sábado, 15 de mayo de 2010

Consulta Portátil en Barcelona (3) Síndrome de La Sagrada Familia

Barcelona es un reloj caprichoso...

Manecillas irreverentes mezclan el tiempo a su antojo. De un sólo vistazo, desde el parque del Putget, se puede otear con el ojo izquierdo las agujas de la Sagrada Familia mientras el derecho observa un moderno rascacielos en forma de bala, la torre Agbar. Los ojos se encargan de focalizar y superponer las imágenes generando una sola panorámica y la mente hace el resto y, entre otras cosas, compara:
El proceso de construcción de la torre Agbar de 145 metros de alto, se alargó durante cerca de 6 años desde que a mediados de 1999 se iniciaron las actividades hasta principios de 2005 en que se dio por finalizada la obra. Mientras que el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia fue iniciado en 1882 y sigue en construcción hoy día. Seis años versus ciento veintiocho. ¿Por qué tanta demora? Razones no deben faltar, pero nuestro blog no está para escudriñar la historia de la arquitectura, sino lo que de humano haya hasta en las piedras.
Un evento fortuito me llevó a una afortunada abstracción, les cuento.
Pasaba por los alrededores de las taquillas de entrada del templo y observaba las largas colas de turistas que esperaban ansiosos por entrar a ver de cerca la obra de Gaudí, cuando mis oídos se detuvieron en la algarabía que venía de un grupo de italianos. Parecía una de esas colosales familias italianas que salen a turistear todos juntos (en familia le llaman) cargando desde el bisabuelo hasta el último nieto todavía en el vientre de la bisnieta embarazada. La discusión trataba sobre el motivo de la fila de personas, unos decían que era para entrar y otros debatían que era para pagar la entrada. Era evidente que no leían el español de los letreros que indicaban el coste del ticket de acceso, o tal vez no querían leer, lo cierto es que estaban discutiendo si se pagaba o no para entrar. Sin darme cuenta me había detenido a observar al inquieto grupo y de pronto veo que una de las señoras del clan, que por la edad y la comparación con los demás miembros de la “colosal familia” debía ser una bisabuela (aunque no era anciana), se me queda mirando con ojos de ¿habrá un alma piadosa que nos aclare esta confusión? ¿Alguien que nos explique si hay que pagar para entrar y así saber si nos metemos en la fila a esperar nuestro turno o no? Yo, creyendo entender el mudo mensaje le digo en italiano: «L'entrata costa 12 €».
De inmediato la bisabuela protestó con una imprecación en lo que creo que era dialecto romano, y seguidamente todos los miembros de la colosal familia (hasta el nonato de la bisnieta desde el útero) gritan en italiano: «Mai vista una roba del genere! Pagare per entrare a una chiesa! ¿Siamo tutti matti?...» (¡Nunca se ha visto una cosa así! ¡Pagar para entrar a una iglesia! ¿Estamos todos locos?...)
Interesante punto de vista el de los italianos colosalmente escandalosos. Cuando a mí me había tocado pagar para entrar no se me había ocurrido que aquello pudiera tener alguna connotación misteriosa. La verdad es que pagar para entrar a una iglesia es extraño, pero tal vez mi mente (como la de todos los que hacen cola para entrar) estaba ocupada en pensamientos de otra sublimidad, una fascinación estética que de místico sólo tuviera una lejana reverencia al «Gran Arquitecto Universal», y por lo tanto, pagar para entrar a una maravilla arquitectónica era un acto, símbolo o gesto habitual de un ritual atávico y heredado (quién sabe cómo) de un recóndito gen masónico.
La Sagrada Familia...
por los siglos de los siglos...
inconclusa.
He visitado unas cuantas catedrales y templos de diversas culturas y religiones, y sólo recuerdo haber pagado entrada para ver La última cena de Da Vinci en el refectorio del convento dominico de Santa María de las Gracias en Milán, y para ver la Capilla Sixtina en el Vaticano, pero en ambos casos se trataba de ver un tesoro artístico en salas separadas de las naves del templo. Definitivamente creo que La sagrada Familia es el único templo en el que he pagado para entrar, y no precisamente un precio tan modesto que se le pueda definir como franciscano, y para rematar: ¡el templo ni siquiera está acabado!
Reflexionando lo anterior fue que tuve la «afortunada abstracción» que anuncié al principio. Justamente por no estar acabado el templo es que pueden cobrar entrada: de estar habilitado para dar misa formalmente, no se podría regular el acceso.
Pero si bien lo anterior pudiera explicar la estrategia de cobro y la falta de prisa en terminar la edificación, queda por responder de dónde sale el ánimo y la voluntad de quienes pagan para entrar a una iglesia inconclusa y en plena construcción (adentro se camina entre atareados albañiles, que ahora me da la impresión de que son meros «sisifos» impenitentes).
No creo que la noción del Gran Arquitecto sea la inspiración (es muy agarrada por los pelos) que mueva la curiosidad de los visitantes, y tampoco creo que sea difícil concluir que La Sagrada Familia tiene, para sus seguidores, el valor de las cosas inconclusas.
Góticamente hablando (obviando a Inglaterra, la gran madre gótica) el Duomo es más imponente. Pero el Duomo es historia porque está hecho, acabado. Mientras que La Sagrada Familia «no es», y «ser» de alguna manera implica morir. Vivimos mientras hacemos, mientras cambiamos, y he allí el hallazgo de Gaudí y su elección de la manera medieval de construir cambiando los planos «en movimiento», haciendo que cada acto dependa del momento y logrando así que la obra sea interminable y por ello atractiva para el ser común que siempre estará tentado por el tesoro de lo Eterno (léase: inacabado).
En fin, Gaudí parece haber llegado a la lucidez de que una obra, para ser verdaderamente inmortal, debe permanecer inconclusa. Y aquí apareció la «afortunada abstracción» que ¡al fin! voy a explicar.

Síndrome de la Sagrada Familia

Desde hace tiempo he buscado un nombre para definir un síndrome muy frecuente en nuestra cotidianidad y estas reflexiones me facilitaron el nombre adecuado.
El síndrome en cuestión trata sobre la tendencia a no terminar lo empezado, a posponer ad infinitum tal proyecto o dejar para luego tal meta a punto de ser alcanzada, a dejar para luego la finalización de un trabajo, a dejar cabos sueltos con la excusa de que «después lo concluyo», la tendencia a no cuajar un plan, a dejar detalles para luego, la tendencia del «mientras tanto, mientras siempre». Esta propensión es tan común y prolífica que merecía tener (a mi parecer) una enunciación propia.
Y en este momento nada me parece más apropiado que llamarlo “Síndrome de la Sagrada Familia”: el placer de lo inacabado. No sólo le da beneficios secundarios al dueño, sino que también puede convencer a otros de su valor…, lo inacabado es todo un éxito de mercadeo psicológico.
El beneficio secundario del Síndrome de La Sagrada Familia es que se puede seguir fantaseando con la perfección absoluta mientras no se haya culminado la obra. Quien entra al templo (previo pago) no sólo ve lo que hay sino que imagina lo que falta (el truco es que siempre falte más de lo que haya), si yo no subiera al blog este post, podría seguir imaginando que editaría estos párrafos hasta que dejaran de parecer escritos en lengua humana y llegaran a ser lenguaje de ángeles, y que la gente encontraría en ellos la salvación misma, o, al menos, como pasó con el poema «El Cuervo» de Poe llegará a ser un escrito perfecto de su genero.
Pero si publico el post, me expongo al escarnio público, aunque ello no es lo más terrible en comparación con la tragedia implícita: la evaporación de las fantasías de perfección.
El beneficio secundario de lo inacabado es que siempre se lo puede imaginar mejor de lo que es, puede cambiar y el cambio es oportunidad y la oportunidad da para todo.
El Síndrome de La Sagrada Familia es una sentencia mental, de esas que es fácil creernos y que reza: «no terminar las cosas permite vivir de esperanza».
Aviso: pretender vivir de ellas es «a propio riesgo »

domingo, 2 de mayo de 2010

Consulta Portátil en Barcelona (2) Gaudí y Jack el destripador



Gaudí y la herencia de Jack el destripador.

A veces me despierto (por la mañana o después de una siesta) como liberado del raciocinio, y en las pocas oportunidades que esto sucede me permito cosas que más de unos cuantos llamarían libertad, y evidentemente este permiso moral siempre tiene como finalidad el placer.
En esa situación me encontraba cuando me deleité imaginando que Gaudí en 1888 se replanteaba el proyecto del Templo Expiatorio de La Sagrada Familia, me imaginé que antes de ir a su oficina de arquitectura, desayunaba en su casa siguiendo ávidamente en el periódico el caso londinense de Jack el destripador. La influencia de Londres, indiscutible capital de lo gótico, se renovaba diariamente en la mente de Gaudí gracias al misterio del destripador.
Aprovechándome de la negligencia de la historia al respecto de lo anecdótico personal, me dejé tentar por la elucubración para llenar los resquicios históricos y Jack el destripador se me apareció como una secreta inspiración de La Sagrada Familia, y así siguieron fluyendo las ideas en asociación libre, Jack el destripador como conexión entre el gótico ingles y Barcelona; la perversión de Jack el destripador como esencia de la subversión catalana del gótico ingles, un asesino inspirador de lo místico, el asesinato al principio de la religión, la muerte del cristo por manos del padre repotenciada en la figura del asesino tan omnipresente que se vuelve imposible de atrapar.
Llegado a este punto no había razón para no seguir permitiéndome deslices, esta vez de corte poético-místico: la imagen de Jack se instaura en la memoria de Gaudí como fondo de agua, incierta, inasible, etérea, igual que nuestra universal idea de Dios. Y siguiendo con la fantasía, las chorreantes figuras de La Sagrada Familia ya no son especiales representaciones de las formas de la naturaleza, sino una subversión sublimada de la morbosidad humana. Entonces Gaudí ya no se me presenta como un épico arquitecto del paraíso, sino como un alma atormentada del purgatorio. Y todos conocemos cuál es la verdadera condena, el verdadero suplicio del purgatorio: la espera. Y Gaudí decide proyectar una obra «para siempre inconclusa», con la morbosa intención de contagiar a todos con su drama personal, que es el drama de todos: saberse mortales limita cualquier proyecto. Y así nos lo hizo saber el mismo Gaudí cuando sentenció el inacabado eterno de su Templo: «Cada siglo tendrá su aporte a la Sagrada Familia». Y tal vez sea esa la causa de nuestra fascinación hacia este templo en continua construcción: ¿Quién no ha imaginado ser en si mismo el iniciador de una estirpe que a través de sucesivas generaciones logre hacer de su propia familia una cosa sagrada? Gaudí nos embeleza en la imagen de nosotros mismos.
Entonces, si todos somos Gaudí ¿quién de nosotros es el destripador?