El argumentum ad lazarum es una falacia que propone que la pobreza dota de méritos extraordinarios a los pobres. También es usado para hacer creer que el pobre lo es por falta de malas intenciones. El cristianismo está lleno de estos argumentos.
Para no pecar de rebuscado, utilizaré como ejemplos de argumentum ad lazarum los que pone la Wikipedia:
«—Los monjes han hecho votos de pobreza. Seguramente gracias a ello han obtenido una iluminación especial que los hace más sabios.
—En una discusión entre empresarios y obreros hay que dar la razón a los obreros porque son más pobres.
—Este político se ha bajado el sueldo, por tanto seguro que lo que dice es correcto».
Tomando un atajo, pudiéramos decir que todo «argumentum ad lazarum» se traduce más o menos de la misma manera: «si es pobre, es bueno».
Supongo que esta falacia se sostiene en el imaginario colectivo debido a que se piensa que alguien, por ser pobre, no es una amenaza. Y esto pareciera ser realmente así para aquellos que ostentan el poder, debido a que las herramientas necesarias para amenazar al «PODER» están muy a trasmano para los pobres. Y pareciera ser ésa la principal causa por la que el poder los utiliza (a los pobres) como escapulario ajeno para ganar indulgencia. Al poder por el poder mismo no le interesa otra cosa que cuidar su empoderamiento, y ante esta prerrogativa le resultaría riesgoso asociarse con quien tenga las cualidades necesarias para ser tentado a quitarle el poder. Por ello el poder utiliza a los pobres como justificación, como razón de ser y como soldados que, por su condición, aceptan mantenerse firmes en la intemperie a extramuros del castillo, para defender el trono del poder que ellos no ambicionan por saberse limitados en su condición de pobres. Para el poderoso el pobre es definitivamente conveniente.
En países comunistoides como Venezuela, los poderosos son grandes consumidores de pobres, y utilizan eufemismos altisonantes para contentar a la pobreza, uno de los más rimbombantes es el de nombrar a los pobres como «el soberano», aunque este calificativo es utilizado sólo en discursos de especial esplendor o cuando quienes ostentan el poder amanecen con una excepcional euforia digna de un estreñido que tiene éxito después de una semana de fracasos, para el resto de los días tienen un diccionario entero de eufemismos para el ensalzamiento cotidiano de la pobreza, y entre ellos el más frecuentemente utilizado, casi como la ropa de andar por casa, es el de llamar a los pobres «el pueblo» con un acento retórico que deja entender que sólo es «pueblo» quien ostenta la categoría de «pobre». Y aquí entramos a una de las paradojas del poder: el pobre es admirado por ser pobre, pero a su vez se le manipula ofreciéndole una esperanza de cambiar su condición de pobre, y esta esperanza está basada en la eliminación de los que no son pobres, los cuales por antinomia son denominados «ricos» y satanizados como los culpables de la pobreza. En estas últimas palabras ya vemos otra paradoja: la pobreza es admirable pero son detestables las causas de la misma. Sin embargo estas paradojas sólo deben preocupar al pobre mismo, que al imaginarse un futuro donde ya no sea pobre perdería la admiración de los poderosos y pasaría a formar filas de los detestables «ricos» que a su vez generarían los pobres que pasarían a ocupar el lugar perdido de admiración de los primeros. Sospecho que es muy poco probable que algún pobre no quiera cambiar su condición para seguir ostentando la admiración de los poderosos, pero en asuntos de probabilidades todo es posible. Lo que sí parece claro es que estas paradojas no perturban al poder, a quien le basta con no cumplir con las esperanzas prometidas para que los pobres sigan gozando de su privilegio de ser «pueblo soberano».
Pero resulta aún más interesante que la ilusión de que los pobres no sean peligrosos (ilusión que se desdibuja fácilmente al ver que los barrios de pobreza son los focos de mayor peligrosidad, violencia y delincuencia en la sociedad), contagia en el error al resto de la población, aquellos que sin ser financieramente pobres no ostentan mayor poder y son víctimas de la delincuencia antes mencionada. Supongo que en gran parte este fenómeno provenga de lo conveniente que resulta a todos tener una excusa multiuso a la mano, y para ello no viene nada mal un argumentum ad lazarum guardado bajo la manga para usar como último recurso al ser pillados infraganti y desprevenidos: «Entiéndanme ¡soy pobre!».
El argumentum ad lazarum parece estar arraigado en la cultura venezolana que es gran consumidora del pensamiento mágico y por lo tanto de brujerías, espiritismos, leedores de tabacos, médiums, y una larga serie de privilegiados comunicadores sociales con el más allá, que, sustentan gran parte de su credibilidad en la pobreza en la que viven y ejercen su profesión mesiánica. Brujo que se respete atiende a sus clientes en un rancho de latas con piso de tierra, orinal «detrás de la mata», letrina de campo y aguas servidas que encharcan los alrededores evaporándose en un particular hedor sulfuroso que le pone la guinda al ambiente de pobreza que le otorga credibilidad mágica a las buenas intenciones del curandero espiritual. Según mis cálculos, el 80 por ciento de los venezolanos ha acudido en algún momento a las artes mágicas de estos pordioseros mendicantes de ayudas sobrenaturales. En el imaginario colectivo del venezolano, un brujo rico no es confiable. Los políticos venezolanos son grandes consumidores de brujería, por ello, lo primero que hacen al ascender al poder es rebajarse el sueldo. Y como la brujería está emparentada con la religión (aunque mantengan peleas de familia), es lógico que los poderes mágicos sean más poderosos y más mágicos cuanto más pobre sea el brujo porque en algún escrito, de esos que apetecen leer sus primo hermanos, los curas, reza que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre al reino de los cielos. Debo confesar que este asunto me ha hecho imaginar al reino de los cielos como un gran barrio de extrema pobreza, porque de lo contrario, sería una paradoja de tal magnitud que no habría falacia que pudiera sustentarla. Y supongo, que en el fondo, el argumentum ad lazarum debe gran parte de su popularidad a esta visión de la vida después de la muerte. No tendría sentido vivir la vida tratando de enriquecerse si ésta no es más que un entrenamiento para la vida del más allá en los miserables ranchos ya descritos.
Y a pesar de correr el riesgo de que me juzguen de ingenuo, quiero suponer que las noticias que leemos en estos días en el Vatileaks, han sido mal interpretadas por mentes enfermizas que suponen que ciertos monseñores del Vaticano se hicieron del dinero destinado a los pobres comprando edificios de lujo y armando burdeles de cinco estrellas para beneficio personal. Siendo (para mí), bien otra la realidad, en la que, por abnegación espiritual, cardenales y obispos se deshicieron del dinero de la caridad para que los pobres no perdieran su potestad y pudieran seguir su camino hacia el cielo de ranchos de latas y sulfurosas aguas servidas; e hicieron todo esto donando el dinero a instituciones inocuas para las almas castas, porque burdeles para ricos sólo pueden extraviar más por el mal camino a quienes ya están perdidos, y por esto me asombra que la crítica principal se dirija a la suntuosidad, al lujo y alto precio de las propiedades compradas por los monseñores ¿es que acaso no está a la vista lo diferente que habría sido si ese dinero hubiera sido invertido en burdeles de poca monta y bajo costo frente a los cuales pudieran caer en tentación los pobres perdiendo así el cielo de orinales detrás de la mata y letrinas de tierra?
El argumentum ad lazarum le debe su nombre a la parábola del Nuevo Testamento llamada «El rico y Lázaro». El Vaticano sabe lo que hace.
¡Ops! Creo que con este post caí en el argumentum ad lazarum. Sorry.
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