Al atardecer, caminaba a cuatro ojos (que es la
manera como deben transitarse las calles de Ciudad Ojeda: sondeando los cuatro
puntos cardinales al mismo tiempo, pendiente de que un delincuente no nos salga
al paso), como decía, caminaba en actitud maniática por una calle desolada de
Ciudad Ojeda cuando oigo que alguien me llama: «Psss. Doc, oiga Doc…». Una
sobredosis de cortisol disparó mi alerta y en segundos divisé de dónde venía la
voz. Alguien metido en un recolector de basura me llamaba con la mano, tenía un
sombrero de explorador y tapaboca de cono, las manos enguantadas de blanco sostenían
un par de binoculares. ¡Pánico! Debía ser un asaltante y, con esa vestimenta, loco
de remate.
Suspiré de alivio cuando me dijo: «soy yo Doc,
Godot».
― ¡Casi me matas del susto! ¿Qué haces allí metido?
― Estoy haciendo una doble investigación, por
un lado trato de entender la esencia de este pueblo analizando su basura; y por
el otro lado, desde este magnífico puesto de observación, analizo el modus operandi de los asaltantes de
carretera y la reacción de las víctimas. Se sorprendería de todo lo que he
visto. Este pueblo es digno de estudio.
― ¿Qué puede tener de tan interesante una
ciudad minera venida a menos en un país tercermundista con una mayoría de
personas cuyo interés más auténtico es el de parecerse al vecino?
― Mi querido amigo, este es "el pueblo al
revés" con la cola sobre los hombros y la cabeza entre las piernas.
― ¿Por qué dices eso, Godot?
― ¿No se ha dado cuenta que esta gente se la
pasa hablando de política, criticando la corrupción del gobierno, sus malversaciones,
incapacidades, como preocupados de que jamás llegara a lograr su objetivo?
― Si claro, el gobierno sólo habla de juicios
hipotéticos y la gente repite como guacamayo. No hay tema u objetivo que no se
ahogue en chácharas, y si habláramos de su incapacidad administrativa, no
terminamos más.
― ¡Pues eso es pensar al revés! El problema no
está en sí la revolución es capaz o incapaz, o si se tardan demasiado en
alcanzar el objetivo. El problema está en que ¡el objetivo mismo es una
distopía!
― ¿Distopía?
― Le he advertido muchas veces que se le está
atrofiando la lengua por pasar tanto tiempo entre gente que no valora el
lenguaje, gente para quien una silla, una mesa, un dressoire Luis XVI, un
sillón mecedora, un sillón Chester, un diván, o un sofá, son todos "muebles".
Las cosas tienen su nombre, querido amigo.
― Mea
culpa, lo reconozco.
― Distopía es la antítesis de utopía. Los dos
conceptos pertenecen a la misma categoría: son situaciones hipotéticas, estados
imaginarios. Pero su sentido antitético radica en que "utopía" es el
ideal de una situación deseable, mientras que "distopía" es el ideal
de una situación indeseable. El objetivo de este gobierno con sus pretensiones de
"socialismo agarrado por los pelos" es acabar con la propiedad
privada, quitarle a cada individuo del pueblo sus pertenencias para dejárselas
sólo "al cuido", mientras el estado (léase: unos pocos) es el dueño y
señor de todo.
― Pero…, por ejemplo, ¿Consideras distopía el
ideal de darle una vivienda a cada desposeído?
―No, no, no. Usted sigue sin entender.
Facilitar al pueblo la adquisición de vivienda no es exclusividad de un
gobierno socialista, es tarea de cualquier gobierno sin importar la ideología
que profese. Así que, la construcción de viviendas populares no es algo
distintivo de ideología política alguna, tal vez usted lo entienda mejor si se
lo explico en términos de la semiología clínica. En semiología se dice que un síntoma es
patognomónico cuando el mismo asegura la presencia de determinada enfermedad;
así la fiebre no es un síntoma patognomónico de la amigdalitis, pero la infección
de las amígdalas sí lo es. Pudiéramos decir entonces que los signos y síntomas
patognomónicos de este socialismo a la machimberra son: la expropiación de empresas
prósperas, de las tierras productivas, de la propiedad privada, bajo excusa (las
excusas no son razones) de luchar contra el capitalismo y de que el estado como
patrón funciona mejor que quien levantó los cimientos de dicha empresa. Pero
favorecer la salud, la educación, la vivienda y seguridad del pueblo no es
patognomónico de ningún gobierno en particular, es un derecho humano. Lo que
puede considerarse propio de cada gobierno es la forma, el método en cómo hacer
las cosas.
―Pero, suponiendo que lo haga bien, y que esto
traiga bienestar a todos, el asunto terminaría realizando una bella utopía.
― ¿Y usted se llama a sí mismo psicólogo? ¡No
ha entendido nada! ¿Utopía sin propiedad privada? La propiedad privada es
esencial para la vida de los seres humanos, ¿es que no se ha dado cuenta que "propiedad
privada" es el termino usado en jurisprudencia para denominar lo que en psicología
se llama "autoestima"? Y supongo que usted estará de acuerdo que sin
autoestima el ser humano no puede soportar la vida, a menos, claro está, que
esté dispuesto a perder su condición humana misma. Sin autoestima sería
inevitable caer en una melancolía que llevaría al sujeto a una degradación mortal.
Dígame ¿Qué cosas componen la autoestima?
―La autoestima es aquello que el sujeto siente
que le da importancia a su vida, es todo lo que el sujeto valora y da sentido a
su existencia. La autoestima está compuesta de lo que la persona sabe, hace,
tiene y es. Por pensar en lo que sabe y quiere saber, en lo que hizo, en lo que
hace y en lo que quiere hacer; por pensar en lo que tiene y quiere tener; y en
lo que es y quiere ser, por pensar en todo eso le encuentra sentido a la vida. La
autoestima es lo que alguien puede llamar «suyo» (su-"yo", o sea,
todo lo que sea parte del "yo" de él). Sin autoestima no hay voluntad
de vivir porque a la persona le daría igual todo, lo que es lo mismo que no
importarle nada.
― ¿Me entiende ahora porque digo que este
pueblo piensa al revés? Porque de alguna manera tanto el gobierno como quienes
lo aúpan están pensando en un objetivo distópico, indeseable, terrible para el
ser humano: eliminar la autoestima. El futuro no existe querido amigo, tal vez
sólo existe el pasado y fugazmente puede que exista el presente, lo cierto es
que si usted en el presente destruye, en el futuro cosechará destrucción.
—Es cierto que el discurso político de este
país pareciera desconocer el presente. Como un satélite destinado a no
encontrarse nunca con el planeta que orbita, su discurso sataniza al pasado y
propone un futuro cada vez más lejano.
—Es insulso pretender armar un sistema de
pensamiento cambiándole el nombre a las cosas, cambiando los dueños, sin darse
cuenta que las expropiaciones destruyen el pasado de la nación, en el pasado no
se puede construir, sólo se puede construir en el presente. Los pobres se creen
iluminados por haber descubierto que es más fácil apoderarse de lo que otros
han hecho que hacer algo nuevo. Es lícito derrumbar edificios viejos e
inseguros para sustituirlos por nuevos en el mismo terreno, pero eso sólo es
válido cuando no hay más terreno y éste, amigo mío, es un país baldío.
—Lectura desafortunada de «Rebelión en la
granja» de Orwell.
—Ojalá sólo fuera una lectura desafortunada,
mi querido amigo. Ahora me despido porque voy a seguir estudiando la basura para tratar
de entender esta cultura.
Como si estuviera en un ascensor, mi amigo
Godot se fue hundiendo entre los desechos hasta que sólo quedó en la superficie
su sombrero y los binoculares por los que supongo seguiría su observación del "pueblo
al revés".
Continué mi caminata hasta darme cuenta que no
iba a ningún lado y regresé a casa sumido en cálculos imposibles: ¿cuánto
tiempo nos pasamos caminando hacia ninguna parte?
EL ANTI-CIUDADANO MUNDIAL En el fondo
siempre sospeché que en mi búsqueda del «ciudadano del mundo» encontraría
primero su antítesis: el «anti-ciudadano mundial». Este asunto de encontrarse
primero con lo opuesto es usual en las búsquedas. Ya me había sucedido, por
ejemplo, que al buscar la pareja de mi vida me encontrara primero (y en
repetidas ocasiones) con la pareja de la vida de otro.
En el estado
Zulia de Venezuela encontré un gentilicio con la capacidad de dar la espalda al
mundo. Personas ajenas a los conflictos de la humanidad. Una idiosincrasia de
vivir «aparte», que les permite ver el calentamiento global, el pensamiento
verde, la conservación ambiental, como intereses ajenos originarios de «otras
partes». Este gentilicio ha desarrollado la habilidad de aislarse del interés
común como si la humanidad perteneciera a otra especie lejana geográfica y
genéticamente. Este egoísta linaje zuliano logra vivir desentendido de los
lenguajes universales, no sabe y no le interesa saber sobre capas de ozono, o
especies en extinción, o reciclaje de la basura, y por ello viven en islas
personales en las que ya no hay iguanas porque las matan en período de reproducción
para comerse sus huevos, y donde cualquier suelo es bueno para tirar la lata o
el vaso de plástico.
(En el estado
Zulia se acostumbra a comer iguana. La época preferida para cazarlas es el mes
de enero porque las iguanas están cargadas de huevos (enhuevadas). Mi amigo Godot
se encontró con un lugareño que le comentó que ya no se conseguían iguanas. Godot
le preguntó «¿Por qué enero es el mes preferido para cazarlas?» A lo cual el
lugareño respondió «en enero las iguanas están enhuevadas. Lo huevos son lo más
sabroso». A esto mi amigo Godot responde «¡Qué astutos! ¡Váyase a saber por qué
escasean!». El lugareño asiente con resignación ante el comentario de Godot «¡Sí,
es un misterio de Dios!».)
Resulta entendible (aunque pueda parecer paradójico) que
este tipo de carácter tenga la predisposición a ser demagógico criticando al
vecino de la izquierda que le tira la basura en su patio, al tiempo que ellos
mismos tiran sus desperdicios al patio del vecino de la derecha. Cada quien se
deshace de su inmundicia arrojándosela al otro. Y se gritan «¡Sucio! ¡Cochino!» unos
a otros desde la más alta cima de su pocilga.
Pero no se crea que
lograr tal aislamiento egoísta sea cosa fácil o gratuita. Tal actitud implica
grandes esfuerzos y entre ellos el primero es el de no tener juicio propio
sobre cosa alguna de carácter social. Temas como el derecho a la eutanasia, la
protección ambiental, la ley de desarme, el aborto, los derechos de los homosexuales, la
legalización de la marihuana, Greenpeace, son tabúes que no se tocan y que si
llegan a encontrárselos de frente, cada quien estará dispuesto a defender su posición de no tener posición
vociferando al viento «ya todo está escrito en la Biblia y si no lo está
debería estarlo, en fin, no es mi problema» (esta gente cree en un dios responsable
de cuanto pasa, un dios-chivo-expiatorio).
El anti-ciudadano
del mundo asegura que los otros (la humanidad) están puestos en el mundo para
hacer lo que él no hace. Es por ello que se siente con todo derecho a echar la
basura donde le plazca porque «ya habrá alguien que la recoja». El anti-ciudadano
del mundo se siente con derecho de comerse cualquier animal por más amenazado
de extinción que se encuentre porque piensa «ya deben haber muchos que no se lo
comen e impidan que se extingan». El anti-ciudadano del mundo supone que en
«alguna otra parte» alguien se encargará de reproducir las iguanas (en probeta)
mientras él las mata en su época de reproducción para comerse los huevos. En
«alguna otra parte» alguien debe estar limpiando el océano para que siga siendo
azul y por ello él puede limpiar el motor de la lancha con gasolina en la
playa, o echar al lago de Maracaibo el kerosén con el que limpian las gabarras
petroleras, al tiempo que, desde tierra, se echan al mismo lago todas las aguas
cloacales, y todo esto sin resquemor alguno de conciencia porque piensan «ya se
encargarán los gringos de otra parte de descontaminar la mierda antes de que
les llegue al cuello».
Pero no sólo los
excrementos del anti-ciudadano del mundo afectan a la humanidad. La falta de
empatía (no me cansaré nunca de repetirlo) es el enemigo número uno de la
humanidad, no tanto porque el egoísta no se ponga en los zapatos del otro sino
porque piensa que el otro sólo existe para servirle de zapatero a él. Y en este
gentilicio del que hablo, el ejemplo más resaltante (por devastador) de amenaza
al mundo es que siendo un pueblo que vive del petróleo además cree que le hace un
favor vendiéndoselo, y, a veces, hasta se jactan de benefactores de la
humanidad haciéndose los desentendidos cuando se les quiere hacer ver que la
extracción del petróleo les cuesta 12 dólares por barril y lo venden a 100
dólares, o sea, con 833% de ganancia. Los
países petroleros como Venezuela son los primeros generadores de pobreza en el
mundo. Usureros todos. Pero es imposible que este gentilicio examine su conciencia
porque el pobre que muere de frío en invierno por el prohibitivo costo de la
calefacción a petróleo, o quien muere de hambre en el mundo por el
encarecimiento de la comida debido al gasto energético, ese pobre muere en
«otra parte» y no es su problema.
Tal vez sea lo
anteriormente dicho la razón por la cual este gentilicio profesa el egoísmo que
le transforma en anti-ciudadano del mundo. Tal vez sea su manera de escabullir su
responsabilidad criminal. Y ahora que lo pienso, no deja de ser posible que en
el fondo estos anti-ciudadanos del mundo escondan el secreto anhelo de
abrazarse con el resto de la humanidad y sentirse parte del impulso que mueve
la rueda del mundo, es muy posible que por las noches sueñen con ser Nelson
Mandela, Gandhi o miembros de Médicos sin frontera, pero al despertar no pueden
eludir la necesidad de vestirse de anti-ciudadanos del mundo para deshacerse de
su auto-conciencia de criminalidad.
Siendo el
«ciudadano del mundo» el prototipo de un ser empático, alegre y feliz; su
antítesis «el anti-ciudadano del mundo» no podría sino ser egoísta, triste e
infeliz. ¡Si! ¡Ahora estoy seguro! El anti-ciudadano del mundo debe soñar (en
secreto) con ser lo que no es.
Erase una vez una ciudad llamada Ojeda en donde las cosas simbolizaban
otras. Nada era en sí mismo nada particular, porque todo podía ser otro todo.
Un huevo podía significar desayuno, o simbolizar la Rusia de Fabergé, o una
reina calva o Cristóbal Colón; el número 1 significaba el primero, el único, o
la soledad, o el lunes o el yo. Nada era en sí mismo, todo se desbordaba y
trascendía de si, efervescente, incontenible, dispuesto a ser lo que
necesitáramos que fuera. Hasta que, para la ciudad, el mundo se detuvo. Y la
ciudad enfermó de melancolía, y la melancolía la llevó a la muerte, y los
cuerpos se contrajeron, y el huevo fue de la gallina, y el uno fue un número, y
al morir los signos y símbolos murió el arte y con él la magia, y la vida
perdió todo color quedando reducida a escala de grises, y cada cosa fue la cosa
misma, sólo eso y nada más.
Los primeros síntomas de la enfermedad que terminaría necrosando a la
ciudad comenzaron con la afasia simbólica.
En una hemorragia se fue perdiendo el sentido, los elementos se vaciaron de
su plasma simbólico, de su alma de signo y dejaron de significar otras cosas.
La historia clínica cuenta que en ese momento se perdió el encanto simbólico de
cuando el día lunes significaba esperanza de alcanzar una meta, el martes hacía
honor al dios de la guerra y era el día de la lucha por alcanzar la victoria,
el miércoles representaba la mitad del camino, el jueves era la antesala de la
celebración del guerrero victorioso, el viernes representaba la celebración del
justo (independientemente de cómo hubiera sido la semana), el sábado era la
guinda del helado y el domingo simbolizaba el armisticio y la reflexión. La
enfermedad hizo que cada día de la semana significara lo mismo y la gente dejó
de recordar el calendario. Desde ese día la agenda sólo tendría una anotación
repetida todos y cada uno de sus días: «lo mismo».
Otro de los síntomas de esta afasia simbólica es la sequía degenerativa y
acumulativa del corazón. Las arrugas mutaron en grietas y desapareció la
lozanía del deseo para dar paso a la opaca obligación de soportar, soportar,
resistir, soportar. Ojeda pasó a ser una ciudad sin signos. Al perderse los
signos desaparece el futuro y el pasado cobra solidez de palabra escrita,
perdiendo la capacidad de ser redecorado por el arte mágico con que la memoria
embellece los recuerdos, y así también desaparece el alivio del melancólico que
ya no puede ni siquiera refugiarse en decir que todo tiempo pasado fue mejor. Y
en este callejón sin salida sólo queda el tiempo presente que siempre es lo
mismo y en su inmovilidad se vuelve piedra y polvo será.
LA CIUDAD MÁS FEA DEL MUNDO
Si no existe algo
así como un premio Pulitzer a la ciudad más fea del mundo entonces los ediles
de Ciudad Ojeda están desquiciados, porque sólo si están compitiendo por el
galardón coge sentido la intención destructiva que mantienen contra esta pobre
ciudad.
Los forasteros que visitan
al tercer mundo, miran a su gente, a su trastornado urbanismo con ojos que
parecen decir «¡Perdónalos Dios, no saben lo que hacen!».
Pero en Ciudad Ojeda, quien
observe con más detenimiento se da cuenta que no es inocencia sino maldad
perversa la que mueve los hilos de este desquiciado funeral de ciudad.
Actualmente en
Ciudad Ojeda llegó la última herramienta de la mala intención: el cinismo. Los
ediles se burlan de la gente con placer morboso, se le ríen en la cara como los
villanos de películas de tercera que planifican destruir el mundo sobándose
las manos y carcajeándose con risa patán. Resulta que mientras destruyen
calles, rompen sobre lo roto, alientan a la policía corrupta, aumenta el hampa
obligando a la gente a encerrarse en su casa al atardecer;
mientras los asesinatos por robo están a la orden del día y la gente por la
calle camina con actitud paranoica cuidándose las espaldas, todos con semblante
de desconfianza porque además de los atracos y los robos, los secuestros dejaron
de ser temor exclusivo de ricos para volverse endémicos a través del “Secuestro
Express” (modalidad en la que lo raptores se conforman con reclamar el sueldo
del mes del padre de familia como rescate), mientras pasa todo esto, en una de
las entradas principales a la ciudad el gobierno colocó una pancarta gigante
que muestra la foto del alcalde sonriente con el sarcástico lema: "Ciudad
Ojeda, el lugar IDEAL para vivir". Y en otra de las entradas en un letrero
idéntico el lema dice: "Ciudad Ojeda, el lugar seguro para ti". Definitivamente,
la mala intención ha sobrepasado sus límites, pasando a ser cinismo patológico.
¡Cínicos!
Muchos piensan
que tercer mundo significa llegar tres veces más tarde que los demás, pero, si
el “llegadero” es la muerte, estos pueblos parecen estar más bien tres veces
más adelantados (vivir aquí favorece una muerte precoz al estrellarse por caer en
un hueco en medio de una avenida o por una bala delincuente). Y sin embargo hay todavía más, la miseria no
acaba allí, porque la muerte, la desaparición física, pudiera representar el
descanso, la paz, o la resurrección al estilo fénix, pero en el caso de estos
pueblos les espera una muerte de zombies, porque además les caracteriza una
tozudez sin límite, por ejemplo: cuando una casucha construida sobre una ladera
es arrasada por un alud de barro en época de lluvia, los sobrevivientes la
vuelven a construir, apenas sale el sol, en el mismo lugar y encima de los
cadáveres de quienes quedaron sepultados en el fango. La tozudez no es
inocencia sino prepotencia a ultranza.
Y he aquí que
entramos al ámbito de lo particular de nuestros pueblos: la «prepotencia a
ultranza». Este síntoma lo traduzco lingüísticamente en una respuesta
automática que representa al tozudo: «¡Ajá! ¿Y qué?»
Si le explicamos
a alguien que no debiera haber tirado el vaso de plástico al piso,
recibiremos un «¡Ajá! ¿Y qué?». Después de esa respuesta lo mejor es seguir
camino, porque insistir pudiera ser peligroso, el individuo en cuestión pudiera
sentirse ofendido (es otro síntoma de los tozudos: se ofenden si alguien les muestra
un error, si reciben un consejo, si le sugieren una actitud más provechosa o si
alguien se atreve a tratar de enseñarle una forma diferente de comportarse que
vaya en beneficio de todos), y después del
«¡Ajá! ¿Y qué?» vendría un «¿Y quien te crees tú? ¡Estas buscando lo que no se te perdió!». La violencia es todo el argumento de la
prepotencia a ultranza.
Tengo años
diciendo que a estos pueblos (y me refiero en especial al zuliano), no le falta educación como muchos sostienen,
sino que le sobra "mala"
educación. No es difícil aprender algo nuevo, lo difícil es desaprender lo
viejo, y nada se le puede enseñar a quien no quiere aprender. Los optimistas
aseguran que «loro viejo aprende a hablar», los pesimistas dicen que «loro
viejo no aprende a hablar»; los realistas aseguramos que «viejo o joven el loro
hablará si quiere aprender».
Mientras tanto,
mientras siempre, Ciudad Ojeda parece que seguirá esperando que abran el Premio
a la ciudad más fea e inhóspita del mundo, o, por lo menos, que le otorguen el
reconocimiento de “Patrimonio (de lo invivible) para la humanidad”.
VIVIR ERA OTRA COSA
Aquella Ciudad Ojeda en la que con un poco de magia (de la que suele sobrar
en el Caribe) se podía pasar por alto las incomodidades del clima, la
negligencia de los servicios públicos, las consecuencia propias de un pueblo
petrolero con su cultura de campamento temporal; aquella Ciudad Ojeda
pluricultural, con tantos forasteros como autóctonos (¿se puede hablar de
autóctonos en un asentamiento petrolero que en aquel entonces tendría 70 años
de fundado?), una ciudad de plumas de pavo real, que todavía irradiaba el
brillo del «Boom Petrolero» del primer cuarto de siglo veinte, aquella ciudad
de pronto empezó a declinar, y nadie parecía darse cuenta o a nadie parecía
importarle, hasta que desapareció y lo que queda en su lugar es otra cosa, algo
sin nombre que ni siquiera pudiera llamarse fósil de lo que fue porque no
guarda relación con su pasado, como si el ADN original se hubiera alterado, lo
cierto es que esta cosa que queda no tiene, o peor, no le interesa tener
posibilidad de volver a ser lo que fue.
La falla no estuvo en la época, no tuvo que ver ni con el tiempo ni con el
lugar, el falseo no estuvo en la música ni en sus instrumentos sino en sus
intérpretes. Y así los comercios fueron perdiendo su característica de servicio
para trasformarse en un «sálvese quien pueda», ya nadie daba las «gracias por
su compra» detrás del mostrador; y todos comenzaron a esperar que le
agradecieran para devolver la cortesía, y esperando se fueron quedando atrás el
buen humor y las buenas costumbres, y «las gracias», los «por favor», los
«buenos días», los «disculpe» fueron irreparablemente sustituidas por las
maldiciones, y tanto se maldice algo que termina maldito. Ciudad Ojeda no es ni
siquiera el recuerdo de lo que fue, es apenas un resabio amargo sin memoria,
tan inmerso en la calamidad diaria que cada día se olvida de ayer.
Y llegó el momento en que en ese lugar ya no era posible sobrevivir. Todo
se venía abajo sin importarle a nadie.
La gente, toda, detestaba trabajar porque el trabajo es llevadero cuando se
siente que con él se mueve la rueda del futuro y cuando una ciudad se estanca
la primera parte que se marchita es el futuro, esto pudiera hacer pensar que
las ánimas en pena de Ojeda desearan intensamente la llegada del viernes, del
fin de semana, pero los deseos de llegar al viernes con ánimos de celebrar los
logros de la semana desaparecieron porque el sábado y el domingo se volvieron
rutina de no hacer nada encerrados en casa, y no podía ser de otra manera ya
que las calles estaban tomadas por el hampa (virus mortal que prolifera en la
podredumbre del cadáver de la esperanza). Así la gente comenzó a odiar tanto su
trabajo como el tiempo libre y empezó la desesperación de no saber qué desear,
cada sábado deseaban que fuera lunes, cada lunes deseaban que fuera sábado, la
monotonía alcanzó entonces su cenit, el electrocardiógrafo del pueblo marcaba
una línea recta, sin sístoles ni diástoles que pulsaran esperanza alguna de
entusiasmo vital: el pueblo había muerto y de esto hace años, pero parece que
falta mucho aún para que la gente se entere de su fallecimiento. Este es el
único fósil poético que aún se puede exhumar en Ciudad Ojeda: la semejanza lejana
con el Pedro Páramo de Rulfo, el pueblo de fantasmas que se hacen los
desentendidos de estar muertos. El gentilicio de Ciudad Ojeda demostró poca
resistencia a morir, dejando al descubierto su gran capacidad de
desentendimiento, su falta de espejo, de reflejo, de verse a sí mismo en su
funeral, ni cuenta se dieron cuando estaban agonizantes y, ya muertos, pues era
simple cosa de mirar a otra parte y, aunque los ojos se les hayan podrido, con
el rabillo de la testarudez lo siguen haciendo, siguen mirando hacia otra parte.
Una característica básica de los zombies es que no tienen conciencia de serlo.
Y así Ojeda comenzó a ser un pueblo de Zombies desentendidos.
El vandalismo desanimaba cualquier tipo de esperanza, mejora o ánimo de
progreso, tan pronto como se colocaba un cable para el alumbrado, una casilla
de correo o una cañería nueva, era dañada o robada. Asaltaban a la gente
mientras abría el portón de su casa, encañonaban con pistolas de película a las
personas mientras se subían al auto o en sus camas mientras soñaban con vivir en
otra parte, más que pocos murieron del susto al despertarse por el frío del
cañón de la pistola en la frente. Salir era cosa de animales, porque la
paranoia es normal entre los animales, estar alerta es la condición natural de
la selva. Y pensar que las ciudades fueron planificadas bajo la promesa de dar
seguridad. La promesa fracasó. Los
hampones en bicicleta arrancaban de un manotazo las bolsas a las señoras
y las cadenas del cuello a los desprevenidos que dejaron el pellejo allí mismo
por desangrarse con la yugular cercenada. La delincuencia era una lluvia de
palos y piedras. Rompían las ventanas, destrozaban los teléfonos públicos, las
vitrinas de los negocios, los jardines de quien se atrevía a sembrar algo. Y
todo pasillo se volvió antro de drogas. Las verjas fueron perdiendo los
barrotes para ser usados como lanza o palanca, la guerra se declaró de uñas y
dientes, de palos y pedradas, de que nadie saldrá vivo de aquí, de que no
tomaremos prisioneros ni habrá banqueta de plaza que quede parada, las tapaderas
de las alcantarillas eran robadas para venderlas como chatarra. Y la gente ya
no bebía agua. Los tanques de agua de las casas y los edificios amanecían
hechos letrina o depósitos de cadáveres, hubo casos de quien bebiera las
últimas supuraciones de sus seres queridos que, por cierto, nada tiene de
parecido a la comunión con la hostia y el vino que simbolizan la carne y sangre
del cadáver de Cristo. La iglesia nada pudo hacer contra la blasfemia, a ella
también la desvalijaron y los curas, aunque se habían dado cuenta hace tiempo
de la ineficacia de sus oraciones, tuvieron que reconocerlo por primera vez en
acto público pidiendo a las autoridades que pusieran freno al demonio ante el
que el mismo Dios tiraba la toalla. Pero no hubo súplica ni destinatario que
valiera. Siguieron incendiando los setos de las plazas y robando cables y
desmantelando alcantarillas Siguió el asesinato por capricho en ese empeño de
los vándalos por demostrar que son más dueños de la vida que el mismo destino.
Y así llegamos a la falta de fe absoluta, al sinsentido. La gente desesperada
quiso irse, empezar en otra parte, en otra ciudad, con otra gente y tal vez con
otro credo. A nadie importaba el nombre de Dios con tal de que fuera bueno y
por sobre todo fuera policía. La gente fantaseaba con empezar de nuevo en otro
lugar con las cosas que pudieran llevarse. Trataron de vender las propiedades,
pero nadie compraba nada, no había comprador para la miseria, y la gente tuvo
que resignarse a vivir como muertos o morir del todo para intentar renacer en
otra parte, y así los edificios se fueron vaciando y deteriorando por la peor
de todas las desidias: la ausencia.
Hoy la ciudad parece haber sobrevivido a una catástrofe, a un cataclismo,
Ciudad Ojeda parece las ruinas de una imitación barata de Pompeya, los restos
de un saqueo barbárico. Restos del paso de Atila. Calles grises y desoladas,
basura apilada en cualquier sitio, objetos abandonados, gente abandonada,
indigentes, enjambres de moscas verdes, gusaneras, un infierno terrenal con
mucho calor para la fermentación, y cada vez más caliente sin la sombra de los
árboles que han sido cortados, y de los techos de antaño, ahora desvencijados,
cada vez con más zamuros revoloteando
en el cielo o posados en las antenas esperando “la hora de la carroña” que su olfato
pronostica. Y a lo lejos, al final de la calle, muy de vez en cuando, un soplo
de brisa perdida remueve un cartel de la alcaldía que reza: «Ciudad Ojeda, el lugar ideal para vivir».
Si el cinismo pasa desapercibido quiere decir que no entendemos nada.
A veces, como hoy, me asomo a la ventana y me quedo contemplando el
desolado panorama, una mujer muy gorda con ajustados pantalones de plástico
verde fosforescente vende pequeños platitos de plástico con mango verde y sal
«¡Viagra, la Viagra!» vocea con tono de esclavo de varios siglos atrás. A media
cuadra el mendigo esquizofrénico que vive en la casilla de basura del edificio
está quieto en su función catatónica del día, quieto, completamente quieto mira
al cielo como implorando que Dios se apiade de él y…mate a todos los demás.
Ya nadie, de los que siguen creyéndose sanos y productivos, saben de dónde
sacan fuerzas y ganas para levantarse cada mañana para ir a trabajar. No sólo
se trata de lo peligroso (al despertarse se suele ser más optimista y se olvida
al familiar o amigo que ha sido víctima del hampa), sino de lo deprimente y aburrido que se ha vuelto
la existencia. La desgracia personal ha sustituido las tertulias literarias, «¡a
buena hora!» pensarán algunos, «ya no se habla estupideces, más real que esto,
pues nada».
Y cada quien pretende protegerse de lo inevitable con lo que tiene a la
mano, los que pueden pagan guardaespaldas a sabiendas que el 80% de los
secuestros tienen complicidad con los guardaespaldas, los que se creen muy
listos cargan un arma y se desentienden de la estadística de que el 50% de los
muertos son asesinados con la misma arma que portaban, otros salen con una
llave inglesa en el maletín, o con un puñal en el calcetín, pero lo
unánimemente cierto es que todos hemos olvidado, que existía un tiempo y un
lugar donde vivir era otra cosa... Y...HASTA MORIR ERA OTRA COSA (el cementerio más feo del mundo)
Si vivir en Ciudad Ojeda se ha vuelto miserable, morir en
Ciudad Ojeda es vergonzoso. Al entrar a su cementerio nos invade una sensación
de indigencia, de que en aquel lugar sólo pueda reseñarse un paso por la vida
sin pena ni gloria. Y tal vez, sólo tal vez, sea esta imagen pusilánime la que
en retrospectiva alimenta la indolencia de la ciudad, con un camposanto tan blasfemo
pareciera que no hay logros en la vida que pudieran sobrevivir al desencanto
final de este cementerio deplorable, irrespetuoso en todos los sentidos, más
feo que la muerte misma, árido, desvencijado, con la cerca caída, poco se
diferencia de una fosa común de desastre natural, invadido por los sin techo, guarida
de malvivientes de toda índole, un cementerio donde los entierros se hacen en
la hora de más calor para evitar que el atardecer facilite las fechorías de los
delincuentes dispuestos a asaltar a los deudos que dan el último adiós a sus
seres queridos. La peor delincuencia es la que se nutre del dolor ajeno. Y
delincuentes somos todos por permitir esto, cómplices del mal vivir y el mal
morir.
FINAL
Pero ahora que me acerco al punto final de este lamento nostálgico, creo
darme cuenta que tal vez la ciudad nunca cambió, que todo ha sido un error mío,
que esta Ojeda siempre ha sido así y que la de mis recuerdos es otra ciudad.
Creo estarme dando cuenta que he pensado en dos ciudades distintas que por
casualidad se llaman igual. O tal vez, me haya equivocado de persona, que el
Mario que vivió en Ojeda hace años no es el mismo que describe la ciudad
actual, tal vez sean dos personas diferentes que casualmente se llaman igual,
en este caso el problema es saber cuál de los dos está escribiendo esto. Y
ahora que lo pienso mejor, puede que sea usted el que se equivoca creyendo
haber conocido dos ciudades o dos Marios y se está inventando una historia
para ignorar su insomnio, o su aburrimiento o su soledad…, en cualquier caso
para olvidar una realidad que ya no se parece a lo que era.
Durante mi adolescencia más de una vez rondé la isla del «resentimiento
social». Tal vez haya sido por el temor adolescente de verme nadando en medio
de ninguna parte: alejado de la cómoda costa infantil y sin conocer el rumbo
hacia la orilla imaginaria de la adultez. Sí, tal vez haya sido por miedo que llegué
a sentir esas ganas de dejarlo todo, declararme en desacuerdo con la sociedad y
darle la espalda al sistema.
O, puede haber sido por la tentación de resignarme a la pusilanimidad para
apaciguar la necesidad de ser original y auténtico. La renegación de los otros
y la inculpación del sistema habría sido un escondite perfecto para ocultar
detrás del disfraz de víctima mi propia insignificancia.
Aunque también creo recordar haber sido tentado por el resentimiento social
en los momentos de cansancio cuando necesitaba una excusa para dejar de crecer
y abandonarme a la pereza.
Lo cierto es que sigue sin estar claro el motivo por el que llegué a
sentirme un pez fuera del sistema; pero estoy seguro de haber sido un candidato
con mucho chance a ganar el título de resentido. Y con la misma seguridad puedo
aseverar que en aquel tiempo asociaba el
«resentimiento social» a causas trascendentales, una actitud digna ante
injusticias como la de ser víctima del racismo o cualquier otro atropello del
hombre sobre el hombre: la intolerancia, el autoritarismo, la segregación y
todas aquellas injusticias que (adolescencia mediante) pudiera desvirtuar de su
cruda y penosa condición para cargarlas con «pueril romanticismo existencial».
Sin embargo, ya sea por suerte o por destino, pronto desapareció de mí la
tendencia a victimarme y en su lugar asomaron otros intereses en que pensar:
los sueños futuristas, la carrera que iba a estudiar, el llegar a ser mayor de
edad como meta (¡increíble! ¡Ser adulto fue alguna vez una meta!) y, sobre
todo, la distracción más poderosa de todas, lograr seducir la rubia inaccesible
del quinto año sección “B”, y la morena que visita todas las tardes a su abuela
en la casa de al lado, y la hija de la madrina de mi primo, y…, en fin, seducir
a todas las chicas posibles.
RESENTIMIENTO A LO CARIBE
Hoy en día he tenido que repensar el concepto de resentimiento social
debido a que el estado, que es el gobierno, que a su vez es el partido, utiliza
como asunto de estado, estrategia de gobierno y propaganda política el resentimiento del “pueblo” (es por demás
sorprendente cómo se cuidan de no confundir el sustantivo, si usaran el término
“nación” debieran incluir a todos, pero la idea es referirse sólo a los
miembros del buró del resentimiento para tener un resto a quien culpar). Y de
tanto «dalequetedale» por radio, televisión y prensa, la gente un día se
despierta resentida, no sabe de qué ni porqué, simplemente se levanta con el
pie izquierdo y ¡Voilá! ¡Tenemos otro resentido social!
Ante esta “institucionalización” del pez fuera del agua, me puse a observar,
como quien no quiere la cosa, este “resentimiento
social” que pareciera justificar todo lo que sus sufrientes hagan o digan, como
si tuvieran derecho a cobrarle al mundo una indemnización por daños ocasionados.
Yo intuía que en el fondo algo no cuadraba y fueron más que interesantes los
resultados de la observación o, mejor dicho, más que interesantes fueron
decepcionantes.
En general, la duda que me asaltaba era: «este resentimiento social, por lo menos en estas latitudes, no parece
ir de la mano con la justicia social. Tampoco parece ser una reacción ante el
atropello, y no está nada clara su justificación, porque lo justificable debe
tener un porqué y las preguntas parecieran pertenecer a otras dimensiones menos
simplistas». En otras palabras, el resentimiento social se me aparecía como
demasiado simplón. Al simplón no le interesa la dialéctica. Para el simplón es
estúpido usar pañuelo para soplarse la nariz si puede taparse un cornete y excretar
con fuerza sus miserias nasales al piso. Los resentidos sociales que observaba pertenecían
a una dimensión más básica y práctica. Pareciera que en estas latitudes el
resentimiento social es causado por desgracias simples como tener acné a los
quince años y no poder convencer a la chica deseada de que el acné es cosa de adolescencia
y no de higiene y alimentación. Así comprobé cómo los resentidos sociales por
acné (expongo la versión dermatológica aunque también los hay de tipo auditivo –por
gustos musicales–, de tipo protuberante –por culo plancho o poco pecho–, de peluquería
–pelo malo versus cabello liso–, entre muchos otros), y como les decía, me puse
a observar cómo los resentidos por acné planificaban su revolución a la sombra
de un tenderete de fritangas, desayunando arepas fritas con chicharrón, mayonesa
y, además, mucha mantequilla. Pero, hasta allí la cosa no me defraudaba del
todo, yo pensaba «pobrecitos, no tienen al alcance la información relativa a la
relación entre la mayonesa y el acné, y a final de cuentas es una forma de
intolerancia social el que una chica no esté dispuesta a besar una boca cercana
a tres docenas de furúnculos (*1)». En este punto aún sentía ánimos de defender a
los resentidos. Pero, la cosa empeoró al comprobar que aun sabiendo que sin
mayonesa, frituras y mantequilla podrían disminuir el acné, las reuniones de
los purulentos seguían dándose bajo el toldo de fritangas que además ahora ofrecía
una nueva receta de mayonesa ¡con tocineta!
Dispuesto a seguir mi investigación, me
aposté cerca de las pailas fritadoras y los observé mientras tragaban las sebáceas
viandas como si fueran antibióticos revolucionarios liberadores de los cráteres
de pus que alegremente pululaban en sus mejillas, y afiné el oído para intentar
escuchar el plan de los resentidos para librarse de su frustración. Las charlas
eran enredadas y confusas, en general giraban alrededor de que ellos eran
pobres diablos (ellos sabían lo que yo desconocía: que los diablos sufrían de acné),
y que había que fregar a los de la “otrabanda” (que era como llamaban a los que
no tenían forúnculos y solían reunirse en el comando “otrobandista” ubicado en
la venta de jugos naturales de la otra esquina).
Después de muchas oídas y oteadas al descuido, entre el vapor grasiento de
pastelitos y empanadas, entendí que las resentidas víctimas de forunculosis no pretendían
curarse de los barros y espinillas, lo único que planeaban, o mejor dicho, LO
QUE MÁS DESEABAN EN EL MUNDO era que TODOS sufrieran de acné. Así tuve claro que
el resentimiento social nada tiene que ver con ideales de justicia social y que
si poseyera ideal alguno sería el del tonto que se consuela con el mal de
tantos.
(*1)Forúnculo o furúnculo (latín furuncŭlus, ladronzuelo)
Para nadie es un secreto que con los años disminuye la
capacidad de asombro y esto no debe asombrarnos. Es un estatuto de la vida.
Con los años, por más que resistamos dejamos de sorprendernos para crear cosas que asombren a otros.
Cuando en mi adolescencia Hermann Hesse me asombró con su «Lobo
estepario», intuí que llegaría el momento en que debería hacer cosas que asombren a otros, y para
escribir algo asombroso hay que escribir desde más allá de la sorpresa. Por eso
dejamos de asombrarnos cuando nos toca asombrar a otros. ¡Retroalimentación
mágica de la vida!
PRAGA ES MAGIA Y LO
DEMÁS ES KAFKA.
La magia está presente en las más elevadas fabricaciones mentales.
La magia tiene poesía y orquesta la fantasía, sin magia la imaginación es
vulgar desvarío. La magia es un tesoro porque transforma el plomo en oro. La magia
le da valor al pasado y autoriza la esperanza del deseo, de los anhelos, haciendo
brillar el futuro. Si la magia fuera un país, su capital (por derecho) sería Praga.
Praga es un hechizo de ciudad.
Y como capital hechicera, es justo que Kafka la regente. Es
justamente el tono impávido o la falta absoluta de sorpresa ante eventos
sobrenaturales como despertarse por la mañana transformado en gorgojo,
escarabajo o cucaracha (cada quien escoja la especie de su gusto), es
justamente esa falta de asombro ante los eventos mágicos lo que tiñe la tinta
de la pluma de Kafka o, tal vez, sea lo mismo decir
que lo eleva a la jerarquía
de Gran Mago. El hechizo kafkiano nos sorprende porque es parte de la vida
cotidiana. Una magia que es entendida por el escritor como parte de la mística humana
(y que deja entrever que sin mística no hay humanidad).
Imposible negar las hermandades entre magia y fe. Ambos son
procesos o métodos para otorgar significado o valor a un fenómeno con la
finalidad de sorprender a quien esté dispuesto a no preguntar cómo sucedió. Y
que, en todo caso, ante la pregunta del «cómo sucedió», la respuesta sea tan prodigiosa
que sobrepase la naturaleza, respuesta de altura mágica, altura de Olimpo.
Como vértice del triángulo mágico (con Torino y Lyon en los
otros ángulos), Praga es parte de un recorrido obligatorio para quien ostente misterios
en su estirpe (alquimistas, astrólogos, escritores, músicos, matemáticos y
religiosos de Oriente y Occidente) y quien más, quien menos, todos tenemos un
loco en la familia.
Ciudad preferida por Mozart (en sus huídas de la frigidez vienesa)
para expandir su bohemia en Bohemia. Razón debe haber para que se tilde de «bohemio»
al que es poeta por el placer de la introspección creativa. Mozart decía que en
Praga «lo entendían», Mozart era un genio creativo y no hay creación sin magia.
Mozart no se preguntaba por qué aparecían las musas en su cabeza, sólo las
atendía y se abandonaba al goce o terror que le inducían ¡madre susto se
llevaría al descubrir a sus espaldas la pavorosa silueta negra de su Don
Giovanni!
Y Praga tenía que ser cuna del Gólem parido por el rabino
Loew. Sabemos que el Gólem es una estatua de barro que cobra vida al introducirle
en la boca el nombre de dios escrito en un papel y que, de arrancarle la
primera letra a dios, el Gólem muere porque (como es de común conocimiento) si dios
pierde el nombre lo que queda es: muerte. Esto es magia. Magia judía. Por otro
lado, la magia cristiana (arcilla menos o cruces más) es lo mismo. La magia se
me antoja como la más hermosa de las herramientas del taller en que se arman
las mentiras que nos ilusionan la vida.
Pero Praga también dio origen a Milán Kundera, y Milán
Kundera ha sido uno de esos pocos hechiceros que están dispuestos a develar el
secreto tras los trucos, esos magos que enseñan magia para que otros aprendan y
que, tal vez, algún día sean mejores magos que él. Tal vez develar el truco sea
antiético entre magos, pero quien se atreve a hacerlo de alguna manera tiene un
mérito especial y Milán Kundera es un admirable mago desenmascarado, premio
Nobel aún no concedido y Gran Maestro Mago de Praga.
EL ENCANTAMIENTO: EL
SHOW DEBE CONTINUAR…
Tal vez por mi predisposición fui presa del encantamiento praguense
apenas bajé del tren. En una especie de trance de hipersensibilidad aprecié la pasión de los templarios en la primera torre
que vi, me fascinó la ilusión de los alquimistas simbolizada en los colores de
los edificios, volví a sentir el miedo infantil de los cuentos de terror ante las
gárgolas expectantes, intuí la presencia del Gran Arquitecto Masón transitando
las calles empedradas. Praga nos recibió con una nevada de novela. Y no fue difícil dejarme llevar por el caleidoscopio sensitivo hasta niveles psicodélicos..., vi rituales
mágicos en el caer de la fina nieve empeñada en arremolinarse como si los copos jugaran al «girotondo» en el aire. Un hechizo tras otro hasta llegar a la magia azul de la iluminación de las cubiertas
de la Iglesia en la plaza vieja. De pronto tuve la certeza que Praga me estaba
esperando para dedicarme un íntimo espectáculo esotérico y pensando esto, tropecé con Robert Plant, el cantante de Led Zeppelin (grandes hechiceros de la melodía).
Aquello fue equivalente a que brincara frente a mí un duende o pasara volando
un hada, y cuando el cantante de «Escaleras al cielo» cruzó en una esquina,
sonreí seguro de que Praga se toma a pecho el trabajo de preparar una
bienvenida especial para cada uno de sus visitantes. Comprendí que el éxtasis mágico es un estado de admiración masiva, admirar a la magia es admirar a los magos, imposible desligar una obra de su autor y su intérprete. En ese momento, mi esposa,
tenaz aprendiz de maga, me preguntó:
—¿No vas a saludar a Robert Plant?
A lo que yo respondí
desde un lugar tan profundo que mereciera llamarse alma.
—No necesito hablar con él. Robert Plant es un Himalaya.
Cuando estás frente al Himalaya no pretendes hablar con la montaña. Su grandeza
no es cosa que se necesite dialogar. Su grandeza es estar allí. La magia está
en el hecho de cruzarme con él en Praga, un mago en la ciudad mágica. Cuando sacas un conejo del sombrero no
es necesario cocinarlo en escabeche para finalizar el truco. El conejo ya no
importa. Lo que importa es que haya salido del sombrero. Lo que importa es que
estuviera allí.
—Entonces, cuando acabe el show moriremos—. Dijo mi esposa demostrando
ser buena aprendiz de maga.
—El show. De eso se trata. El show debe continuar. Pasemos a
la próxima escena…
DE HECHIZOS, ENCANTOS
Y EMBRUJOS VIVE EL HOMBRE
Calle Kafka
Y mi premonición fue cierta: los sortilegios se sucedieron
uno tras otros.
No me cabe duda que mi intuición se hizo realidad porque yo lo
quise así. Para ver magia hay que desear
verla. Y así, ante la tumba de Franz Kafka, me pareció ver un ratón descomunal
que merodeaba sigiloso entre las lápidas, y aquello habría sido irrelevante si
no hubiera sucedido justo mientras relataba a mi esposa el cuento kafkiano del «Maestro
de pueblo» que llevaba un estudio sobre un tan gigantesco como escurridizo roedor. Y, como dije, los sortilegios se
Ante la tumba de Kafka
sucedieron uno tras otro. Nadie va a creerme que cuando levanté una pequeña
piedra para ponerla, a modo de ofrenda, sobre la tumba de Kafka, salió de abajo
un insecto imposible en invierno. De inmediato reconocí en el bicho el
semblante coleóptero de Gregorio Samsa. Y así sobrevinieron eventos más o menos
creíbles pero todos vívidos. Una estatua me guiñó un ojo. Durante toda nuestra estadía
sólo llovió un día y casualmente fue el día que había reservado para visitar «El
Castillo» que inspirara la homónima novela de Kafka, y tuve a bien darme cuenta
que el Plan Universal Mágico había confabulado para que lloviera justo cuando
yo estuviese a reparo en las edificaciones del Castillo, pero sobre todo, que
lloviera para que pudiera ver resucitar las gárgolas con el desagüe.
Más tarde, analizando retrospectivamente mi estadía en
Praga, advertí que los pases mágicos habían comenzado desde la llegada a la
ciudad. Cuando emprendimos el camino desde Viena se pronosticaba 19° bajo cero
en Praga. Aquello nos atemorizó. Aunque nos ilusionaba ver la ciudad nevada temíamos
que el invierno checo nos contrariara; pero al llegar empezó una tormenta de nieve
que subió la temperatura a niveles agradables y, contra todo pronóstico, el día
después salió el sol. Los caprichos meteorológicos son lo que son, pero yo
quise verlos como intencionales señales (mágicas) de bienvenida. Y en este tipo
de asuntos basta con creerlo para verlo (y sentirlo). Otro «beneficio » (contraparte de «maleficio») me sorprendería al entrar al
apartamento que habíamos arrendado previamente desde Austria. Además de
sobrepasar en mucho nuestras expectativas, sobre la cabecera de la cama colgaba
una inmensa litografía de Klimt, justamente de un cuadro cuyo original había
podido admirar tres días antes en Viena en la exposición conmemorativa de los
150 años de Klimt, y no se trataba de cualquier cuadro, sino “el cuadro” que
más me atrapó. Pues esa pintura estaba allí, sobre la cabecera de la cama como
puesto para mí, y eso, señores, llámenlo como quieran, pero para mí fue magia.
Otros sortilegios menores, de otros tipos de magia, los hubo a montones, como
las ramas secas de los árboles sacudidas por la brisa sobre el fondo blanco
nevado y que no me costó el menor esfuerzo imaginar que se agitaban por voluntad propia como los árboles del
«Señor de los anillos», o los de Harry Potter, o los árboles de todos los
cuentos de hadas que, aunque diferentes en apariencia, están hechos de la misma
madera encantada. He aquí la ciencia de la magia: desconocer la causa para sólo
disfrutar los efectos. En el caso de las ramas, desconocer al viento. Parece
muy sencillo, pero no es tan fácil. En la magia se trata de atribuir elementos
personalísimos a los fenómenos que, como todo, siguen sus leyes (más o menos
evidentes, y mientras menos visibles y más inexplicables la magia aprovecha
para autodenominarse «ciencia oculta»).
Los girasoles que se mueven por «fototropismo
positivo» no asombran a nadie. Ahora, una flor que pareciéndose a un sol se
enamora del Sol y gira de Este a Oeste para seguir admirándolo durante todo el
día, es mágica. En cada caso es siempre un girasol, pero si está enamorado es
sobrenatural, valioso, romántico, milagroso. Por eso la magia es a la vez el
medio y el fin de la poesía.
Mi esposa y la Casa Danzante de Praga: dos arquitecturas, un mismo peinado.
LA MAGIA EN
PSICOPATOLOGÍA
Si está leyendo esto uno de esos lectores de tan rápido
prejuicio y lento discernimiento como para pensar que el autor está
enloqueciendo, me anticipo a su condena psicopatológica aclarando que con lo
dicho no tengo la menor intención de proclamarme psicótico y lo descrito nada tiene que
ver con alucinaciones y delirios.
Si bien no está del todo equivocado aquél a quien se le
ocurra que hay magia detrás de las alucinaciones psicóticas y si bien la magia,
la imaginación, la fantasía y la creatividad también están presentes en lo
patológico, la diferencia entre lo mágico como bello y la magia utilizada por
las alucinaciones y los delirios, es que en el segundo caso el sujeto obtiene
una «personal grandeza megalómana»; y aunque sea cierto que también el pintor obtiene un
reconocimiento de grandeza con la magia de su obra, el pintor sabe que no es
grande, el escritor sabe que no es grande, y cuando digo «grande» me refiero a
«inmortal». Mientras que el psicótico «realmente» se cree grande e inmortal. En el psicótico la magia llega para quedarse con
él. El psicótico se cree la historia por el beneficio personal que conlleva
(que siempre es una megalomanía que lo salva de la desesperación). Mientras que
en el espectador, la magia está en movimiento, cambiando de hechizo a
sortilegio y de asombro en asombro, con el goce como único propósito. Otra
diferencia radical es que la magia psicótica implica un delirio, o sea, una
explicación. Y de lo dicho se decanta una simpática deducción, que la magia será más sana mientras menos
explicaciones pretenda. Si vemos belleza en la flor que gira de cara al
sol, vamos bien; pero en el momento en que tratamos de explicar el fenómeno,
entramos a otras dimensiones. Si la explicación deriva de investigaciones
minuciosas, estaremos en el campo de la ciencia. Si la explicación también es
mágica, comenzamos a correr el riesgo de entrar a un sendero que se bifurca;
decir que es un milagro de Dios todavía es una explicación mágica que nos
mantiene en la cordura, pero «creer» que el girasol se mueve porque está
tratando de decirnos que fuimos elegidos como mensajeros de Dios, no está nada
bien; y si estamos «seguros» de que el girasol es Dios que nos habla, ya es
momento de elegir el color de la camisa de fuerza. En fin, una alucinación es
un «valor» inventado por una autoestima desesperada y el delirio trata de justificar
ese «valor desesperado». Así que, ¡cuidado!, porque la magia usada alocadamente
sólo trae locura.
El abuso del uso de la magia genera locura. Es como si el
mago que realiza un truco se olvidara que es truco y se lo creyera. En ese
momento el mago es suplantado por el loco.
¡DE PELÍCULA!
Al entrar al cementerio judío en busca de Kafka, el
escenario parecía preparado, el silencio solemne, la nieve impecable, la
soledad absoluta (el cementerio estaba desierto, no había un alma, o mejor
dicho, no había un alma viva), ante el
lúgubre espectáculo de tumbas y lápidas cubiertas de nieve, mi esposa exclamó: «
¡De película!». Y yo, asentí: «Sí, de eso se trata».
Asociamos lo que nos sorprende con las películas, los
cuadros, las novelas porque el arte es un tributo mágico a la magia. Sabemos
que un cuadro de Klimt está hecho con óleos de colores, lienzos y pinceles,
reconocemos la técnica o el método o el material que se utilizó, pero la
creación en sí tiene un origen desconocido, desconocemos los pases del encantamiento
y evitamos averiguarlos porque de eso se trata la magia: la sorpresa por lo
increíble y lo increíble de la sorpresa. Por ello, cuando los críticos (que se
inventaron la antipoética profesión
de comentar lo que por naturaleza nació sin comentario) comienzan a ver en un
cuadro de Klimt interacciones con los mitos griegos o egipcios, con culturas de
otros tiempos y lugares, con cosas que no se ven en el cuadro que probablemente
el autor hizo sólo para galantear el amor que sentía hacia la mujer de su deseo,
cuando los críticos hacen eso, rompen el encanto. Es por ello que las
explicaciones de los críticos caen mal, a mí particularmente me indigestan, por
ser excesivamente grasoso tratar de explicar lo que no amerita explicación alguna.
En los cuadros de Klimt, Picasso o Dalí todo está dicho y no necesitan
comentario. El arte no pretende ser una carrera de obstáculos, su senda es
clara: nos invita a sentir la magia del momento creador y a dejarnos atrapar
por aquel hechizo de colores para hacernos partícipes de un lugar y tiempo
desconocido…, el momento en que el autor conquistó su obra…. «¡De película!»
Kafka señala. El arte es un punto de partida, no de llegada.
¿LO GROTESCO PUEDE
SER MÁGICO?
Estábamos cruzando el puente Carlos cuando vi un tipo de mendicidad
que no había visto antes: una persona arrodillada y doblada hasta pegar la
frente al piso con los brazos hacia adelante y entre las manos un vaso para
limosna…, antes de seguir quisiera aclarar que no tengo ánimos de ofender a
nadie con lo que voy a contar, espero no herir susceptibilidades, y si algún
mendigo me está leyendo espero que sepa que soy un consuetudinario
contribuyente, a pesar de haber escrito un artículo en el que confieso mi
incomprensión del sentido de la mendicidad (ver artículo).
Lo cierto es que no estaría
escribiendo esto si no fuera porque unos metros más adelante me encuentro con
otro mendigo idéntico. Y mi sorpresa por la repetición me llevó a preguntarle a
mi esposa: «¿No es el mismo tipo de allá atrás?» Y ella, regresando de otros pensamientos
me respondió insegura: «Uhmm…tal vez». Yo miro para atrás y no veo al anterior
mendigo. Luego miro al que tengo enfrente y me digo: «¡Si, es el mismo! ¡Es un
mago de la ubicuidad!». Pero, en el momento en que comienzo a buscar monedas en
mi bolsillo, de pronto el «hombrecito arrodillado, inclinado, con la frente pegada
al piso y los brazos hacia delante sosteniendo un vaso de limosna», se levanta,
saca del bolsillo interno de la chaqueta un celular que chilla impertinente y
responde una llamada.
Durante estos movimientos del mendigo tuve un pequeño
diálogo con mi esposa. Ella me preguntó: «¿Qué hace?». A lo que yo respondí: «Se
levanta». Y ella: «¿Se levanta?» Y yo: «Y… sí, se levanta. No va a estar así
todo el día, se va a congelar. Tiene derecho a levantarse ¿no? Además, le
llaman por celular».
Mientras el sujeto habla por el celular, yo le digo a mi
esposa: «¿Viste? El celular parece un Samsung de esos nuevos». Y ella: «No creo
que sea el mismo». Y yo: «Si es el mismo ¡por Dios! Y su celular es un Samsung».
En ese momento el mendigo termina la conversación telefónica. Guarda el aparato
en su bolsillo, cierra el zip, vuelve a su lugar, acomoda la toalla donde apoya
las rodillas, se agacha, se arrodilla, se inclina, apoya la frente en el piso y
estira los brazos hacia delante con el vaso de limosnas entre las manos.
Mendigo (Samsung) en Puente Carlos
No estoy acostumbrado a este tipo de mendigos y tal vez
peque de intrépido ignorante al llamar a este asunto “grotesco”, pero no
encuentro otro adjetivo calificativo para un mendigo que pide limosna para
pagar el saldo del celular. Es posible que esta forma de mendicidad provenga de
las humillaciones heredadas del flagelo comunista que vivió Praga, y en ese
sentido, lo ocurrido pudiera ser un símbolo humorístico de revancha: la
mendicidad de clase media. La magia da para todo y es universal. Pero hay
espectáculos para los que no pagaría entrada.
LA MAGIA FINAL
La magia siempre estará allí, es cuestión de verla o, mejor
dicho, de querer verla. La magia la “ponemos” nosotros cuando logramos
poner huevos de oro. Nos sabemos artífices de todos los hechizos, magos de toda
la magia, lo demás son sólo sombreros de copa y conejos, barajas y escenarios,
espejos que deforman o ilusionan, varitas de madera, lo demás es sólo escenario,
puro relleno. Somos nosotros los que hacemos el artilugio, los que le damos un
significado al color, al animal que nos mira, a la casualidad, a la mancha de
tinta sobre el papel, al amor por aquella vista (o amor a primera vista), a la
persona que se cruza en nuestro camino y a la que nos evita, a la mariposa que
se posa en nosotros y al cometa que cruza el cielo, somos nosotros los que le
damos algún significado al mundo y le damos valor a lo que nos conviene (por
formar parte de nuestra experiencia), la magia es una mentira como cualquiera
y, a su favor, sólo podemos argumentar que vale la pena por su frágil belleza.
La Auto Conciencia de Muerte (ACM) es la musa primaria de toda creatividad.
—La magia es una ilusión óptica, me aseguró, con tristeza,
un ciego.
—Dos ojos tenemos, uno para ver las cosas buenas de la vida
y otro para ver las malas. De magia está hecha la pupila del ojo que ve las
cosas buenas. Del ojo que ve lo malo sólo se sabe que el otro ojo le aprecia
como maestro…. Guiñando ojos andamos.
—¿Qué será la magia para el conejo que sale del sombrero del
mago? ¡Qué pregunta!, dirán algunos. Pero el conejo sabe que la magia está
hecha de preguntas que no necesitan respuestas.
—Todos quieren cambiar su mundo, unos por convencimiento,
otros por aburrimiento. Los más prácticos hacen maletas y cambian de mundo. Esto
demuestra que la diferencia la marca el ¡saber hacer maletas!
—Vivir es ir, ir, ir ¿Hacia dónde? ¡No sabemos! Pero no hay
otra salida. Y más nos vale estar al tanto porque si no terminaremos yendo
obligados a pesar de quererlo.
—De muchas cosas puedo arrepentirme, pero de ninguna tanto
como la de no haberme dado cuenta de estar ante un momento de magia y, como si
fuera una realidad forzosa, menospreciarlo.
—Un pase mágico dura un instante, pero en él ¡se nos va la
vida!
—Sin magia, hasta Dios parecería un mequetrefe saltimbanqui.
—Plegaria del hombre sensato: «¡Oh Dios! Danos la magia de
cada día, que del pan... ya nos ocuparemos nosotros».
—La noche y el día, un abrir y cerrar de ojos, un Abracadabra
tras otro, la vida sin magia es ciega.
—¡Hágase la magia!— Dijo Dios. Y Dios se hizo a sí mismo.
—No hay amor que no inicie con un ¡Abracadabra!
—Magia personal: «Denle una decisión a un hombre y se
transformará en otro».
—La hechicera precursora de toda la magia es la curiosidad. La
magia se esconde por todas partes, y sólo existe para que la encontremos.
—La magia pretende enseñarnos a ser magos, la magia da magia
y pide magia a cambio. Quien no descifre estos significados, conocerá la
ceguera del soberbio.
—Cuenta una vieja leyenda que hubo una vez en que la magia
desapareció del mundo por un instante. Y la misma leyenda asegura que, en ese
aciago instante, de la nada, nació la tristeza.
—La magia es el perfil visible del secreto de la vida.
—La magia no es capricho ni loquera. La magia es cosa seria
y tiene reglas. La magia sin ton ni son es alucinación.
—Como el ciego necesita el bastón para andar, el que anda
con sus dos ojos intactos necesita que la magia le ilumine el camino para
hallar la dirección del destino.
—La magia es el «colpo di scena» del espectáculo del mundo.
Es decisión propia ser actor o espectador. La diferencia está en que el
espectador paga entrada.
—La magia hace mil cosas, pero, sobre todo... ¡alegra la
vida!
—Un pase mágico es la distancia entre un trago amargo y una
copa de vino.
—La magia y el azar tuvieron un romance del que nació un
hijo que llamaron: «Yo».
—Soñar: magia cotidiana. El que tengamos que soñar cada
noche demuestra que hasta los más rudos existencialistas necesitan (cada 24
horas) algo de magia para sobrevivir.
—La magia es una sonrisa disfrazada.
—La magia es zigzagueante. La magia nos alerta de que no se
anda menos perdido por caminar en línea recta.
—Hasta Jesucristo necesitó de la magia, pero en su caso le
llamaron: milagros.
Dos ojos tenemos, uno para ver las cosas buenas de la vida y otro para ver las malas. De magia está hecha la pupila del ojo que ve las cosas buenas. Del ojo que ve lo malo sólo se sabe que el otro ojo le aprecia como maestro…. ...Guiñando ojos andamos...