)

Sobre pedir, dar y recibir.


El primer aprendizaje: Pedir

Era muy chico y todavía no terminaba de aprender los números hasta el 10 cuando me llamó la atención el constante intercambio de redondeles de metal y pedacitos de papel entre la gente (pareciera que los niños detectan primero la matemática crematística que la pitagórica).

Al tomar conciencia de que la cotidianidad transcurre en un ir y venir de papelitos colorados (con el tiempo también entendería que los de color verde eran los más substanciales), formulé mi primera y sospechosa reflexión de filosofía social: «La vida se trata de dar y recibir trozos de papel y redondeles de metal».

Y exclamé: ¡Qué cara es la vida!
En verdad no lo recuerdo, pero, conociéndome, supongo muy factible haber pensado en algún momento de mi infancia: «si la gente sufre al dar dinero y se alegra al recibirlo ¿no serian más felices si cada uno se quedara con las monedas que tiene y se dejara de tanta y dolorosa pasadera de mano en mano?». Y también supongo que pronto me daría cuenta de mi errada, por ignorante, percepción, al entender que con los papelitos de colores se obtenían cosas, que existía «el cambio», «el trueque», el ejercicio comercial, pues. Y, por supuesto, a partir de allí tuve la lamentable conciencia de que para desear había que pagar, o peor aún: que no podía desear sin antes tener con qué pagar por lo deseado. Lo remarcaba siempre mi madre (en relación a los deberes escolares y el tiempo de juego): «Primero es el deber y luego el placer». Allí comenzaría a concebir que la vida era una obligación (la de tener dinero) para poder tener deseos (placer). De lo que si estoy seguro es que a mis diez años exclamé por primera vez una de las frases emblemáticas de la especie humana: «¡Qué cara es la vida!».

¡Ah! Y quisiera agregar que luego de la providencial sentencia «primero es el deber y luego el placer», justo cuando yo me preguntaba porqué no podían darse las dos cosas al mismo tiempo, mi madre remataba con: «Los estudios son lo único que vamos a dejarte, hijo», y, podrán imaginarse que nunca le replique (por aquello del respeto a los adultos y en especial a los padres) que prefería que me dejasen algo en metálico. Así es la infancia, un tiempo lleno de represiones, pero también es así el asunto económico y, en fin, la vida.

Crecí observando que pedir dinero (o cualquier cosa de valor) es parte de la vida social. La gente pide tan de corazón y con tanta frecuencia que se pasan la vida haciéndolo sin advertir que al mismo tiempo critican a los demás pedigüeños.

Recuerdo que estaba en mi prehistoria financiera, en mi niñez, o sea, en la época en que era un mantenido al estilo Adán y Eva en el Paraíso, cuando, a pesar de la prohibición de escuchar las conversaciones de los mayores, logré oír algunas discusiones sobre algo que satanizaban con el nombre de «deuda externa», y se trataba, según entendí, sobre lo incorrecto de que unos países-gobiernos-estados (me pareció que utilizaban los términos indiscriminadamente) pidieran dinero a otros. Parecía que algunas personas denominadas «políticos» pedían prestado dinero que luego no pagaban y los demás (mis padres, tíos y amigos de mis padres) de alguna manera heredaban esa deuda y los afectaba. Recuerdo haber sentido pánico, y no era para menos, me imaginaba llegando al quiosco del colegio por un refresco y que me cobraran las chucherías que ciertos «políticos» se habían comido en mi nombre. Pero, simultáneamente, escuchaba a los mismos adultos relatar, como una gran hazaña, la forma en que pedían prestamos a los bancos para comprarse una casa o para hacer negocios (y estos, claro está, también tenían que pagarlos y por ende les afectaba. Por aquella época tuve mi primera impresión de que a los adultos, TODO les afecta).

Sin embargo, es justo que diga que entendía perfectamente tal afectación porque, más domésticamente hablando, mi madre pedía (o más bien reclamaba) dinero a mi padre (y esto me afectaba, en especial cuando la cosa terminaba en discusión). Y el asunto parecía extenderse por todos los ámbitos, los maestros nos pedían colaboraciones para reparar la escuela, lo cual generaba dos tipos de reacciones o comentarios según el pelaje del colegio: 1) En el caso de que los colegios fueran privados, los adultos despotricaban sobre la abusiva mensualidad que cobraban y ¡Oh, desfachatez! ¡Hasta los meses de vacaciones! 2) En el caso de que los colegios fueran públicos, la indignación era aún mayor porque, según decían los adultos, ya «el Estado» les había cobrado los impuestos correspondientes. La noción del «Estado» se me presentaba como un pedigüeño profesional que además de pedir dinero a todos, por lo visto lo hacía de mala manera, porque era «impuesto». Así que mi primera impresión sobre el significado de los dichosos «impuestos» fue, que eran el pago por el derecho de vivir, el cual no lo cobraba dios –esa parte de la deuda se pagaba con el diezmo en la iglesia- sino algunos hombres, que por algún designio que desconocía ostentaban el cargo de testaferros del dueño de la vida.

Y así fue que, de niño, mucho antes de conocer el “ser o no ser” de Hamlet, viví el dilema de “pedir o no pedir”, y era todo un dilema porque no me quedaba claro si el asunto de pedir dinero a los demás era bueno o malo. Bueno debía ser para los curas que pedían diezmo en nombre de Dios en la misa del domingo, pero malo debía ser para mi padre que nos esperaba afuera de la iglesia despotricando sobre los clérigos, acusándolos de mercadear con las miserias de los hombres. Pedir, debía ser bueno para el mendigo hambriento que se llegaba al portón de la casa y mi madre le daba unas monedas y unas provisiones (para el hambriento era bueno porque comía, y para mi madre también porque, con sus actos de bondad, le pagaba a Dios las cuotas de la opción a compra de un rinconcito privilegiado en el Paraíso), mientras, desde adentro de la casa, mi padre gritaba, «¡Que vaya a trabajar ese vago!»

En fin, pedir era bueno para mí porque compraba barajitas y chucherías con las monedas que lograba sacarle a mis padres, pero malo para mis dientes y para la economía familiar, según decía mi madre que siempre se quejaba de lo cara que estaba la vida y de que el dinero no alcanzaba. Aquí nació otra variante de mis incipientes reflexiones sobre filosofía económica: “La vida no tiene precio, y si lo tuviera, a nadie le alcanzaría el sueldo para pagarla”.

El segundo aprendizaje: Dar

Otro asunto que siempre me ha perturbado es la formula: “Dar para recibir”. Mis padres me chantajeaban con que tenía que dar de mí para recibir de ellos. Tenía que barrer el patio a cambio del permiso de ir a jugar a casa de un amigo o para que me dieran unas monedas para comprar barajitas para el álbum de «El maravilloso mundo animal»; hasta allí todo estaba claro y yo lo aceptaba estoicamente, pero en otros contextos la cosa se embrollaba, y con los mendigos era el caso más radical. Cuando mi madre, en la puerta de la iglesia, le daba una moneda al mendigo, el desventurado le respondía: «Que Dios se lo pague». Y, claro está, yo juraba que Dios le iba a regresar el dinero a mi mamá. Sólo tenía que esperar que eso sucediera y pedírselo para mis barajitas de animales. Sin embargo, algo me alertaba que no podía llegar de buenas a primeras a preguntarle a mamá: «Mamá, ¿Ya te pagó Dios?». Intuía que ésa era una de las cosas que no se preguntan, de hecho creo que lo primero que aprendí de Dios es que sobre él no se puede preguntar casi nada. Dios se me presentaba como un tipo melindroso, reservado y receloso, que cuidaba mucho su privacidad. Lo cierto es que mi infantil pensamiento no comprendía esto de dar limosnas endeudando a Dios.

«Mamá, ¿Ya te pagó Dios?»
Por aquellos días me abrieron mi primera cuenta de ahorros donde deposité todo lo que tenía en la alcancía que, lo crean o no, era un clásico cochinito de cerámica que tuve que romper para extraer mi tesoro. Así que, con mi cuenta de ahorros y habiendo conocido la institución bancaria, entendí a la perfección que Dios era un banquero. Pero fue mucho después cuando me enteré de la existencia de los pagarés, lo cual me iluminó el entendimiento e inmediatamente deduje el significado y valor de los rezos y plegarias que se emiten hoy para que, algún día, Dios nos devuelva el favor…con intereses.

Más o menos así marchaban mis descubrimientos sobre la "economía divina" durante los días de esa infancia ya casi toda olvidada, pero de la cual se ha mantenido vívido en mi memoria el recuerdo de las noches que me desvelé por ciertos conflictos que me atormentaban, me preguntaba si dios estaría al tanto de todas las deudas adquiridas a través del «Dios se lo pague» de los mendigos. «¿Quién llevaría el cálculo?» Me preocupaba ver que mi madre no anotaba las cuentas por cobrar, y al mendigo no parecía interesarle llevar control de las cuentas por pagar. Pasé mucho nerviosismo por este asunto, hasta que una idea vino a aliviarme exorcizando toda preocupación:

«Si nadie anota las limosnas, al momento en que le toque pagar es probable que dios prefiera dar de más que de menos, porque todos dicen que dios es un buen tipo que "todo lo da" y siendo el absoluto y todopoderoso propietario de todo cuanto existe, no tiene sentido que sea tacaño, total, ¿qué le hacen a dios unos millones más o menos? Eso significa que en cualquier momento mamá podría ser millonaria y yo podría comprarme toda la serie de barajitas de animales ¡seré la envidia de todos!».

Intermezzo:

El día que descubrí la «Plusvalía» entendí el porqué siempre me pareció que la limpieza del patio valía más de las monedas que me daban ¡Era la Plusvalía! De inmediato me solidaricé con ese tipo de barba larga llamado Marx y fui comunista sin saberlo a eso de los 10 u 11 años. Más tarde, cuando me tocó pagar al jardinero de mi casa boté todos los libros de Marx a la basura.

Confesiones de un mendigo de poca monta

Y regresando al tema de mi aprendizaje sobre la vida crematística, ya dije que muy tempranamente percibí que los adultos pedían y criticaban a los que pedían sin darse cuenta de la contradicción (muchos años más tarde aprendería que este fenómeno se lo denomina «demagogia»), pero también parece que en esta demagogia inconsciente caemos todos, porque cuando yo era niño y observaba estos dimes y diretes entre pedigüeños, ya era yo un incipiente limosnero: desde que pedí pecho recién nacido (el dinero no me hubiera servido de nada entonces), luego la mesada, el dinero para el quiosco del colegio, los regalos a Santa (que a eso de los ocho años empecé a pedirlos en metálico para comprármelos yo mismo, cansado de la incompetencia del anciano Santa Claus para atinarle a mis deseos o, tal vez, a entender mi letra –reconozco que llegué a juzgarlo analfabeta–), y así, cuando niño ya era un experto en pedir y también en criticar y mirar mal a quienes me pedían en el colegio; siempre había algún aprovechador que se acercaba con: «me faltan cinco, ¿me los prestas?, mañana te los pago». Fulminantemente aprendí que prestar dinero a un amigo era perder el dinero y la amistad, y cuidado si no terminaba ganando un enemigo (las caricaturas me enseñaron mucho de esto, me caía muy mal Pilón, el amigo de Popeye, que se la pasaba pidiendo una hamburguesa bajo promesa de pagarla el martes. Yo era muy observador y estoy seguro de no haberlo visto jamás pagar sus deudas).

Bueno, creo que era inevitable que este escrito me llevara a confesar uno de mis más secretos pecados: alrededor de mis doce o trece años fui mendigo por un día. Trataré de relatar la desventurada epopeya.

Entre los amigos de la pandilla había un muchacho larguirucho de unos 16 años que era nuevo en el grupo, era hijo de padres divorciados, él había vivido en España con su madre, pero su padre tuvo que traerlo de emergencia a Venezuela porque el muchacho había tenido problemas de conducta en Galicia. No le fue muy bien acá, la suerte no lo acompañó cuando conoció nuestra pandilla que en nada se parecía a un grupo de rehabilitación. La verdad es que no recuerdo el nombre, y creo que nunca lo supe, porque a este forastero español le apodamos de inmediato "El España".
Un día más aburrido de lo normal, estábamos sentados en las escaleras del centro comercial cuando El España me cuenta su original método para pasarla a lo grande. El asunto era que se iba en autobús hasta Maracaibo (ciudad que quedaba a 60 kilómetros del pueblo donde vivíamos) y pedía dinero a la gente por la calle diciendo que le habían robado la billetera y necesitaba completar el pasaje de vuelta. Con lo recaudado entraba al Bowling, jugaba, comía hamburguesas y lo pasaba a lo grande.
—Vámonos a Maracaibo, —me dijo, mientras se levantaba mirando hacia la avenida en busca de un autobús.
—Me da vergüenza pedir —Le respondí.
—Por eso vamos a Maracaibo, allí nadie te conoce, —sentenció El España con seguridad.
Hoy en día entiendo que El España, con tres años más que yo y habiendo vivido en Europa, no le fue nada difícil manipularme, y que por ello fue que de pronto me encontré en Maracaibo pidiendo por la calle. Me fue mal, no era capaz de mirar a los ojos a la gente y la mayoría me respondía «¿Qué?», pero no por la indignación de que un muchacho hecho y derecho y hasta bien vestido pidiera limosna, sino porque yo, por timidez, hablaba tan bajito que no me escuchaban lo que les decía. Pero al España le fue muy bien, y jugamos Bowling y comimos hamburguesas. Al regresarnos en el autobús, yo estaba saciado, había jugado, comido y bebido, pero el entusiasmo no fue mayor que la pena, sabía que mi carrera como mendigo se terminaba ese mismo día. Nunca más volví a pedir. Años más tarde supe que mientras yo estudiaba en Argentina, El España había sido asesinado en Venezuela por deudas de droga. Hoy en día, cuando veo un adolescente pidiendo en la calle me ruborizo, a veces me he dicho que es por vergüenza ajena, pero en el fondo sé que me abochorno por una pena interna muy personal: mi corta carrera como mendigo me marcó, y aunque haya sido capaz de decir ¡nunca más! en mi primera vez, la vergüenza me persigue hasta hoy día.

Lo cierto es que pedir dinero a otros es parte de la vida, y el ciudadano del mundo debe saber qué hacer ante los limosneros, mendigos, mendicantes de todas las edades, unos más necesitados que otros, que pululan en el planeta. ¿Qué le corresponde hacer ante ello?
Sigamos asediando una respuesta.

Suramérica mendiga

ARGENTINA: Debo decirlo, no puedo callarlo, en mis recorridos de los últimos tres años por Suramérica la ciudad donde más mendigos he visto es Buenos Aires, aunque me duela reconocerlo por el amor que le tengo. En Buenos Aires los mendigos no te dejan caminar por las calles, literalmente te acosan. Recorrer Buenos Aires hoy, implica desarrollar estrategias para evitar la gran ola mendicante. Y cuando aseguro que es la ciudad con más mendigos, la estoy comparando hasta con ciudades de Venezuela, donde, en algunas épocas, la limosna ha llegado a ser parte del folklore. Con lo dicho no creo necesario dar más detalles sobre la mendicidad bonaerense. Pasemos ligeramente a otros países y ciudades.

VENEZUELA: En Venezuela se han desarrollado sistemas especiales de mendicación, un ejemplo serían los cuidadores de automóviles, los cuales, luego de apoderarse de una cuadra se encargan de pedir dinero a cada automóvil que se preste a salir de su estacionamiento, “por habérselo cuidado mientras estuvo estacionado” (el mensaje latente es: «si no me das algo, la próxima vez ya verás lo que te pasa». Una especie de cobro por protección al estilo camorra napolitana, pero sin la organización italiana). Más organizados son los vigilantes de tránsito, la policía y la guardia nacional que piden "coimas" (colaboraciones) a través del chantaje. Su principal modus operandi consiste en instalar alcabalas (puestos de control de transito) en las avenidas, para pedir los documentos a cada vehículo que pase, escrutar con cara de pocos amigos el interior de la cabina, hasta generar una sensación de culpabilidad (a lo Karamazov) entre los automovilistas, y, al final, no encontrando nada reprobable, el oficial se acercará al conductor y le dirá: «hace calor, sería buena una colaboración para los refrescos».
A niveles más PYME se encuentran los que piden con una receta de medicamentos en la mano, los que piden contribución para graduaciones (para tal efecto, a veces también ponen un cono en medio de la calle y detienen el tráfico), contribuciones para reinas de belleza de pueblo, para reparar la carretera (esta modalidad consiste en que uno o varios sujetos con pico y pala se instalan al lado de uno de los innumerables huecos autóctonos de la red vial venezolana, y cobran colaboración a los automovilistas bajo promesa de reparar dicho hueco (tal vez ésta sea una de las razones por la que en Venezuela cada vez hay más huecos en las calles, porque así el estado da sustento a no pocas familias).
En los últimos años se han puesto de moda los «policías acostados» (reductores de velocidad), pequeños muros que detienen al tráfico y en torno a los cuales los mendicantes de toda índole aprovechan para pedir.
Desde un lente gran angular Venezuela pareciera una gran iglesia llena de curas que exigen diezmo y fieles que dan limosna.

CHILE: En Santiago de Chile vi muy pocos mendigos, apenas unas personas a las puertas de las iglesias, pero que en la mayoría de los casos no pedían, vendían estampitas de santos.

URUGUAY: La misma impresión tuve en Montevideo.

PERÚ: En Lima hay bastantes (no en Miraflores, claro está).

ECUADOR: En Guayaquil hallé gran cantidad de mendigos; pero en Quito muchísimo menos, además que es la única ciudad de Latinoamérica donde no encontré villas miserias de cartón y no llegué a ver ni una sola vivienda que no fuera de cemento y ladrillos.

LATINOAMÉRICA: A niveles más profesionales, en Latinoamérica se han desarrollado sistemas sofisticados de mendicación con canales de televisión, radio y edificaciones para reunir grandes masas de personas caritativas; me refiero a los “Pare de sufrir” que piden en nombre de dios. Este grupo es más organizado que los mendigos a los que mi madre les daba una limosna y le respondían «que dios le pague»; los “Pare de sufrir” sí que anotan las deudas que dios adquiere con sus fieles, y se comprometen a hacer que las cumpla.

ISLAS GALÁPAGOS: Sólo he estado en un lugar de Latinoamérica donde no llegué a ver ni un solo mendigo: las islas Galápagos.

Reflexión sobre la mendicidad y la caridad

Si me permiten continuar con la evolución histórica de mis andanzas por estos laberintos del pedir, dar y recibir; me toca contarles que sospecho que mis conflictos infantiles sobre «pedir o no pedir» y luego sobre «dar o no dar» me entusiasmaron en la lectura de Nietzsche a los catorce años. Mi primera y por supuesto equívoca impresión sobre el «Superhombre Nietzscheano» (como son de equivocas todas las primeras impresiones filosóficas y en especial las que yo tuve entonces y probablemente la mayoría de las que tengo actualmente) era que el superhombre del que hablaba Nietzsche "no pedía ni daba nada". Digamos que el superhombre no tenía necesidades, y con ese modelo a seguir quedaba fácilmente resuelta la cuestión. Decidiría emular al superhombre que pasa de todo porque «no mira a las estrellas sino desde las estrellas». Decidí ser autosuficiente, independiente, autónomo, amoral y, lógicamente, al poco rato me había transformado en un San Francisco de Asís ateo (o sea: un solitario desposeído rebelde y sin causa). Pobrecito yo, pobrecito de mi, me da tanta vergüenza recordarme, no tenía ni idea de la inmensa distancia que separa la teoría filosófica de la práctica cotidiana. Pero aquello (mientras duró) fue lindo, bastaba con pensar algo para verlo crecer delante de uno. ¡Que hermoso fue creer!

A medida que fui dejando atrás la ambición de ser superhombre, iba concienciando la necesidad que tenía de los otros. Aquel muchacho que llegó a pensar que se bastaba a sí mismo tuvo que darse cuenta que escuchaba música hecha por otros, viajaba en buses hechos y manejados por otros, comía pan horneado por otros, ¡los otros lo eran todo!, y la revelación no tardó en llegar: «pedimos y damos porque nos necesitamos, el ser humano es un ser necesitado». ¡Bien! Ahora ya podía dedicarme al altruismo y cuando pudiera a la filantropía como finalidad de la vida. Mi existencia sería un postulado de caridad. Pero el entusiasmo y la felicidad duran poco, yo mismo estaba necesitado y tenía que decidir si mis necesidades eran mayores o menores que las de los otros, ¿me ayudaba a mí o al otro primero? Era casi imposible decidir quién estaba más necesitado. Además, no lograba alcanzar a sentir esa sensación sublime que (según los altruistas) se sentía al ayudar sin esperar nada a cambio, y a esto le siguió que a veces obtenía a cambio algo contrario a lo que pudiera esperar, como aquella vez que fui asaltado en la villa miseria donde llevaba una caridad.

Entonces descubrí a Sartre: «L'enfer, c'est l´Autre» (¡El infierno es el Otro!) Sí, los otros, todo lo Otro era la causa de mis angustias (ya andaba yo por los 17 años y había sufrido varios desengaños amorosos y, digan lo que digan, nuestras experiencias amorosas determinan la forma en que vemos el mundo). Vuelta a empezar. ¿A qué apelaría ahora? Era lógico que escogiera pasar (de nuevo) a la acera del frente: al ostracismo.

Pero pronto volví a comprender lo difícil que es estar solo (hoy diría que es imposible), y los otros parecían tan adaptados, tan felices en sus grupos de gente que pensaba igual y sonreían al unísono ante el mismo chiste (tener y compartir el mismo sentido de humor con los otros, para mi, es tan imposible como tener las mismas huellas digitales), no podía comprender a esos jóvenes que parecían tan "adaptados para vivir en un mundo hecho para ellos" y en el que yo no encajaba, y entonces decidí estudiarlos (entré a la facultad de psicología) a ver si podía encontrar respuestas magistrales a mis conflictos personales. Pero la universidad es un proceso largo y yo necesitaba algo inmediato que me conectara a tierra, así que, entretanto, busqué otros tipos de relaciones, otros entes, que fueran menos humanos, menos peligrosos, menos adaptados, menos perfectos…, y busqué en las religiones, credos, sectas, movimientos espirituales, etc. De Jesucristo a Sathya Sai Baba, de Yahveh a Zoroastro, de Siddhārtha Gautama a Mahoma. Sí, fue un extraño y largo camino (pero recorrido aprisa y en poco tiempo), entre vegetarianos, alucinados, delirantes, dementes y mil formas diferentes de megalomanía. Y no estoy seguro del porqué no funcionó (aunque debe haber sido en gran parte por no poderme sentir más que nadie, ni elegido, ni especial…).



«L'enfer, c'est l´Autre»
  Pero me quedaba la psicología como tabla de salvación (seguía estudiando y me gradué y volví a estudiar y graduarme varias veces, ya no se cuantas porque ahora el academicismo me es indiferente). Mientras tanto la cuestión del pedir y el dar empeoraba, las calles estaban llenas de mendigos y mi precario presupuesto no me permitía ayudarlos a todos. Me sentía mal. No sabía si era egoísta por no dar, tonto por dar, negligente por dar peces y no enseñar a pescar, hereje por dudar de todo, pero lo cierto es que me sentía un desastre y ya tenía veinte años largos.

No me quedó de otra que seguir buscando respuestas del lado de la psicología y (como se habrán dado cuenta) aún sigo en eso, tuve que aprender a la fuerza que las respuestas pueden tardar bastante en llegar, y, mientras, la cuestión sigue en pie: dar o no dar, pedir o no pedir, recibir o no esperar nada…




Dar o no dar (limosna)

¿Y qué logré con la ayuda de la psicología en todos estos años? ¡Pues enredar aún más el asunto! Ya que aparte de seguir sin tener claro los pros y contras de «dar limosna para recibir» o «dar limosna sin esperar nada a cambio», y seguir sin ubicar el linde de separación entre la virtud y el vicio; ahora, además de eso, está la sospecha psicopatológica ¡Si!, el gran mal de la psicología es que puede encontrar morbosidad patológica bajo cualquier acción humana, pudiendo hacer que hasta la caridad se vea como una conducta malsana, para muestra unos cuantos botones:
- Dar limosna para ostentar que se tiene para dar (histrionismo histérico)
- Dar limosna por temor a Dios (fóbicos, obsesivos)
- Dar limosna porque nos encontramos en el metro y los demás han dado y nos miran, o sea, dar para que no nos juzguen (fóbicos, histéricos, complejo de inferioridad)
- Dar limosna por comparación conveniente, para sentirse más que el otro. Como diría Nietzsche, el altruismo que esconde el más miserable de los egoísmos, donde se rebaja al otro para resaltar la propia autoestima (narcisismo patológico, psicopatía)
- Dar limosna para ocultar el propio desinterés por los demás (psicópatas)
- Dar limosna para sentirse importantes y subir frescamente la autoestima (egoístas a ultranza).
- Dar limosna para manipular al otro, para generar una deuda impagable y así un compromiso de sumisión (manipulación psicopática, sádicos, políticos)
- Dar limosna porque está de moda ser filántropos, porque «se ve bien y es cool», porque no dar se ve mal (histrionismo histérico)
- Dar limosna para dar el ejemplo (delirio místico, psicosis narcisista, megalomanía)
- Dar limosna por no saber cómo reaccionar ante la petición del mendicante, por paralizarse ante el deseo del otro, por no poder decir que no (distimia, agorafobia, tontos).
- Dar limosna por sentirse un benefactor de la humanidad (delirio místico, megalomanía)
- Dar limosna porque algún día pudiéramos caer en la necesidad de pedir (temor obsesivo a la retaliación, fobia, distimia, melancolía)
- Dar limosna porque hoy por ti y mañana por mí (pensamiento mágico obsesivo).
- Dar limosna por miedo a que si no doy, me puedan quitar lo que tengo (fobia a la retaliación, pensamiento mágico obsesivo, psicosis paranoica).
- Dar limosna para que no piensen que soy avaro (obsesivo, Ebenezer Scrooge).
- Dar limosna para que se me devuelva multiplicado (judío)

La asignatura pendiente: «Dar con sentido» es aportar, colaborar a extirpar el mal.

Si a lo anterior le sumamos el hecho de que la limosna es siempre mucha para quien la da y poca para quien la recibe, parece muy difícil que dar limosna pueda ser bueno, así que habría que desaparecer este asunto, o sea, habría que "dar para dejar de dar (limosna)". Y, para ello, no se me ocurre otro camino que el de colaborar con las estrategias dirigidas a que no existan más mendigos. Y creo que todas las estrategias posibles deben partir de la filosofía de que «siempre debe darse a cambio de algo», al decir de Aristóteles «la expectativa del negocio debe cumplirse para ambos lados»; lo cual, en palabras de andar por casa significa: hay que estar dispuesto a pagar los impuestos pero también a velar que éstos sean correctamente utilizados en obras sociales que supriman la pobreza material y espiritual, así gana tanto el que recibe como quien da. En vez de dar limosnas, colaboremos en las acciones necesarias para que desaparezca la necesidad de mendigar.

sábado, 2 de julio de 2011

Consulta Portátil de Psicología en Lima (2) El convivir

Los colores de Lima

Camino por Miraflores y miro la maravillosa puesta del sol desde el malecón, el mar se oscurece y el cielo se enciende de rojo, naranja y amarillo con sombras ocres donde hay nubes. Pienso: «El Dorado se encuentra en el cielo de Lima al atardecer».
Minutos antes miraba la costa, las olas que se deshacen en espuma al terminar en la playa de tres arenas, la blanca de escarcha de conchas marinas, la gris de polvo volcánico y la parda de tierra de río adentro. El color local de Lima es de todos los colores en su cielo, en su costa, así como en su gentilicio de peruanos de la sierra, peruanos del norte, peruanos del sur, gente de costa, gente de cordillera nevada, gente de selva amazónica, todos juntos, pero no revueltos, pero todos… limeños.

La pérdida de la inocencia

«Sendero Luminoso fue la última terrible lección, los peruanos perdieron la inocencia y saben cuál es el reto».
Así me resumió la conciencia política-social del pueblo del Perú la casera que nos hospedó en Lima, una mujer fenomenal, diligente, agradable, culta y pendiente de ayudarnos y facilitarnos todo, y que, si no nos dedicó aún más tiempo, fue porque tenia claro que primero estaba su hija: una niña que había adoptado en la sierra.
Aquella frase la fui entendiendo luego en la sonrisa dispuesta del que me saludaba en la calle, en la buena voluntad de los policías por ayudarnos a encontrar una dirección, en la cortesía de la gente, en lo trabajadores que son los limeños que, a su vez, son la síntesis de todo el Perú, gente que sabe tratar con los peregrinos porque a su vez han sido (alguna vez) forasteros en Lima, porque los limeños son una hermandad de peruanos que, provenientes de todas las provincias, han venido a buscar su pedazo de "Tierra del Sol" y para ello han aprendido a «convivir» (verbo que merece comillas por significar mucho más de lo que se da por entendido).
La armonía entre personas de diferentes costumbres, la voluntad y capacidad de trabajo cooperativo, el respeto por el otro tal cual es, son características de una sociedad psicológicamente sana. La limeña se me propone como una cultura sana, portadora de esa docta salud asentada sobre la experiencia de la aculturación entre gente del mismo país.

Babel con traducción simultánea

En la Feria de comida en Plaza Italia,
 conviven todos los colores, gustos y sabores del Perú.
Muy otra habría sido mi visión de Lima de no haber nunca escuchado hablar de Ludwig Josef Johann Wittgenstein, el hombre que se atrevió a proponer que la filosofía debía ser terapéutica y cuyo campo de acción sería: desenredar las dificultades de comunicación entre los diferentes y personales lenguajes consecuentes al mundo propio de cada interlocutor. En otras palabras, Wittgenstein fue un filósofo que se atrevió a decir que uno habla y piensa de acuerdo a la vida que le tocó vivir. ¿Otro descubridor del agua tibia? Me gusta pensar que no. Que fue alguien que sintió y experimentó las dificultades que se presentan cuando nos comunicamos entre culturas, entre vecinos, entre pueblos, entre etnias, entre individuos con experiencias personales tan disímiles a las nuestras como para parecer de planetas diferentes. Y me viene a la mente Wittgenstein en Perú porque Lima es la parte angosta de un gran embudo por el que se colaron culturas, sabores y colores diferentes para mezclarse en un curry folklórico donde sólo una homeostasis utópica (que ni Tomás Moro habría podido imaginar) permite la convivencia.
Todo terapeuta debiera evaluar en el psicodiagnóstico de su paciente estos rasgos de vida en comunidad, porque el hombre debe curarse de rencores y atesorar su originalidad sin transformarla en diferencia con los demás…

El embudo étnico

En nuestra búsqueda de materializar el modelo de «Ciudadano del mundo» Lima se presenta como «un lugar interesante que merece toda nuestra atención» (como dijera Darwin de las Galápagos cuando vislumbraba la evolución).
Lima es la Meca de la inmigración interna peruana, la gente pobre de la sierra, de la amazonía, de la costa norte y sur, se volcó a la capital en busca de mejoras, la ciudad creció y creció y sigue creciendo, y la gente de pueblo se unió a la de otros pueblos creando un pueblo de pueblos (esto parece una repetición histórica de origen genético por el antecedente de la cultura Inca, que llegó a colonizar todas las demás culturas respetando y manteniendo la mayoría de sus tradiciones, folklore y hábitos). Y es que en la Lima actual viven juntos pero no revueltos, y este fenómeno multiétnico interno de colaboración entre vecinos de diferentes culturas que se saben peruanos de origen y limeños por convicción (es más, pareciera que el “ser limeño” quisiera decir: ser de muchos orígenes, porque Perú es como una confederación de micro naciones) nos puede enseñar mucho sobre el modelo que buscamos de «Ciudadano del mundo», porque Lima es «un mundo de gente viviendo en un gigantesco pueblo».
En Lima me dio la impresión (que luego comprobé entre los mismos limeños) de que los inmigrantes extranjeros se adecuaron voluntariamente y con gusto a la vorágine multiétnica que esculpe la esencia del limeño, sin sentir que por ello perdían alguna originalidad. Un ejemplo representativo de este fenómeno son los restaurantes chinos denominados "Chifa", fusión gastronómica chino-peruana, con rasgos que la distinguen de las demás culinarias de origen chino. Resulta curioso que los inmigrantes chinos, en general, pasaran por un proceso de inmigración interna dentro del Perú para llegar a Lima. Cuentan que los primeros registros de la actividad "Chifa" datan de los años 1863 y 1874, en las ciudades de Camaná (costa sur peruana) y Huánuco (centro oriental peruano) respectivamente, y para cuando se instalan en Lima a principios de 1900 ya han logrado una fusión cultural que les permite entrar a la capital como otro inmigrante más del interior peruano. En la actualidad se calcula que sólo en la ciudad de Lima existen unos cinco mil "Chifas".
Ser «criollo» en la mayoría del continente americano significa pertenecer a una cultura derivada de varias razas.
Ser «criollo» en Lima es pertenecer a una raza con varias culturas.
Lima tiene esperanzas muy especiales….pero el camino de la esperanza puede ser especialmente sombrío.


Perú y la tentación Utópica

Huaca Pucllana,
linaje vigilante en el centro de Miraflores

Ser un pueblo de pueblos no es tarea fácil, la necesidad de equilibrio es extrema y se necesita mucha organización para lograrlo; y al recorrer la avenida Abancay se siente que el proyecto peruano de unificación social y económica está en la cuerda floja, el caos vial y peatonal y los grandes contrastes presentes en sus pocas cuadras de longitud vaticinan que Perú pudiera pasar por varias desilusiones antes de lograr enrumbarse hacia el bienestar. La clara conciencia política contenida en la frase de mi casera limeña, «Sendero Luminoso fue la última terrible lección, los peruanos perdieron la inocencia y saben cuál es el reto»; se torna vulnerable ante el alto índice de desigualdad que favorece a la tentación del «comunismo utópico» que, a sabiendas de que en río revuelto se pescan peces, teje pacientemente sus redes en espera del momento preciso para aprovecharse del desesperado. Terrible tentación la del camino que conlleva a la «desilusión comunista». ¡Qué cómodo es imaginar que la solución está en hacer borrón y cuenta nueva! ¡Qué terrible y funesta fantasía! ¡Lo poco existente derrumbado por fantasear con el mito del Fénix!
Imagino, o quiero imaginar que un pueblo experimentado y hacendoso como el peruano no otorgará más que un «¡Vade retro Satanás!» a la simplona idea del empezar de cero, a la irreal fantasía del comunismo radical que desde principio del siglo veintiuno ha vuelto a vender acicaladas esperanzas en Latinoamérica.

La lotería comunistoide de Latinoamérica

Los pueblos de baja autoestima terminan fantaseando espejismos comunistoides. Cuando nos damos por vencidos, cuando somos aplastados por la resignación a la propia incapacidad, es fácil caer en la tentación de proyectar la culpa afuera y que se nos ocurra que eliminando la comparación con los que le va mejor se remediarían todos los males, y es que por matemática simple (e ingenua) se puede imaginar que si estuviésemos nivelados a cero ya no habrían números (ni positivos ni negativos). Es defecto mórbido de la matemática psíquica que restar sea más fácil que sumar, y así, al ser todos (hipotéticamente) igualados como sardinas en un cardumen, desaparecería el complejo de inferioridad (las sardinas no se sienten inferiores ante las demás sardinas porque sólo son lo que son: sardinas). El problema del argumento salta a la vista: los humanos no somos sardinas.
En Latinoamérica se venía rifando una utopía, el pensamiento mágico de gente cansada de su propia realidad y con la autoestima por el piso eligió por la lotería y… ganó Venezuela.
Es sabido que la ludopatía aumenta proporcionalmente a la disminución del amor propio, que la venta de loterías crece en épocas de vacas flacas, que la gente apuesta más cuando el premio es mayor; y en este caso el premio era tan inmenso como lo puede ser una utopía, los venezolanos compraron casi todas las fracciones y ganaron el premio gordo: Chávez.
Hoy, Ollanta Humala es presidente del Perú. Corren rumores de su compadrazgo con Chávez y cuando el río suena piedras trae, y en este caso serían rocas, de otrogar amnistía a Abimael Guzmán. A cada pueblo le corresponde recordarle a su presidente que es un empleado del pueblo y no el dueño del país. Mis mejores deseos de que la memoria de lo que fue sendero luminoso logre sobrevivir y haga cátedra, olvidar sería nefasto.

martes, 15 de marzo de 2011

Consulta Portátil de Psicología en Santiago de Chile (1) Sobre humildad y solidaridad

LOS 33 DE LA SOLIDARIDAD
Eran horas de almuerzo tardío en el Mercado Central de Santiago de Chile y discurríamos con los tenderos de las pescaderías que nos mostraban con disposición y orgullo el gigantismo de los mariscos chilenos, cuando explotó un grito multitudinario que sacudió las estructuras del viejo edificio. Los gritos se transformaron en ráfagas y luego en tornado. Y antes que nos enteráramos de lo que pasaba, el caos de exclamaciones individuales se reunió en una sola voz como de hinchada de fútbol: CHI CHI CHI – LE LE LE ¡VIVA CHILE!
Hacía muy poco que el mundial de futbol había terminado y ante la desorientación por la sorpresa pensé que los hinchas del Mercado festejaban un gol de su selección, pero pronto se fueron aclarando algunas frases entre el marullo, frases concretas que develaban el misterio: «¡Están vivos!». «¡Los 33!». «¡Los mineros están todos vivos!».
Los mineros enterrados desde hacía 17 días habían enviado un mensaje, y el papel decía: «Estamos bien en el refugio los 33»

La buena nueva en la tv del mercado

La felicidad deja de ser “ausencia de miedo” para transformarse en “belleza” cuando es colectiva. ¡Qué hermosa y contagiosa es la felicidad colectiva!

Alegría solidaria
No se me ocurre una manera mejor para precisar la solidaridad chilena que mencionar su fuerza, su intensidad contagiosa, y por ello lloramos de alegría viendo los televisores del Mercado Central, lloramos de alegría por contagio, porque todos estaban llorando con una sonrisa en los labios. La solidaridad chilena hace que cualquier persona que pise esa tierra se sienta en casa, se sienta chileno. ¡Viva Chile!

LA DOCTA HUMILDAD
«Docta humildad» parece ser el rasgo dominante entre los chilenos de hoy día, y con lo de «docta» y «hoy día» procuro asentar lo obvio: que este pueblo es el resultado de la concienciación de los avatares ocasionados por la soberbia política en los últimos 50 años. Y por ello, hoy en día, la «soberbia» pasó a ser el antónimo perfecto de la «chilenidad».
Santiago se nos mostró como una ciudad feliz, basándonos en que la felicidad es: la ausencia de miedo. En Santiago es fácil sentirse cómodos, como en casa y entre familia.

Una ciudad feliz.
Caminando por Santiago las palabras que vienen a mi mente con libertad de vuelo de ave son, humildad, solidaridad, colaboración, palabras que en sí mismas evocan el concepto de hermosura, y de allí a la belleza hay un paso mínimo. Una de las definiciones más modernas de belleza es: la ausencia de dolor. Aunque el dolor es un concepto cuyo alcance nunca se me ha dado bien demarcar, lo cierto es que Santiago y su gente me hacen pensar en la belleza como algo puro, sin maquillaje, simple y poco elocuente como ha de ser la verdad. Hace apenas seis meses que el país sufrió la sacudida de un terremoto 8,8 y no he encontrado a nadie que utilice el evento para victimizarse (en países como Venezuela, una sequía o una vaguada puede ser utilizada por el gobierno como justificación de sus fracasos durante años).

Tuve la oportunidad de hacer un sondeo curioso: casi todas las mujeres que observé llevaban las uñas naturales o como máximo barnizadas con brillo transparente, un toque delicado, sencillo, natural. Esta observación la llevé a cabo por muchos días durante reuniones, en restaurantes, en el metro, por la calle, en cafés, de día y de noche, el 90% de las mujeres de Santiago llevan sus manos limpias de pintura. Evitaré interpretar este asunto para favorecer que el lector saque sus propias conclusiones.

Al sentarme en una plaza o café a observar la gente pasar, suele sucederme (de manera inconsciente), que me pongo a descifrar las personas detrás de sus semblantes, de sus atuendos, sus poses, sus representaciones sociales; es como si tratara de desenmascarar conocidos en un baile de disfraces.
Sentado en la Plaza de Armas de Santiago observo la gente al pasar y tengo la impresión de que las metáforas y los símiles son innecesarios, lo que veo es lo que es y, nadie se “parece” a nada, la gente simplemente “se ve como es”, un ejecutivo se ve como tal, una señora es una señora, camina como una señora, se viste como una señora, se comporta como una señora; una muchacha camina, se viste, se sonríe como una muchacha, las personas se ven como lo que son.
Pueblo amistoso de docta humildad
Definitivamente en Santiago de Chile no puedo dejar de asociar la belleza con pureza y naturalidad. Y debo volver a remarcar que la chilenidad tiene algo de contagioso, y ha logrado un extraño efecto en mí: siento un inmenso apetito de humildad al tiempo que mi autoestima se ensancha hasta sentirse personaje de un cuadro de Botero; nace para mí un insólito concepto: «la autoestima humilde».


PERO, ¿QUÉ SERÁ LA HUMILDAD?
- En principio la humildad debiera consistir en ocuparse por incrementar la propia autoestima sin menoscabo de los valores de los otros, a la humildad no le interesa competir.
- La humildad no es un valor en sí misma. Antes de ser humilde es necesario alcanzar un nivel de valores elevado. La humildad no nos da valor, es una consecuencia del propio valor alcanzado. Por consiguiente sólo se es realmente humilde cuando el nivel del valor propio es alto.
- La humildad con alta autoestima tiene conciencia de necesitar a los otros y por ello conlleva al altruismo, la colaboración y la solidaridad.
- Para ser humilde primero hay que sentirse valioso, estimarse. Sólo los infelices sufren de la soberbia que planifica dañar al otro.
- La humildad no es una causa sino una consecuencia. La humildad no es una acción sino una reacción. La humildad, al igual que la autoestima, no es incondicional, está condicionada al alcance previo de metas y valores. La humildad no es innata, es un logro.
- A la falsa humildad se le llama hipocresía, la de quien pretende obtener un beneficio aparentando ser humilde.
- El falso humilde anda proclamándose como virtuoso. El verdadero humilde no se sabe tal. La humildad no se alcanza ex profeso, se logra por añadidura. Los humildes no se autopromocionan en su humildad.
- La autocrítica es un paso previo y conditio sine qua non para el ejercicio de la humildad.
- El verdadero humilde puede ser indiferentemente líder o seguir al grupo, pero siempre hablará y pensará (tanto para enaltecer o criticar al grupo), en tercera persona del plural: «nosotros» ―dirá.
- La humildad sabe escuchar pero esto no le impide expresar su opinión que además, por su forma calmada de razonar, suele ser certera. Sin embargo, es una característica del autoestima sana el no querer imponer el propio criterio, y tener capacidad para entender que el otro tiene razones para pensar como piensa (más allá de si opina lo correcto o no). La humildad es un estado donde se hace una cosmovisión bajo el Principio de incertidumbre de Heisenberg.
- Eduardo Punset, divulgador científico de merecidísimo éxito y enorme capacidad para transmitir conocimientos dijo: «El cáncer me devolvió a la manada y, por ello, le estoy profundamente agradecido». Este es un pensamiento lleno de «docta humildad».
- ¿Era el Sócrates de «sólo sé que no sé nada» humilde? Sí, pero no sólo por su autocrítica, sino por «saberse» humano; no por lo que no sabía, sino por saber que podía aprender mucho más (por saber «qué» no sabía); la humildad no es el reconocimiento como débil, sino tener conciencia del poder de la mente y aceptar el reto.
- El humilde es valiente y como tal enfrenta retos válidos y no falacias como la guerra (pido disculpas a Nietzsche, a quien admiro como padre espiritual en filosofía y de quien respeto muchísimos pensamientos. Para él la humildad era una falsa virtud detrás de la cual el sujeto esconde sus frustraciones y debilidades, y la verdad es que no discrepo con él, ya que Nietzsche se refería a la falsa modestia cobarde, gatos que algunos tratan de pasar por liebre. Y la humildad a la que me refiero aquí nada tiene que ver con el espantadizo perfil de la modestia).
- Creo que todos hemos pensado alguna vez que si el mundo estuviera dividido entre los que hablan sin escuchar, y los que escuchan sin hablar, escogeríamos pertenecer al grupo de los oyentes. ¿A cuál de los dos grupos pertenecerían los humildes? Es en este sentido en donde se diferencia la humildad de la que hablaba Nietzsche de la que defendemos aquí. Resulta no poco difícil imaginar a los proselitistas políticos o religiosos dentro del grupo de los humildes.
- Los principios de la Escuela de Psiconomía nos llevan a pensar que la piedra fundacional de la humildad es la Auto Conciencia de Muerte (ACM), único verdadero antídoto contra la siempre funesta búsqueda de inmortalidad que lleva al hombre a imaginar que, imperando sobre los demás, obtendrá de alguna manera el premio de la vida eterna. La verdadera humildad está clara de su finitud y vive con «responsabilidad evolutiva» sin esperar nada a cambio.

¿¡CUESTIONAMIENTOS HUMILDES!?
- ¿Qué sistema de pensamiento es más humilde (o cuál es más soberbio): el evolucionismo o el creacionismo?
- ¿Copérnico y Charles Darwin actuaron con soberbia o con humildad?
- ¿Es acaso una contradicción que los mismos creyentes que profesan la humildad como dogma de vida justa, se consideren a sí mismos hijos predilectos y centro de los intereses de Dios?
Ahí se los dejo…
Un trago "Terremoto" en el "Hoyo" de Santiago de Chile: un "humilde" clásico.